La presencia del moco

Está muy claro que está. A pesar de que al tacto no parece, puedo sentirlo. Tengo otro tacto en la nariz que me dice lo contrario de lo que los dedos pueden sentir. Y la nariz juega de local. Sabe lo que pasa por ella: es un paso. Si algo se atasca, se da cuenta y me pasa la información. Pero la nariz no tiene tantos elementos para decirme dónde está el atasco. Las tareas de precisión se las deja a los dedos, que para eso están y tienen el tamaño justo.
La interacción entre los dedos y las paredes de la nariz suele dar resultado. Siempre queda como nueva, y se puede rescatar un premio sustancial. Esta vez, sin embargo, no es así. El material retirado es respetable, pero queda la frustración de que hay más. Los dedos buscan, recorren ambas concavidades, palpan, se fijan si hay algún rincón que no habían revisado antes. No encuentran nada, y vuelven a salir a la luz con la frustración del fracaso.
Pensar que hay gente que puede deducir la presencia de planetas desconocidos, y encontrarlos mediante fórmulas matemáticas. Y yo no puedo encontrar un moco que tengo clavado en mi propia nariz. Me siento en la retaguardia de la humanidad. Sigo mi vida acompañado, moco y yo, hasta el momento en el que se dé a conocer.
Mientras tanto, la exploración continúa. Nunca termina. A veces se encuentran mocos nuevos, tal vez desprendimientos, hijos del moco elusivo. Hay angustia, porque el moco está. Existe el peligro de que sea absorbido en una respiración profunda durante la noche. Y si eso pasa, nunca saldrá, o saldrá pero no será identificado. Quedará la presencia del moco, aun en ausencia, recordándome que no pude con él.
Pero me queda la esperanza de que un día de éstos se produzca el momento que estoy esperando. El rescate. El moco asomará la cabeza, estará a mi alcance. Mis dedos lo agarrarán, se aferrarán a él y lo retirarán con cuidado. Ahí lo podré ver, y expresarle, al final del combate, que fue un digno oponente.

Medio dormido

Estoy medio dormido. Más exactamente, estoy dormido en un 45%. Mi cuerpo se va durmiendo de a poco. No puedo sentir el brazo izquierdo, ni la pierna derecha. Pero sí siento el muslo derecho. El estómago hace tiempo que no da noticias, lo mismo que los tres dedos de menos uso de ambas manos.
Estoy lúcido, pero me doy cuenta de que mi creatividad duerme. Lo mismo pasa con parte de mi capacidad analítica. No puedo dividir por dos dígitos. Tengo una canción atascada como fondo de mis pensamientos, y por más que trato no puedo sacarla.
También se me durmió una axila, junto a la cuerda vocal izquierda y el arco del pie izquierdo. Lo siento como si tuviera pie plano, además de dormido. Con la mano izquierda pasa algo parecido, me da dificultad cerrarla, y noto como si tuviera mano plana, que no sabía que se podía tener.
Las nalgas están cada vez más dormidas, y es porque estoy sentado sobre ellas. Pero no puedo pararme sin despertar a la pierna derecha, ni al talón izquierdo. Es una carrera contrarreloj hacia la cama. Quiero llegar hasta ahí antes de dormirme completamente.
Trato de mantenerme mínimamente despierto, en piloto, como para desarrollar una estrategia. Me arrastro, de a poco, hacia la cama. Pero fracaso. La pierna derecha se despierta. El talón no, nunca se entera. Pero la pierna sí, y queda despabilada. La puedo usar para treparme a la cama. Me acuesto, con alrededor de la mitad del trabajo de dormirme cumplido.
Mientras me duermo, me pregunto cuándo voy a darme cuenta de que estoy durmiendo. Me contesto que, primero, darme cuenta va contra la definición de dormir, y segundo que estar atento es contraproducente. Sé que debo relajarme, y practico algunos de los ejercicios de yoga que siempre hago. Pero esta vez la pierna derecha no obedece. Está como loca. Salta, patea, deshace las sábanas. Me concentro en dominar a la pierna, y al hacerlo dejo de prestar atención a cuándo me voy a dormir. Entonces me duermo, todo menos la pierna. Y quedo toda la noche pataleando, haciendo ejercicios físicos mientras duermo.
El único problema es que después la pierna queda exhausta, y duerme todo el día.

