Vacas calientes

El sol pegaba sobre el campo. Las vacas pastaban sin pensar en la posibilidad de estar a la sombra, porque en ese campo no existía tal cosa. Entonces las vacas estaban al sol, que calentaba su cuerpo mientras rumiaban.
Las vi de lejos poco después de levantarme. Siempre había mantenido una distancia prudencial con ellas. Tenía miedo de que fueran agresivas. En realidad era miedo a lo desconocido. Alguien criado en la ciudad, como yo, no estaba acostumbrado a tratar con vacas. No sabía si eran peligrosas, si me podían pegar patadas o algo. Yo prefería las vacas ya procesadas.
Sin embargo, ese día me tenía que animar. Don Lucho se había ausentado y me había pedido que las ordeñara al amanecer. Pero me había quedado dormido, era como la una de la tarde cuando agarré el balde y fui hacia las vacas. Pero bueno, mejor tarde que nunca.
Cuando llegué al corral se acercó mansamente una vaca. Me miró y luego me ofreció su ubre. “Esto es fácil”, me dije, y me senté en el banquito que había llevado. Comencé a ordeñar según el procedimiento que tenía más o menos aprendido.
Cuando llené el balde, quise agradecer a la vaca con una palmada, de modo que supiera que su misión estaba cumplida. Pero no conté con el sol. La temperatura de la vaca era tan alta que me quemé la mano. Salí corriendo hasta el bebedero, donde la sumergí desesperadamente y la mantuve así durante unos minutos, hasta que pasó un poco el dolor.
Seguidamente agarré el banquito y el balde y volví para el casco de la estancia. Ahora ya no cometo más el error. Cuando ordeño, siempre uso guantes. Pero la quemadura me creó un hábito asociativo, y cada vez que veo leche, me acuerdo del dolor y me largo a llorar.