Autorretratos

Todas las obras de arte son una forma de autorretrato. El artista se muestra a sí mismo, a partir de la expresión que aspira a encontrar un lenguaje común en el público. El que mira la obra, si sabe hacerlo, puede ver al autor. Y también, si la obra y el público son buenos, verse reflejado, y hasta descubrir aspectos que no pensaba que llevaba consigo.
Es como sacarse una foto a uno mismo. El artista y el público generan esa foto a través de procesos de comunicación. Usan herramientas como el lenguaje, la cultura compartida, el oficio artístico y la naturaleza. Hace falta todo un trabajo de interpretación e imaginación para revelar la foto del artista en su obra.
Desde la antigüedad, algunos artistas tienen la costumbre de hacer obras que son literalmente autorretratos. Son imágenes de sí mismos, que tienen un aspecto a la vista similar al de quien las creó. Estas obras tienen su valor, como cualquier obra, pero no debe perderse de vista que todas las otras también son autorretratos. Las que lo son dos veces pueden, incluso, revelar detalles que el artista no sospechaba. Si es honesto y talentoso, los verá durante el proceso creativo y los incluirá intencionalmente, enriqueciendo de esta manera su obra.
Cuando el advenimiento de la reproductibilidad técnica, algunas formas de arte se vieron amenazadas por nuevos géneros. La pintura, en particular, perdió algunas de sus funciones más mecánicas a manos de la fotografía. A partir de cierta época, las personas que querían tener un retrato de sí mismas dejaron de posar durante largos días y horas ante un pintor, y lo reemplazaron con mantenerse quietos durante unos segundos mientras alguien les sacaba una foto.
En esta etapa, a pesar de la tecnología avanzada, los retratos seguían siendo hechos por un fotógrafo. Pueden ser considerados una obra artística, y por lo tanto un autorretrato además de un retrato. Había una persona que pensaba la escena, y creaba el retrato de acuerdo a su criterio, su personalidad, su historia y su temperamento. Existía la posibilidad de tomar una cámara y sacarse una fotografía a sí mismo, aunque esto era difícil e implicaba utilizar un timer, o una cámara pequeña. Los rollos de fotografía, sin embargo, no permitían que el autorretratista viera su obra inmediatamente, y la corrigiera de ser necesario.
Pero eso cambió con la fotografía digital. Llegó un momento en el que las cámaras digitales se hicieron tan comunes que los teléfonos empezaron a tener no una, sino dos: una trasera para sacar a otras personas, y otra frontal para autorretratos. Esto generó que se difundiera mucho la costumbre de sacarse fotos, al punto que se inventó la palabra selfie para designar al autorretrato sacado con una cámara frontal cuya imagen puede ser vista por el modelo y fotógrafo.
La comunidad artística, sin embargo, muestra resistencia ante la selfie. Consideran que una foto fácil, automatizada, sin aplicar ningún criterio, no puede ser un verdadero autorretrato. Cualquiera se saca una selfie, pero no cualquiera es fotógrafo, y menos artista. Sin embargo, mucha gente que tiene la costumbre de sacar selfies no se da cuenta de que hay retratos de sí mismos por todos lados, en las obras de arte, que pueden ser muy iluminadores y estimular a la imaginación. Para el artista, la selfie mata la imaginación necesaria para un verdadero autorretrato, y la reemplaza por una imagen tan fácil de obtener como efímera, porque jamás tendrá la pregnancia de una obra de arte. La selfie reemplaza al artista por una herramienta.
Y no termina en eso. Muchos no se contentan con este reemplazo, y deciden que ni siquiera tienen que tener contacto con la cámara. La herramienta que permite sacarse autorretratos es demasiado para ellos. Entonces se inventó un adminículo para que una persona pudiera manejar una cámara pero con cierta distancia, que ha pasado al imaginario como “el palito de las selfies”. Este artefacto, además de prescindir del artista, prescinde del contacto con la herramienta que lo reemplazó, mediante el uso de una segunda herramienta. Es por eso que las comunidades artísticas han manifestado su enérgico rechazo a semejante invención. Y el argumento de que es perjudicial para el arte provocó que fuera prohibido en los museos.

Septiembre sin P

Muchos lo aceptan. No les molesta que septiembre pierda su P. Para ellos es lo mismo decir setiembre. Está bien. Son gustos. Pero no es sólo una cuestión de gustos, ni una objeción del reflejo conservador. Aceptar la pérdida de la letra que más personalidad le da a la palabra es un síntoma de una resignación más general.
No sería lo mismo si la que se busca eliminar fuera la B. Podríamos decir septiemre y nuestra vida sería igual. Pero septiembre es otra cosa. Ese diptongo de consonantes es la vida de septiembre. Es la P de primavera. Es la P de la pausa que ella misma provoca, y que permite saborear septiembre mientras lo decimos.
Es cierto que septiembre ya no es el séptimo mes, y que entonces no necesitamos indicarlo desde el nombre. Pero esa no es la razón, y lo sabemos porque el diptongo se conserva en octubre. Es alguien, o alguna nacionalidad, que por cualquier motivo ha decidido que era mejor una pronunciación insulsa. Tienen derecho a hacerlo, pero no tienen por qué imponerlo a los demás, del mismo modo que los defectos de pronunciación no tienen por qué traducirse a la escritura y borrar en el camino parte de la etimología de la palabra.
Los peligros no se terminan ahí. Aceptar setiembre es decidir que no nos molesta la usurpación. Sentamos precedente para que nos quiten otras cosas, porque no reaccionamos a tiempo. Debemos resistir. La P es simbólica. Su resistencia será nuestra resistencia. Queremos prolongar la batalla sobre la P, para que las fuerzas que nos quieren privar de todo vean que no les es fácil, que no nos resignamos a entregar lo que se les ocurra. Así, cuando vengan por alguna otra cosa, sabrán que somos tenaces, y lo pensarán dos veces.
No es septiembre el que necesita la P. Somos nosotros.