Cuatro ojos

Los compañeros de escuela de Franco eran amigos de llamar a la gente por sus características más salientes y por eso lo apodaban “cuatro ojos”. Franco no daba bola pero eso no impedía que continuara la aplicación del apodo, cuyos proponentes consideraban muy ingenioso.
Un día el oculista le recetó anteojos, y cuando Franco apareció en la escuela usándolos sus compañeros se rieron y empezaron a apodarlo “seis ojos”.
Cuando Franco empezó a usar lentes de contacto en los ojos que no llevaban anteojos supuso que le iban a empezar a decir “ocho ojos”, pero sus compañeros no se dieron cuenta (los compañeros de Franco no eran muy brillantes) y continuaron diciéndole “seis ojos”. Hasta que en una oportunidad Franco perdió una de las lentes en la clase de gimnasia. Eso hizo que le dijeran “siete ojos”, y cuando la encontró el apodo pasó a ser el esperado “ocho ojos”.
Esto continuó hasta que el problema de su vista se agudizó y el oftalmólogo le recetó bifocales, provocando una nueva actualización del apodo, que quedó en “diez ojos”. Y fue “doce ojos” cuando Franco abandonó las lentes de contacto y empezó a usar anteojos en su segundo par. Fue cuando se inventó un dispositivo que hacía que la nariz pudiera sostener dos pares de anteojos al mismo tiempo. Pero esto era incorrecto, porque el par de anteojos había reemplazado a las lentes sin que se dejaran de contar estas últimas para el apodo. Él explicó este hecho y sus compañeros volvieron el apodo a “diez ojos”.
Esto duró hasta que el deterioro de su visión fue tal que necesitó bifocales también en el otro par de ojos, por lo que volvió su par a “doce ojos”, esta vez más cercano a la realidad.
Llegó un momento en el que la cantidad de correcciones para su vista se le hizo insoportable y decidió hacerse cirugía láser. Había esperado hasta ese momento porque la obra social sólo le cubría dos de sus ojos, y había tenido que ahorrar dinero para poder hacerse la operación de una sola vez. Pero valió la pena porque cuando volvió a la escuela sus compañeros, decepcionados, tuvieron que volver a decirle “cuatro ojos”.
Durante el resto de sus años escolares Franco siguió recibiendo el apodo e ignorándolo. Incluso sus compañeros creían adivinar una mueca sonriente cuando se lo decían, pero su visión estereoscópica no les permitía percibir los gestos de Franco con la precisión requerida. Y efectivamente Franco sonreía. Sonreía porque el apodo que le ponían revelaba que sus compañeros nunca se habían dado cuenta de la existencia de los dos pares de ojos que Franco tenía en la nuca.

