Responsabilidad histórica

Todos somos diferentes. Todos tenemos nuestras particularidades. Características que nos diferencian de los demás, que forman los ingredientes de nuestra identidad. Durante la vida, nos dedicamos a ejercer esas diferencias, sin poner necesariamente énfasis en ellas. Los demás, por su parte, hacen lo que hacen ellos. Algunas de esas cosas son similares a las que hacemos nosotros.

¿Qué costumbres son más típicas de las personas de nuestro lugar en nuestra época? ¿Las propias o las de otros? Hay distintos consensos en cuanto a costumbres, dietas o actividades. Y hay gente que se sale de los consensos. Estamos en nuestro derecho.

Pero en cierto modo es irresponsable. Estamos, sí, siendo fieles a nosotros mismos, haciendo lo que queremos hacer, sin hacer daño a nadie. Pero, ¿qué pasará con los arqueólogos que nos encuentren?

Podría ser por algún cataclismo, o por meras coincidencias de la posteridad. Los arqueólogos encuentran nuestro cuerpo, o nuestra casa, y piensan que lo que hacemos es típico de nuestro lugar y tiempo. Es lo único que pueden asumir. Y resulta que éramos gente particular, que hacía cosas que los demás no.

La única manera en la que podríamos evitar esa confusión es actuar en forma concertada con los demás, y hacer todos más o menos lo mismo. Perderíamos la sinceridad con nosotros mismos, pero seríamos más sinceros ante la posteridad.

El paraguas compañero

El paraguas recorre el mundo conmigo. No lo llevo siempre, sólo cuando veo el peligro de que llueva. Es mi guardaespaldas. Viene conmigo a todas partes, y normalmente lo único que hace es acompañarme. A menos que se manifieste la razón de su presencia, sólo está ahí, y pasea conmigo.

No necesariamente quiero llevarlo. Pero con el tiempo le he tomado cariño. Es un paraguas de mujer. Lo llevo colgado en la espalda, y he decidido que mi hombría no se ve amenazada por eso. Al contrario: libera mis manos para poder hacer otras cosas. Es un arma que llevo oculta, a veces olvidada, en la espalda, como las flechas de Guillermo Tell.

Cuando es necesario, me protege. Para eso está. Lucha contra la lluvia y el viento para que yo permanezca ileso. No siempre es posible. Yo tengo que cooperar, tratarlo bien, y él se abre para que mi vida sea mejor.

Siempre está listo para actuar ante el menor acecho. Cuando lo necesito actúa, y su presencia es bienvenida. Tanto que a veces lo mantengo abierto cuando paró de llover. Nos complementamos tanto que no me doy cuenta, y ando por ahí con el paraguas abierto, sin percatarme de los murmullos de los transeúntes. No me importa lo que digan. Siento gratitud de que el paraguas esté ahí para mí, y no me molesta darle el gusto, cada tanto, de ver el sol.

Deportes olímpicos

Deportes de arrojar cosas

Objetos varios

  • Tirar jabalina
  • Tirar martillo
  • Tirar bala de cañón
  • Tirar disco
  • Pasarse pluma con raqueta
  • Tirar flechas
  • Tirar tiros

Pelotas

  • Pasarla con una raqueta
  • Pasarla sin que toque el piso
  • Pasarla sobre una mesa
  • Embocarla en un aro
  • Embocarla con los pies
  • Embocarla muy lejos con un palo
  • Embocar con un palo en equipo
  • Pegarle y correr antes de que pique
  • Embocarla con las manos
  • Embocarla nadando

Deportes de llegar primero

Sin aparatos

  • Correr
  • Correr con obstáculos
  • Caminar rápido
  • Correr un montón
  • Nadar

Con aparatos

  • Andar en barquitos con vela
  • Andar en botes
  • Andar en botes chiquitos
  • Andar en bicicleta
  • Andar en tabla sobre el agua

