Volver al origen

Encontré un grupo en Facebook titulado “Nacidos en el Sanatorio Otamendi en agosto de 1980”. Como era una condición que compartía, entré. Y me puse a participar en la charlas que se daban entre los distintos miembros.
No conocía a nadie. Tampoco parecíamos tener demasiado en común. Pero había un vínculo. Algo me llevaba a estar ahí, a pasar tiempo en esos foros con esa gente que no había visto en casi toda mi vida. A los demás les pasaba lo mismo.
Surgió rápidamente la idea de hacer una reunión. Juntarnos a tomar algo, a conocernos personalmente, a reencontrarnos después de más de treinta años. No íbamos a tener anécdotas para compartir de nuestro tiempo juntos, porque ninguno se acordaba, pero no era importante. Queríamos compartir el presente.
No era cuestión de comparar dónde estaba cada uno en ese momento. Era generar un vínculo que no habíamos creado en el sanatorio, a pesar de que habíamos compartido momentos decisivos para nuestras vidas. Pero, claro, en esa época no sabíamos que existía la posibilidad de relacionarse con la gente. Ni siquiera sabíamos que éramos personas diferentes de nuestras respectivas madres.
Así que nos juntamos un sábado a la tarde. Era raro. Teníamos más o menos la misma edad. Cada uno llevó su partida de nacimiento para comprobar que era verdad que todos pertenecíamos al mismo selecto grupo. Descubrimos que todos nuestros números de documento eran correlativos.
Fuera de eso, no nos reconocíamos, ni teníamos códigos en común. Pero nos entendimos bien. Compartíamos un origen, con eso nos bastaba.
Juntos tratamos de hacer memoria, a ver si nos podíamos acordar de aquellos momentos primordiales. No había caso. Algunos teníamos cierta imagen, debido a hermanos menores nacidos en el mismo lugar. Pero no era igual.
Se nos ocurrió que los que debían acordarse eran los del sanatorio. Seguramente quedaba alguien todavía de aquella época. Inmediatamente salimos para Azcuénaga y Paraguay. Estábamos volviendo al punto de origen de cada uno de nosotros. Y aunque todos habíamos pasado desde entonces por ahí, era la primera vez que íbamos todos juntos.
Una vez adentro, sentimos que algo nos llamaba. Nos preguntamos si todos sentíamos lo mismo, y efectivamente ocurría. No hubo necesidad de que alguien tomara la delantera. Fuimos todos hacia el mismo lado. Una misteriosa fuerza nos atraía.
Pasamos varias puertas, y aparecimos en la maternidad. Pero la fuerza nos seguía atrayendo. Seguimos de largo, a pesar de que cualquier habitación podía ser la que en aquel agosto nosotros ocupamos junto a nuestras madres, padres y las primeras visitas. Esas puertas adornadas con moños celestes y rosas no eran lo que nos atraía. Había otra puerta, más al fondo, que se bamboleaba hacia atrás y adelante.
Era la sala de partos. Fuimos hacia ahí, decididos a ver de nuevo el primer lugar que habíamos visto. Era el momento de hacerle llegar nuestro respeto. Fuimos cada vez más rápido.
En el momento que atravesamos la puerta, se produjo un apagón. Nos vimos en la más absoluta oscuridad. Se oían algunas voces, no sabíamos si cercanas o lejanas porque hablaban bajo. No había ninguna luz de emergencia, nada que nos permitiera ver dónde nos encontrábamos y si estábamos por toparnos con algún obstáculo. Todos nos quedamos quietos. A lo lejos, sentimos el llanto de un bebé que, al contrario de nosotros en aquel mismo sitio, todavía no había podido ver la luz.
Teníamos que ayudarlo. Pensamos que eso era lo que nos había llevado hacia ahí. Seguimos el llanto del bebé hasta que dimos con él, o ella, y delicadamente, sin ver nada, lo sostuvimos en nuestras manos (lo agarré yo porque suelo lavármelas muy seguido). Nadie pareció sospechar. Cuando lo tuve en mi poder, dije un discreto “vamos”, y todos dimos media vuelta hacia la puerta.
El bebé se portaba bien. No protestaba. Tal vez sentía el mismo vínculo que nosotros. También compartíamos el origen. Lo llevamos delicadamente hasta la puerta, cuidando de no tropezarnos con nada. De pronto, un rayo de luz invadió el ámbito oscuro. Todos nos tapamos los ojos. Era muy brillante. Segundos después vimos que era la puerta, que el primero de nosotros mantenía abierta para que saliéramos.
Llegamos al hall, donde comprobamos que el bebé era una nena. Le mostramos el Otamendi, y de paso lo recorrimos nosotros también. Para nosotros fue un reencuentro, para ella un encuentro. Cando terminamos la vuelta la llevamos de nuevo a la sala de partos. Esta vez estaba iluminada. La madre estaba preguntando por su hija. Se la entregamos diciéndole “listo, ya vio la luz”.