Doble personalidad

El Dr. Adalberto G. Giustozzi tenía doble personalidad. Su personalidad sobrante era el profesor Patricio A. Andrizzi. A su vez, Patricio Andrizzi tenía doble personalidad. Por un lado era Patricio Andrizzi, pero paralelamente era el benemérito Ignacio S. Piazzi. Piazzi sufría también del mismo trastorno, y por las noches se convertía en el señor Alfredo H. Miezzi. El señor Miezzi no tenía doble personalidad pero sí tenía un amigo invisible que se llamaba Alejandro T. Rozzi.
En una ocasión Giustozzi estaba siendo Andrizzi, quien estaba siendo Piazzi, que era Miezzi. Estaba manteniendo una animada conversación con Alejandro Rozzi, cuando éste notó que su amigo hablaba de forma extraña, y decía cosas que no eran compatibles con las que venía pronunciando. Rozzi sospechó y preguntó a su interlocutor cómo se llamaba. Miezzi le respondió que estaba loco si no sabía que hablaba con el honorable Gabriel J. Pirezzi.
Al día siguiente Miezzi volvió en sí y su amigo le contó lo ocurrido. Miezzi fue entonces a consultar al doctor Giustozzi, quien le diagnosticó doble personalidad. Giustozzi le comentó que era un trastorno muy común. Giustozzi recomendó un tratamiento y Miezzi tenía ganas de hacerlo, pero fue saboteado por Pirezzi.
Pirezzi se sentía rechazado por la actitud de su copersonalidad, y contrajo problemas mentales. Más exactamente, contrajo doble personalidad. Así le informó el eminente psiquiatra Gregorio P. Irezzi, quien era la personalidad que acababa de adquirir. Pirezzi recordó el rechazo que había sufrido, se decidió a hacer sentir bienvenido al nuevo habitante de su persona y le donó una parte del oxígeno que usaba su sector del cerebro.
Embobado por la abundancia de oxígeno, el doctor Irezzi se desdobló y contrajo la personalidad de Marta B. Marquezzi. Al verla el doctor Irezzi se enamoró perdidamente y lo mismo hicieron, respectivamente, Pirezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi.
La situación produjo celos entre todas las personalidades, y muchos conflictos internos al doctor Giustozzi, portador global de todas ellas. Giustozzi no se sentía bien.
Cada uno de los señores quería quedar bien con Marta Marquezzi. Con ese objetivo todos se vestían bien y se ponían perfume. En consecuencia, el doctor Giustozzi andaba con un muchos olores al mismo tiempo, y la combinación de aromas le resultaba muy difícil de explicar a los demás.
De repente, en una escena de celos, Miezzi asesinó a Pirezzi y se quedó con sus subpersonalidades. De este modo, quedó un nivel más cerca de la Marquezzi. También quedó más cerca su amigo invisible Rozzi, quien aprovechó para seducirla y lo consiguió.
Invadidos por el dolor de la pérdida de Pirezzi; Giustozzi, Andrizzi, Piazzi, Miezzi e Irezzi pactaron una tregua, reconocieron como ganador de su conflicto a Rozzi y saludaron a la pareja recién formada.
Nueve meses después Marta Marquezzi, a través, sucesivamente, de Irezzi, Miezzi, Piazzi, Andrizzi y Giustozzi, daba a luz a un hijo de Rozzi. El doctor Giustozzi se vio en figurillas para explicar cómo había podido dar a luz a este niño, que, en honor al difunto Pirezzi, fue bautizado Gabriel.