Deportes de mostrar qué se puede hacer

  • Gimnasia
  • Tirarse al agua
  • Lograr que un caballo haga ejercicios
  • Levantar peso
  • Hacer cinco cosas distintas, una después de la otra
  • Nadar igual que el otro
  • Saltar para adelante
  • Saltar para arriba

Deportes de pelearse con otro

  • Pegarse con guantes
  • Pegarse con todo el cuerpo
  • Pelearse con espaditas
  • Pelearse como griegos
  • Pelearse como japoneses

Literatura de vida

Leonardo quería escribir un cuento autobiográfico, porque pensaba que las mejores historias provenían de hechos reales. Era uno de los factores por los que elegía las películas que miraba. Indagó entonces en los episodios de su vida, y descubrió con desagrado que, a su juicio, no le había ocurrido nada que resultara suficientemente interesante como para un cuento.

Decidió entonces escribir ficción. Lo hizo un poco decepcionado, pero con un plan. Quería que a través de su escritura de ficción se le abrieran puertas para tener nuevas experiencias, que a su vez podría volcar, si tenía suerte, en algún cuento autobiográfico. De esta manera podría, por fin, escribir sobre sí mismo, que era lo que sentía que mejor estaba preparado para hacer.

Y así fue. Su literatura fue aclamada por su gran imaginación. Tenía ocurrencias que superaba a las que los lectores suponían que iba a tener, incluso aquellos lectores sagaces que ya tenían experiencia con sus escritos. La imaginación de Leonardo era prodigiosa. Siempre hallaba nuevos caminos para explorar, y tenía un talento extraordinario para saber cuáles eran los que podían conducir a una historia interesante.

Durante muchos años escribió sus ficciones. Recorrió el mundo gracias a ellas. Recibió premios en muchos países, dio conferencias en muchos más. Todos querían conocerlo, y él se daba el lujo de conocer a todas las personas que tuviera ganas. Lo invitaban a universidades, simposios, congresos, legislaturas. Todo foro que se respetara a sí mismo quería contar con Leonardo. Las editoriales se lo disputaban, y peleaban por ser cuál le pagaba más. Las aerolíneas también se lo disputaban, y le ofrecían pasajes gratuitos para que viajara con ellas. Lo mismo hacían todos los comerciantes a los que él pretendía comprarles algo.

Estos episodios alimentaron su literatura, porque ampliaron los confines de su imaginación. Los viajes le hacían ver nuevas posibilidades, y él continuaba ahondando en lo que podía ser escrito, que era mucho más que lo que podía existir en la realidad, porque la realidad estaba confinada a lo posible.

Luego de varias décadas, su editor le ofreció escribir sus memorias. Por fin alguien le requería escribir sobre sí mismo. Pero a Leonardo ya no le interesaba. Su vida, aunque mucho más rica que en sus comienzos, no lo era suficiente. La ficción había superado a la realidad.

Matemáticas inexactas

La matemática es la única ciencia exacta. Si nos ponemos estrictos, podríamos decir que es la única ciencia. Es la única actividad que es capaz de demostrar un postulado sin lugar a dudas. En la ciencia no hay demostraciones. Hay corroboraciones de teorías, que funcionan hasta que se encuentra la falla. Normalmente la falla se encuentra cuando la teoría se aplica en un nivel de resolución que no era posible cuando fue formulada. Así, las teorías van evolucionando y haciéndose cada vez más robustas. Pero siempre pueden resultar falsas porque otra teoría explica mejor los hechos.

En la matemática esto no ocurre. Una demostración matemática es para siempre. Nunca se encontrará un contraejemplo del teorema de Pitágoras, porque el rigor de la lógica matemática pura acaba con esa posibilidad. Es su trabajo hacerlo. Si algo es verdadero, no se demostrará falso, y viceversa.

Se genera así la única ciencia con bases sólidas. A partir de lo ya demostrado, se puede demostrar más, y se puede construir una obra que nunca podrá ser destruida. Una parte tiene aplicaciones prácticas, pero eso no es problema de la matemática sino de aquellos que tienen el fastidioso trabajo de lidiar con cosas concretas.

