Cambiar el mundo

De adolescente, Milton era bastante conservador. No entendía a sus amigos que querían cambiar el orden establecido. En realidad sí lo entendía, sabía que era una de las características de la adolescencia. A él le habían prevenido que iba a tener esos impulsos, y se había preparado para que no lo agarraran por sorpresa. Entonces, cuando sentía ganas de cambiar algo de su entorno, pensaba que era necesario rectificar a sus amigos, que tenían esa idea loca de cambiar el mundo.
El mundo estaba bien como estaba. Milton sabía que no era perfecto. Pero él, dentro de sus limitados conocimientos, podía ver una tendencia histórica a mejorar la calidad de vida y las libertades cívicas de las personas. Tal vez había momentos y lugares en los que se daba lo contrario, pero en líneas generales la cosa más o menos marchaba.
Le parecía, además, que las ideas de sus amigos eran bastante inoportunas. Ellos veían las mismas injusticias que él, pero las usaban como argumento para mostrar que era indispensable la aplicación de la idea que tenía cada uno de la sociedad. Algunos querían imponer distintos sabores de comunismo. Había quienes estaban convencidos de la necesidad de reforzar la aplicación de la religión católica y su respeto por parte de la ciudadanía. Otra idea que encontraba con frecuencia era la de expulsar del país a todo lo que fuera extranjero, porque resultaba en el saqueo de los recursos propios.
A Milton no le gustaba ninguna de estas cosas. Él estaba convencido de que lo que hacía falta hacer era pequeños ajustes, para aplacar problemas puntuales, pero no había que hacer cambios radicales. Y lo que Milton creía que debía pasar se parecía bastante a lo que estaba pasando. Entonces él acompañaba el rumbo y no tenía necesidad de rebeldías sociales.
Sus amigos trataban de convencerlo de que estaba en un error. Pero él rechazaba sus argumentos. “¿Qué podés saber de la vida? Sos demasiado joven”. Él veía que los adultos no tenían el apuro por revolucionar la sociedad, y pensaba que era por algo. A esto, sus amigos decían que los adultos no tenían la energía de los jóvenes, que tenían familias que mantener, que ya habían sido atrapados en el juego perverso de la sociedad. Era responsabilidad de ellos lograr que no siguiera pasando.
Milton pensaba que ninguno de sus amigos había llegado a sus conclusiones en forma independiente, sino que habían comprado alguna idea que habían visto en algún lado y estaban siguiendo recetas. Eso a él no le gustaba. Prefería hacer su camino. Y su camino estaba más cerca del de los adultos.
Pronto Milton creció, y fue uno más de los adultos. Estaba contento de haber terminado la adolescencia. Le había resultado un período bastante molesto. Y también recibía en su mente de adulto a muchos de sus amigos, que habían empezado a llegar a las mismas conclusiones que él. Lo veía como una reivindicación.
Cuando terminó la facultad, Milton empezó a buscar trabajo. Y se encontró con que muy seguido le pedían experiencia previa, aunque no era posible que la tuviera. No sólo eso, también había un límite de edad que hacía muy difícil que mucha gente pudiera tener esa experiencia. Tampoco esos trabajos pagaban como a él le hubiera gustado. Pero decidió que su remuneración iba a crecer a medida que su carrera avanzara.
Poco a poco fue descubriendo el mundo laboral, y el mundo externo a su escuela y su barrio. Se fue integrando a la sociedad. Conoció gente de diversos ámbitos. Y empezó a notar que muchas personas aceptaban situaciones que para él serían impensables. Él se negaría a trabajar en las condiciones que muchos de sus compañeros consideraban normales. Pretendía tener asientos razonablemente cómodos, o que no hicieran mal a la espalda. Le molestaban los controles de disciplina, la rigurosidad, tener que macar tarjeta. Le hacía pensar que no confiaban en él. Pero rápidamente descubrió que eso tenía una razón de ser. Estaba claro que unos cuantos no tenían ganas de estar ahí ni de hacer lo que hacían. Entonces procuraban trabajar lo menos posible, y para eso apelaban a toda clase de argucias.
Se encontró también con que, a pesar de los controles previos, mucha gente no estaba preparada para hacer su trabajo. Esto ocurría en todos los lugares donde trabajaba. Y se daba un fenómeno curioso. En muchos casos, los que sabían trabajar resultaban imprescindibles en su puesto, porque no podían ser reemplazados por los que no sabían nada. Y esa capacidad les impedía crecer en los escalafones. A la hora de promover a alguien, se optaba por aquellos cuya ausencia en el puesto anterior era menos problemática. Y entonces los que sabían debían reportar a los que no sabían.
Observó Milton que esas cosas pasaban muy seguido en distintos ámbitos de la sociedad. La gente, por alguna razón, estaba contenta con sobrevivir. No tenían ambiciones más allá de mantener su lugar, aun si ese lugar implicaba injusticias para ellos y para otros.
Pasaba lo mismo al elegir autoridades. Mayoritariamente se elegía no a los que ofrecían alguna posibilidad de arreglar o mejorar los problemas de la sociedad, sino que una y otra vez eran favorecidos los que prometían que nadie iba a perder nada. Ocurría, incluso, cuando los funcionarios eran notoriamente corruptos. La sociedad en su conjunto prefería no enfrentar sus problemas.
Milton se preguntaba por qué la gente toleraría corrupción en sus gobernantes, y después de un tiempo dio con la respuesta: demasiada gente toleraba corrupción en sí misma. Eran muchísimos los que intentaban sacar ventajas ilegítimas, los que trataban de poner a los demás en posición de poder extorsionarlos, los que no tenían en cuenta a los demás.
La sociedad funcionaba mal. Todos lo sabían, nadie quería hacer nada, porque eran todos adultos y tenían familias que mantener. Lentamente, Milton se fue dando cuenta de que a él no le gustaba esa manera de vivir. Quería que fuera mejor, y sabía que era posible. Era cuestión de convencer a la gente, de hacer el esfuerzo de lograr que vieran que todos podían estar mejor. Había que cambiar la mentalidad de las personas, para poder tener una sociedad mejor.
Milton no quería cambiar el mundo, hasta que el mundo lo cambió a él.