Discapacidad

Ignacio era, salvo por un detalle, una persona normal. Hacía y sabía todo lo que se supone que una persona normal debe hacer y saber. Era la definición del promedio. Cuando al citar estadísticas se hablaba de “el hombre promedio” siempre mencionaban actividades que él realizaba, como comer 245 huevos por año y tomar 3,3 tazas de café cada día. Lo único que lo apartaba de la media era un defecto de nacimiento: no tenía olfato. Eso no lo afectaba demasiado, dado que el hombre no tiene tantos usos para este sentido, pero sí sentía a veces curiosidad por saber qué era lo que la gente llamaba aroma.
En una oportunidad notó que no veía tan bien como antes. Fue a su oculista de cabecera y salió con una receta de anteojos, que convirtió en realidad en una óptica convenientemente ubicada a pasos de la clínica oftalmológica. Días después lucía anteojos sobre su cara.
La mala noticia era que su trastorno visual era progresivo y severo. Se le pronosticó que quedaría ciego en un par de años, debía irse acostumbrando. Ignacio se decepcionó, pero al menos tenía la suerte de poder saber lo que le iba a ocurrir. Así, pudo tomar la precaución de aprender braille y de mirar todas las películas que le parecía que no podía dejar sin ver por su riqueza de imágenes.
Lo consolaba un poco la expectativa de mejorar el rendimiento de sus otros sentidos, como le ocurre a la gente que no ve. Iba a escuchar música sin distracciones y más detalladamente, iba a notar sutiles diferencias de texturas, iba a degustar mejor la comida. Y no le iban a importar cosas tan poco trascendentes como si alguien tiene corbata o no. No le alcanzaba para estar feliz por su situación, pero al menos tenía una visión optimista acerca de la futura ausencia de la otra clase de visión.
En el invierno siguiente, se resfrió muy fuerte y se le taparon los oídos. A veces le ocurría, pero luego de un tiempo no logró que se le destaparan. Fue a ver a su otorrinolaringólogo de confianza, quien le informó de la necesidad de intervenirlo quirúrgicamente. Luego de pensarlo bastante, Ignacio se sometió a la operación. Pero algo salió mal e Ignacio quedó sordo.
Se trataba de una novedad muy poco grata. Sabía que estaba por perder uno de sus sentidos más útiles y de repente, aunque no sin anestesia, había perdido otro muy valioso. Eso lo llevó a una gran depresión.
La depresión fue muy grave y tuvo consecuencias en su salud, dado que, según el equipo de psicólogos que lo trató, este estado fue lo que le hizo perder el habla. La depresión se podía curar y se intentó, pero fue imposible, dado que no podía escuchar a los terapeutas ni hablarles, y la ceguera ya estaba demasiado avanzada. Veía tests de Rorschach por todas partes.
Al poco tiempo estaba completamente ciego, además de mudo, sordo y anosmiático. Se comunicaba con la ayuda de una computadora que tenía incorporado un sintetizador de voz. Por suerte sabía tipear reconociendo las marcas que hay en las letras F y J de los teclados, y deduciendo la posición de las demás. Era importante hacerlo bien, porque no podía ver el resultado ni escuchar lo que decía.
Un día de verano, tiempo después, Ignacio estaba almorzando al aire libre. Alguien había dejado mal ordenados los condimentos. En el lugar donde habitualmente se ubicaba la salsa de soja colocaron por error la esencia de habanero, con la que inadvertidamente roció su plato. Al probar un bocado lanzó el más grande alarido posible para una persona muda y fue corriendo hacia la fuente más grande de agua que podía encontrar: su pileta. Nunca había probado algo tan picante en su vida y la lengua le latía. Sumergió repetidas veces y durante varias horas la lengua en el agua, como un perro bebiendo.
Pero al hacerlo no tuvo en cuenta que el sol del mediodía es el más perjudicial para la piel, y no se había colocado crema protectora. A la noche no sabía si le ardía más la lengua o el cuerpo. La ropa que tenía se había hecho cenizas. No necesitaba ver para darse cuenta de lo rojo que estaba.
Como pudo se durmió, y al despertarse la mañana siguiente comprobó que la lengua y la piel ya no le ardían, pero tampoco respondían a estímulo alguno. Había perdido el gusto y el tacto.
No pudo saber si esta pérdida era transitoria o permanente, dado que el haber perdido todos estos sentidos le impedía comunicarse de cualquier manera, además de causarle graves dificultades al intentar caminar. Era muy difícil que no se chocara contra las paredes, y aún chocándose no se daba cuenta por su falta de tacto. Esta falta de tacto lo convertía, a la vista de los que no estaban informados, en una persona muy torpe.
Sus amigos se apiadaron de él y le consiguieron una silla de ruedas con un sensor incorporado, que frenaba y doblaba cuando veía un obstáculo. También lo alimentaban de forma intravenosa: la falta de tacto le impedía a Ignacio agarrar cubiertos, si llegaba a poder encontrarlos pese a su falta de vista. No era un problema muy grande si se tenía en cuenta que al no tener gusto no se estaba perdiendo nada. Y al no tener tacto, la aguja del suero no le dolía. Y, si de alguna manera le llegaba a doler, su mudez impedía cualquier manifestación al respecto.
Ignacio, entre tanto, no se daba cuenta de lo que ocurría. No tenía forma. Tenía todos los atributos de un autista adquiridos de forma separada, no tenía forma de comunicarse con nadie, de forma saliente ni entrante.
Como, hasta donde sabía, no tenía forma de hacer nada más, Ignacio se dedicaba a pensar. Pensaba todo el día. No tenía una gran preparación en filosofía y física, pero luego de un tiempo, al no tener distracciones, llegó a abordar los grandes problemas de esas disciplinas. Era capaz de resolver ecuaciones de segundo grado y hacer experimentos mentales.
Con el tiempo desarrolló un idioma para poder revelar las cosas que pensaba al mundo. Era un idioma de dos bits, y se codificaba con sus párpados. La letra variaba según la apertura de los ojos. Podía tener ambos abiertos, ambos cerrados, abierto el izquierdo y cerrado el derecho o la viceversa de esto último. Desarrolló un código para indicar que estaba iniciando un mensaje, así la gente no estaba las 24 horas mirando sus ojos. También se tomó la molestia de repetir cada cosa un número importante de veces, por si no lo entendían desde el principio. También acompañaba los discursos con ruidos provocados en su boca, como la imitación de un trote de caballo.
Sus amigos, que seguían apiadándose de él, nunca se dieron cuenta de que tenía algo para decir. Supusieron que el movimiento de los párpados y los ruidos de la boca eran producto de los nervios. Mientras tanto, lo llevaban a distintos médicos y curanderos para ver si podían hacer algo por él.
Uno de ellos descubrió el problema que tenía en el habla, y anunció que le podía devolver esa facultad. Realizó algunos complejos tratamientos experimentales, y parecieron haber dado resultados positivos. Todo indicaba que Ignacio podía hablar.
Lo que faltaba era que Ignacio efectivamente hablara. Sin embargo, como no hubo manera de informarle que ya podía volver a hablar, nunca llegó a pronunciar ninguna palabra.