La matemática está más allá de lo concreto. Existe aunque no existamos. Sus leyes no se inventan, sino que se descubren, y para hacerlo sólo hace falta el pensamiento. La matemática existe, existió siempre, y rige el universo. El universo es una de sus aplicaciones prácticas.

De hecho, la ciencia matemática en sí misma es también una aplicación. La matemática en estado más puro es totalmente abstracta, incorpórea, como Dios. La ciencia que se llama “matemática” intenta hacer el retrato más fiel posible de esa matemática omnipresente que trasciende a la dimensión física.

Personas muy talentosas han logrado avances escalofriantes en la demostración de postulados y teoremas de todo tipo. Pero justamente ése es el punto débil. La matemática es infalible, pero las personas no. Y no existe ninguna garantía de que las demostraciones que se aceptan como tales estén realmente bien.

Es posible que existan errores lógicos que las personas no llegan a comprender, y que invalidan los pasos seguidos para las demostraciones. Pero también es posible que haya errores muy sutiles que nadie ha visto. Errores capaces de tumbar grandes áreas de la ciencia matemática, que asumen verdadero lo que tal vez sea falso.

Esta posibilidad es particularmente posible en las demostraciones complicadas, de áreas esotéricas de la matemática. Los sistemas de revisión pueden ser muy sólidos, pero de cualquier manera se basan en que personas (o máquinas construidas por personas) no encuentren ningún error. Y las personas son falibles. Son ellas las que igualan a la matemática con las otras ciencias. Las que permiten que haya errores por descubrir y teorías por refinar.

La matemática no es una ciencia exacta: es la ciencia de lo exacto.

El trabajo de los duendes

No es que creía en Papá Noel. Más bien nunca había puesto en duda la información que me había llegado. Quiero pensar que si, aun a esas tempranas edades, me hubiera abierto a la posibilidad de que ese personaje podía ser verdadero o falso, mi postura habría sido la de la falsedad. Pero no fue así: crecí con ese concepto. Era una de las cosas que iba aprendiendo en la vida: el tenedor va a la izquierda, hay que esperar un par de horas para nadar después de comer, cuando tiene el techito plano es un cinco, un señor con renos reparte regalos todas las navidades.

Tampoco había pensado mucho en los desafíos logísticos y comerciales involucrados. No me preguntaba de dónde sacaba este buen señor los regalos, ni cómo hacía para repartirlos a todos los niños del mundo, ni cómo podía diferenciar a los que nos portábamos bien de los otros. Estaba contento con recibir mi regalo anual, el resto escapaba a mi análisis. Pero sé que tarde o temprano me habría hecho todas esas preguntas.

Un día vi la película “Santa Claus”, con Dudley Moore. Es acerca de un duende que trabaja en el taller de Papá Noel, y que por alguna razón tiene una aventura en una ciudad. No me interesó la trama: lo que me atrajo fue toda la primera parte, que funcionaba como un documental de detrás de la escena de la organización santaclausiana. Si la película toda hubiera tenido ese tono de documental, me habría encantado.

Se contestaba allí una de las preguntas que no me había hecho: un plantel de duendes fabricaba los juguetes que Papá Noel repartía. Era un concepto interesante, porque la fabricación propia permitía personalizar los regalos. A cada chico le podía corresponder algo específico a su deseo. Eso es lo que una persona que ama tan profundamente a los chicos haría. No los despacharía con cualquier cosa. Papá Noel (o su staff) podía leer las cartas que le llegaban, determinar si el remitente era merecedor de lo que pedía, y mandarlo a hacer.

Mis deseos solían ser juguetes que se anunciaban por televisión. Claramente, la existencia del taller de Papá Noel no era buena para los fabricantes, porque los juguetes que regalaba no eran comprados a ellos, sino pirateados. Fui consciente de que cada regalo de Papá Noel era una venta menos para los jugueteros. Me daba lástima, pero no era mi problema. Eran las reglas del juego.

