Un país libre y democrático

Había una vez un país democrático y libre. Todos sus habitantes estaban orgullosos de la democracia y la libertad, que habían sido conseguidas por sus antepasados con grandes demostraciones de valentía y patriotismo. Eran conscientes de que su democracia y su libertad no estaban exentas de peligros, y sabían que debían defenderla.
Ese país limitaba con otro país, que tenía democracia y libertad, las cuales habían sido conquistadas en épocas pretéritas gracias a la hidalguía y el coraje de sus héroes históricos, y habían sobrevivido a los escollos de la Historia. No obstante, los habitantes de de ese otro país estaban al tanto de los riesgos a los que se exponía esta forma de vida, y estaban preparados para resguardarla.
El primer país sentía la amenaza de que el segundo país impregnara su cultura con sus ideales foráneos, y eso les hiciera perder su libertad o su democracia. Al mismo tiempo, el segundo país veía el peligro de que el primero impusiera sus formas políticas y ellos se vieran obligados a prescindir de su democracia o de su libertad. Ninguno de los dos países estaba dispuesto a dejar que el otro se metiera en sus asuntos.
[Nota: llamamos a los países “primero” o “segundo” de acuerdo al orden en el que se presentaron en este texto, el cual es alfabético, dado que “primero” viene antes que “segundo” en el diccionario. No obstante, queremos aclarar que no pensamos que ninguno de los dos países fuera superior en alguna u otra manera, ni que ninguno de ellos tuviera ciudadanos de segunda o una forma de gobierno menos válida.]
Ambos países estaban decididos a defender su democracia y su libertad de todas las maneras posibles. Urgido por su ciudadanía, uno de los países mandó agentes para que difundieran las ideas de democracia y libertad en el otro. Allí, donde estos agentes eran llamados subversivos, se decidió contrarrestar la medida reforzando el cuerpo propio de agentes libredemocráticos, que fueron bautizados en su país de destino con el nombre de insurrectos.
Los ciudadanos de los dos países no se tenían simpatía. Entendían que la manera de ser de cada uno de ellos implicaba una cierta soberbia respecto de los otros. Era como si los otros se sintieran superiores. La antipatía, cada tanto, ocasionaba conflictos diplomáticos que, a su vez, alimentaban el uso político de los sentimientos de los ciudadanos de los países. Los presidentes, ambos elegidos democráticamente en elecciones libres, poco a poco fueron eliminando sutilezas en la manera de referirse cada uno a su par. Llegó un tiempo en el que las relaciones entre los presidentes eran por demás hostiles, debido al miedo que cada uno tenía de que el otro le quitara no sólo su puesto, sino la libertad y la democracia que tan caras venderían cada uno de los dos países.
En cada país, los medios partidarios de la versión local de democracia y libertad instaban a enlistarse en el ejército para hacer frente a la atroz invasión que se veía venir. Los medios infiltrados por insurrectos o subversivos, según el caso, se dedicaban a descubrir agujeros en las respectivas democracias y libertades, de modo tal de preparar el terreno para la llegada inevitable de la verdadera democracia y la verdadera libertad, que eran, según su visión, las del otro país.
Finalmente uno de los dos países invadió al otro, con el propósito de liberarlos del yugo en el que se encontraban sometidos, y proporcionarles la libertad y la democracia. El otro país, para contrarrestar esta afrenta, rápidamente envió a su propio ejército, integrado por centinelas de la libertad y la democracia.
En la guerra, ambos países sufrieron una importante cantidad de muertos, que se convirtieron en mártires de la libertad y la democracia y merecieron grandes honores. Uno de los dos países, sin embargo, logró prevalecer en el conflicto y darlo por ganado.
Por suerte, ganó el país correcto. Triunfó la democracia. Triunfó la libertad.