Diálogo entre nalgas

Nalga izquierda: ¿Qué te pasa?
Nalga derecha: Nada, ¿por qué pensás que me pasa algo?
NI: Es que te veo bajoneada. ¿Seguro que no te pasa nada?
ND: No me pasa nada que me puedas solucionar.
NI: O sea que te pasa algo. ¿Por qué no te relajás y me contás? Capaz que te puedo ayudar, pero si no sé qué te pasa seguro que no.
ND: Es que es complicado, no quiero meterte en este asunto.
NI: Vamos, si sabés que yo siempre te acompaño a todos lados.
ND: Eso no lo sé.
NI: ¿Cómo que no lo sabés? ¿Acaso te acordás de alguna vez que no estuve a tu lado?
ND: Físicamente sí, pero últimamente me parece que no me acompañás en espíritu.
NI: ¿Por qué pensás eso?
ND: Es muy difícil de decir… Siento que ya no ponés pasión en las cosas que hacemos juntas.
NI: ¡Mentira!
ND: Eso es lo que veo. Yo sabía que me ibas a decir que no era así.
NI: Bueno, decime por qué te parece eso.
ND: Mirá, esto que te voy a decir es muy difícil. Pero últimamente estoy notando que ya no estamos tan juntas como antes. Es como si hubiera una brecha muy profunda que nos separa.
NI: La verdad, yo no siento eso. Dame algún ejemplo.
ND: No sé, es difícil darte precisiones. Es como el otro día, que estábamos sentadas muy cómodamente sobre un sillón, haciendo nuestro trabajo como siempre, y vos te dormiste.
NI: Eso fue un accidente cervical, ya te pedí disculpas en ese momento.
ND: Está bien, pero no es lo único. También empezaste a tener granos y lastimaduras. Es como si quisieras tener toda la atención vos sola, como si no te bastara conmigo.
NI: Estás loca, ¿por qué pensás que todo eso es voluntario? ¿Te creés que es agradable estar llena de acné?
ND: Lo que te digo apunta a un nivel más profundo. No creo que sea todo un ardid tuyo, pero noto que disfrutás mucho cuando te rascan. Es como si te acariciaran.
NI: Pero es que me calma la picazón. A ver si no disfrutás vos cuando te pase lo mismo.
ND: ¿Por qué me va a pasar lo mismo? Yo sé cuidarme.
NI: ¿Cómo sabés cuidarte? ¿Insinuás que yo no me cuido?
ND: Yo no me siento de mi lado sobre pelotas de fútbol que andá a saber quién tocó. Quién sabe qué podredumbre arrastra con ese barro.
NI: ¿Ah, sí? ¿Y quién fue la que estalló en algarabía cuando le dieron una inyección? ¿Fui yo acaso?
ND: Pero no estaba contenta por haber recibido el pinchazo. La aguja me dolió. Estaba contenta porque era el remedio para esa enfermedad que nos mantenía postradas sobre la cama, con todo el sudor que nos caía desde la espalda por las frazadas gruesas que había ahí. Estaba disfrutando a cuenta.
NI: Eso es sanata y lo sabés. Vos disfrutaste que te eligieron para la inyección y ahora no podés soportar que a mí me pasen cosas que a vos no. No me banco tu egoísmo, se supone que somos pares.
ND: Claro que somos pares. ¿Ves? Por eso no quería hablar esto con vos. Sabía que te ibas a poner así, toda colorada del enojo.
NI: Lo que no querés es que te incomode con mis deseos y mis problemas. Estás cada vez más separada de mí.
ND: Eso no es verdad, estamos siempre a la misma distancia.
NI: Estoy hablando en sentido figurado, estúpida. Vos querés preocuparte sólo por vos misma y que cada una vaya por su lado.
ND: No, mentira. Lo decís porque estás celosa.
NI: ¿Celosa de qué? ¿De que te den una inyección? Estás en pedo.
ND: No sé de qué estás celosa, eso es algo que te pasa a vos. Pero lo que sí sé es que no tenés ganas de que esté a tu lado.
NI: Nunca pensé que me ibas a decir una cosa así. Claramente ya no tenés respeto por lo que hubo entre nosotros.
ND: Bueno, si te vas a poner así yo no hablo más. Yo no quería hablar de esto. Cuando te calmes charlamos mejor.
NI: ¿Ah, sí? Bueno, cuando me calme hablamos. Pero, ¿sabés una cosa? Ya nada va a ser lo mismo entre nosotros. Te podés ir bien a cagar.