Esa navidad, Papá Noel me trajo lo que quería: un pequeño robot que salía por TV. Me llamó la atención el nivel de detalle de los duendes: el robot era tal como salía en la tele. Incluso se habían ocupado de replicar el envase. El taller en la película parecía más de carpintería, pero evidentemente trabajaban también el plástico y el packaging. Supuse que tenían emisarios que compraban ejemplares de los juguetes a copiar y los llevaban al polo norte, donde un equipo de diseñadores y artesanos se ocupaba de reproducirlos, con gran amor por los niños y los detalles.

Mi admiración hacia el equipo de duendes continuó intacta y sin ser puesta a prueba, al igual que la existencia de Papá Noel, durante un par de años. A los siete alguien me sopló que esa suposición era falsa: no había tal Papá Noel, sino que los padres de cada uno se ocupaban de simular esa existencia.

La nueva teoría explicaba muchas cosas. Primero, por qué Papá Noel creía necesario que nadie lo viera. También las preguntas que me surgieron al habilitarse esa otra posibilidad, sobre logística. Del mismo modo, implicaba que el taller de duendes no existía, y que esos juguetes, al final, eran comprados en jugueterías nomás. Esto, a su vez, explicaba por fin la paradójica proliferación de comerciales de juguetes que ya había notado en las épocas de Navidad.

La evidencia me convenció de que la explicación más razonable era la de que Papá Noel, al igual que las otras figuras que seguían el mismo modus operandi, no existía. Fue bueno enterarme, porque mi concepción del mundo se hizo más coherente. Aunque todavía, cuando veo un juguete complejo, una parte de mí se pregunta si los duendes podrán replicarlo.

Requisitos para la contraseña

  1. La contraseña deberá tener al menos una letra mayúscula, una minúscula, un número, un signo de puntuación, una letra griega, un carácter gráfico ASCII y un símbolo planetario.
  2. No deberá contener ningún dato suyo, como su nombre, domicilio, teléfono o número de documento.
  3. No podrá contener números correlativos, ni números deletreados, ni números romanos.
  4. No podrá usar palabras comunes que estén contenidas en el diccionario del sistema, que se actualiza periódicamente.
  5. Deberá constar de entre doce y dieciocho caracteres.
  6. No utilice números ni nombres que sean significativos para usted.
  7. Asegúrese de que nada permita memorizar su contraseña.
  8. Bajo ninguna circunstancia anote su contraseña.
  9. Por razones de seguridad, cada 19 días él sistema le exigirá cambiar la contraseña.
  10. La nueva contraseña no deberá haber sido usada antes.
  11. La nueva contraseña deberá tener al menos la mitad de los caracteres distintos que la anterior.
  12. Utilice una contraseña distinta en cada sistema que la requiera. Aplique las mismas reglas en cada una.

La salida del bigote

Sergio quería que los que lo vieran percibieran que tenía personalidad, entonces decidió cultivar un bigote. Dejó de afeitarse esa zona y, de a poco, el bigote fue creciendo. Era la primera vez que Sergio dejaba que le creciera un bigote. Por más esfuerzos que hiciera, no se podía imaginar cómo quedaría su cara una vez que estuviera bien crecido.

Los primeros días fueron los más difíciles. El bigote se insinuaba, pero no se terminaba de formar. Su cara no parecía la de alguien que dominara su vello, sino la de una persona que no sabía afeitarse. Pero Sergio tuvo paciencia. Sabía que era cuestión de días, y así fue. Con el correr de las semanas su embrión de bigote fue tomando forma.

Todavía no estaba crecido del todo. Sergio, sin embargo, supo que tenía que ser él quien controlara qué forma tomaba el bigote. Quería que reflejara su personalidad, no que creciera como le daba la gana. Y sabía exactamente qué deseaba: un bigote estilo francés, como el que usaba Carlos Pellegrini.