Treinta días trae

Treinta días trae septiembre
con abril, junio y noviembre
con veintiocho sólo hay uno
(es febrero
pero a veces
tiene veintinueve
se calcula cada cuatro años
los años múltiplos de cuatro
pero no todos
los múltiplos de cien no
pero los múltiplos de cuatrocientos sí)
los demás, de treinta y uno.

Ser y tiempo de descuento: introducción a la metafísica del off-side

¿Cómo entender el fútbol desde un punto de vista espiritual? Esta guía para principiantes tiene por objeto introducir al lector en el fascinante mundo de la mística deportiva.

Ya desde los tiempos pitagóricos la trascendencia de la geometría era de importancia suprema. Las hipotenusas más cortas son más largas que los catetos que la circundan. El balón sagrado de Pitágoras nos lleva a la comprensión del deseo secreto, el fin en sí mismo, el ilusorio poliedro.

Einstein nos dice que el tiempo es relativo a la velocidad. ¿Qué se ve al estar parado sobre un balón que avanza mientras gira sobre sí mismo mientras es atraído por un planeta que gira alrededor de sí mismo y de una estrella? ¿Se ve la expectativa del receptor, de los defensores, de las tribunas? ¿O se ve algo totalmente distinto? Nadie lo sabe, pero algunos maestros iluminados postulan que la trascendencia radica exactamente allí.

La lejana soledad tienta y seduce como los cantos de sirena, pero hace desaparecer el sentido para siempre. Retrocederá el tiempo, retrocederá el territorio, el combate cambiará de manos por tiempo indeterminado al flamear en los aires la solferina bandera del Destino.

El Destino final en posición prohibida. Abominable ausencia de visión de futuro. Oh náyades, quién hubiera pensado en aquel inoportuno paso hacia adelante que termina con nuestro otrora prometedor porvenir. Así no se puede.

La Historia está llena de caminos alternativos no transitados, de posibilidades inciertas, de injusticias consumadas, de adelantados incomprendidos en su tiempo. ¡Maldita cercanía que me ha condenado! Cual Ícaro cerca del Sol, me he quemado con las mieles del triunfo y caí humillado al mar.

¿Adónde van los goles anulados? Es un misterioso destino, fuera de toda estadística, al que sólo acceden unos pocos elegidos luego de pasar por pruebas que hasta ahora ningún mortal ha logrado transponer. Su existencia intermitente los hace difíciles de ver de lejos, como púlsares de gol.

Imborrables recuerdos proyectan imágenes indelebles en córneas que luego no sirven para ver otra cosa. Una distancia indetectable para el ojo humano es la diferencia entre el triunfo y la derrota. Valerosos son aquellos que logran traspasarla, esquivando geometría y puntapiés. Veneremos a nuestros héroes del pasado, intentemos ser como ellos sin dejar de ser como nosotros. Llevemos en el fondo de nuestro ser el sentimiento que nace en cada carrera solitaria contra el Universo.

[el título es cortesía de Huinca]