Concha tomada

Un caracol tenía ganas de salir un rato. Dejó su caparazón atrás de un tronco caído y se dedicó a andar por los alrededores. Tomó sol, disfrutó del aire fresco y se sintió liviano por un rato. Arrastrar el caparazón era una carga que, aunque útil, le significaba un peso del que era agradable liberarse.
Cuando se hacía de noche, el caracol volvió a buscar su caparazón. Grande fue su sorpresa al descubrir que estaba siendo ocupado por una babosa. El caracol estiró las antenas en señal de protesta, pero la babosa hizo caso omiso a la objeción.
Esa noche, el caracol estuvo a la intemperie. Trató de refugiarse en el tronco, pero no tenía la comodidad de su caparazón. El caracol maldijo el momento en el que se le había ocurrido sacárselo. Decidió quedarse cerca y vigilar a la babosa que ocupaba su hogar. Por suerte, con el peso extra le iba a ser muy difícil tomar velocidad.
La babosa, en tanto, no dejaba de sorprenderse por las comodidades del caparazón que se había encontrado. Pensó que era un descubrimiento muy fortuito, casi se convenció de que algo o alguien lo había dejado ahí para él. Cuando estuvo cerca de desarrollar el concepto de determinismo místico, se asustó ante la inmensidad de lo que no comprendía, y escondió todo su cuerpo en el caparazón. De esta manera volvió a sorprenderse. Empezaba a considerarlo su hogar.
El caracol no sólo lo consideraba su hogar, sino parte de su cuerpo. Sentía la ausencia del caparazón, y también la sombra de su presencia. Cuando al caracol le picaba el caparazón no sabía qué hacer. Podía ir hasta donde estaba la babosa y rascarlo, pero se arriesgaba a espantarla y que se fuera con su propiedad. Entonces se quedaba con la picazón. Trataba de solucionarlo pensando en otra cosa.
Mientras vigilaba atentamente los movimientos de la babosa, el caracol trataba de urdir un plan para recuperar su vivienda. ¿Cómo podía hacer que la babosa cometiera el mismo error que él? Dio con una respuesta: hacerla pasar por debajo de una rama que no permitiera el paso del caparazón. Al ser ajeno a la babosa, se deslizaría y lo dejaría libre. Pero, ¿cómo hacerla por un lugar determinado? Era una solución simple, pero impráctica.
Luego de pensar durante un buen rato, el caracol tuvo otra idea. Si se subía al tronco y se tiraba sobre el caparazón, tal vez el ruido de la caída podría espantar a la babosa. El caracol dedicó las siguientes horas a subir al tronco, sin reparar en que se avecinaba una gran tormenta.
La babosa se refugió de la lluvia en el caparazón. Cada trueno le daba un miedo más profundo. Temía a la inmensidad que estaba al acecho. En eso, una ráfaga de viento hizo caer del tronco al caracol. Cayó todo mojado justo delante de la babosa.
La babosa, al verlo, lo tomó como un presagio de su futuro y abandonó el caparazón. Lentamente el caracol se recompuso y fue a ocupar su hogar. Pero cuando logró encajarse se dio cuenta de que estaba todo babeado. Algo había sucedido durante la ocupación de la babosa. Ya no era el mismo caparazón de antes. Y el caracol tampoco.
El caracol, entonces, estiró su antena derecha, golpeó el hombro de la babosa que se alejaba y la invitó a compartir su hogar. La babosa, encantada, expresó su alegría con un aullido inaudible y se quedó a acompañar al caracol.
El caracol y la babosa empezaron a vivir juntos. Se turnaban en el uso y el aseo del caparazón. El caracol le enseñó los secretos que había aprendido durante su vida para aprovechar mejor el caparazón, y la babosa lo aconsejó sobre la supervivencia fuera de él. Cuando llovía, el que estaba con el caparazón se subía al que estaba libre para protegerlo. Se volvieron inseparables.
La babosa, más aventurera, empujó al caracol a salir a conocer los alrededores y compartió con él los pareceres místicos que había descubierto gracias al caparazón. El caracol era más sedentario pero estuvo dispuesto a acompañar a la babosa. Cuando advertía algún peligro, el caracol se salía del caparazón y se acercaba para prevenir a la babosa, que siempre agradecía el gesto.
Juntos, el caracol y la babosa se lanzaron a explorar el mundo.