Aprendió la técnica acerca de dónde debía afeitarse y cómo debía tratarlo una vez crecido. A medida que el bigote se formaba, Sergio podía acomodarlo. Sergio y el bigote se iban conociendo, y sus esfuerzos se combinaron para lograr un bigote bien desarrollado, que llamaba la atención de quienes lo veían.

Sergio era otra persona. Estaba muy contento con su bigote. Todas las mañanas lo lavaba y peinaba con dedicación. Luego lo lucía orgulloso. El bigote era una parte de él que había brotado y le daba a su cara una expresión distinta.

Una mañana, Sergio despertó y fue a retocar su bigote en el espejo. Pero cuando llegó, el bigote no estaba más. No entendía qué estaba pasado, y volvió confundido a la cama. Allí lo encontró: no sobre la cama, sino apoyado sobre la pared. No estaba caído, sino que se apoyaba con sus vértices, como si fueran patas.

Extrañado, fue a agarrarlo para ver cómo podía hacer para volverlo a pegar a la cara. Pero cuando se acercó, el bigote se corrió. Intentó una vez más, y se volvió a correr. La siguiente vez Sergio fue con mucho cuidado, usando las dos manos para que no se le volviera a escapar. Y el bigote, en lugar de dejarse atrapar, salió volando. Batía sus lados como una gaviota, y se fue por la ventana.

Ya bien crecido, liberado de su cara de origen, el bigote se dedicó a recorrer la ciudad. Su vuelo no llamaba la atención de los transeúntes porque nadie se detenía a ver que no se trataba de un pájaro. Entonces podía escabullirse y aparecer en lugares inesperados.

Empezó a posarse en rostros que carecían de bigote. Las personas que adoptaba no siempre se daban cuenta, pero quienes estaban alrededor sí, y lo señalaban. Para cuando la persona se miraba en el espejo, sin embargo, el bigote ya había vuelto a partir.

En algunos casos, no se posaba sobre un espacio vacío, sino que se relacionaba con otro bigote. Invariablemente, conseguía que se fuera con él. Pronto, bandadas de bigotes volaban por la ciudad. Se podía ver un gran bigote en el aire, pero si se lo miraba con atención, se trataba de muchos bigotes individuales en formación.

Las bandadas eran cada vez más, porque muchos de los que perdían sus bigotes generaban nuevos, que tarde o temprano emprendían vuelo. Sergio crió como cuatro, pero no pudo quedarse con ninguno.

Lo mismo ocurrió con todos los hombres. Ya no se dejaron crecer los bigotes, porque de cualquier manera no iban a durar. Pero no los perdieron. Los bigotes a veces aparecían, incluso volvían a sus antiguos dueños, que en ocasiones se encontraban bigotados. La gente los señalaba, y las abuelas les decían a sus nietos: “mirá el bigote. Trae suerte”.

Cómo pienso que pienso

Quiero pensar que pienso, y para pensar que pienso, pienso cosas que parecen pensadas. Cuando pienso esas cosas, que no necesariamente están bien pensadas, pienso, y pienso que pienso. Y como pienso que pienso, no necesito pensar nada más. Me conformo con pensar eso, porque no estoy muy seguro de poder pensar todo lo que es necesario pensar.

A veces dejo que los demás piensen por mí, y pienso lo que piensan los demás. Puedo transformar su pensamiento en el mío, y lo puedo procesar, para pensar lo mismo pero de otra manera. De este modo no tengo que elaborar lo que pienso. Lo dejo en manos de profesionales, que saben lo que piensan, y tengo un pensamiento listo para usar, mucho mejor que el que podría pensar yo solo.

Cuando pienso que pienso esas cosas, en el fondo sé que no soy el que las piensa. Sin embargo, en ese momento las estoy pensando. Que no haya sido el primero en pensar algo no significa que no lo pueda pensar. Tal vez no pueda desarrollarlo desde otro pensamiento, y necesite tomarlo de alguna usina existente. Pero todos tomamos pensamientos de los demás. O eso es lo que pienso. En principio no tiene nada de malo.

El problema está cuando viene alguien y trata de que piense algo a partir de lo que le digo que pienso, que es lo que pienso que pienso, y por lo tanto lo que pienso. Me enoja cuando ocurre eso, porque siento que no tengo tanta responsabilidad por lo que pienso. No soy el que desarrolló ese pensamiento. Simplemente lo pienso. Y si alguien quiere discutirlo, es preferible que vaya a la fuente. No conmigo, porque no tengo todos los elementos. Qué sé yo, tal vez tengan razón los que piensan otra cosa. Pero no lo sé. Cuando mi pensamiento entra en conflicto con otro pensamiento, no sé qué pensar. Y pienso que lo mejor es no pensar.

Las monedas que faltan

Cuando se experimenta escasez de monedas, cada uno hace lo que puede por conseguirlas. En el supermercado de mi barrio, como cuando no tienen monedas tienen que redondear el cambio para arriba, esa falta implica una pérdida concreta. Por lo tanto, durante el último período de escasez tuvieron que ponerse creativos para obtenerlas.

Una de las medidas que tomaron fue ofrecer un descuento a quien pagara con ellas. Se colocó un cartel en cada caja que decía: “si paga la totalidad de su compra con monedas, le hacemos un descuento del 10%”. Ese 10%, calcularon, era menos que lo que se perdía por redondeo, y estimularía a la clientela a solucionar el problema.

Pocos clientes consideraron la oferta. La escasez de monedas era un problema para ellos también. Conseguir suficientes monedas como para pagar toda una compra de supermercado era un desafío que no estaban dispuestos a encarar. Todos pagaban con billetes o tarjeta de crédito. El letrero con la oferta continuaba ahí como parte del paisaje.

Hasta que un día llegó un cliente que aceptó el reto. Entró con una bolsa llena de monedas, eligió productos y se acercó a la caja, donde anunció que estaba preparado para abonar la totalidad de la compra con monedas. Y no eran todas monedas de la misma denominación, sino de todas las existentes. Un verdadero botín que podría alimentar las necesidades del supermercado durante semanas.

Al pagar la totalidad de la compra con monedas, se hizo acreedor al 10% de descuento. De manera la cuenta se detuvo cuando llegó al 90% del total. Sin embargo, la cajera hizo notar que si pagaba el 90% no estaba pagando la totalidad de la compra. Entonces el cliente decidió contar el 10% restante, para lograr el descuento.

Cuando llegó a contar todo, la cajera le dio la diferencia. Pero al dársela, no estaba pagando la totalidad de la compra, por lo tanto no tenía derecho al descuento. Exigió la devolución del reintegro. El dinero volvió a cambiar de manos, y en ese momento el cliente volvió a ser beneficiario de la promoción, por lo que la cajera le volvió a entregar la cantidad descontada, momento en el cual la posesión de ese dinero por parte del cliente resultaba ilegítima.

La situación continuó durante un tiempo largo. El dinero pasaba del cliente a la cajera, y de la cajera al cliente, y en cada cambio de dueño le correspondía a la persona opuesta. Los clientes que esperaban en la cola se pasaron a las otras porque vieron que la disputa iba para larga.

El intercambio continuo siguió hasta que fue la hora de cierre del supermercado. El encargado, que al principio se divirtió con la situación, se acercó a la caja para poder cerrar tranquilo. Pero ni el cliente ni la cajera estaban dispuestos a ceder. Las reglas eran muy claras, y por más paradójicas que resultaran, debían ser respetadas.

En ese momento, el encargado tuvo la revelación que no había tenido durante todo el día. La siguiente vez que el dinero estuvo en manos del cliente, le pidió que se lo entregara a la cajera. E instruyó a la cajera para que le diera el vuelto en billetes. De esta manera la disputa fue resuelta, todos estuvieron contentos y se fueron a sus casas con la satisfacción de haber cumplido todas las normas.