Amor a la cucaracha

Quiero besarte, cucaracha. Quiero agarrarte de las patas, ponerme frente a vos y besarte. Besar tus pinzas, besar tus antenas. Quiero que nos miremos a los ojos y nos digamos, en cualquier idioma que tengamos en común, que nos queremos. Que nos protegeremos y que nunca nos separaremos.
Quiero ser parte de tu vida y que estés en la mía. Quiero abrazarte, no muy fuerte, pero lo suficiente para que sientas mi amor. Quiero protegerte, mantenerte lejos de los peligros. Quiero que confíes en mí, que sepas que siempre podés contar conmigo, y que voy a estar de tu lado.
Quiero presentarte a mi familia. Sé que les va a costar aceptarte, que van a intentar que me deshaga de vos. Pero no lo van a lograr. Porque antes quiero ocuparme de construir lo nuestro. Que las cosas que nos unen sean más que las que nos separan.
Quiero que me conozcas. Que recorras mi cuerpo y lo sientas íntimo. Que el mío sea el único cuerpo que quieras conocer. Mi cuerpo será tuyo, y tu cuerpo será mío. Quiero que aceptes que estamos destinados a estar juntos por el resto de nuestros días.
Pero me ignorás. Cada vez que prendo la luz para verte, salís corriendo. Parece que me tuvieras miedo. Yo sé que en realidad es miedo a lo nuestro, al compromiso. Lo entiendo. Creeme. Pero no puedo ir hacia tu oscuridad. No quepo en esa rendija. Ése es un esfuerzo que vas a tener que hacer vos. Sabés que tenés mi apoyo. Te prometo que, si salís de ahí, sólo van a pasar cosas buenas.

Choqué con la bici

Venía con la bicicleta a una velocidad que tal vez era excesiva, pero de cualquier modo era una bicicleta, no un 747. Se ve que el camino tenía alguna imperfección, porque en un momento me encontré con que me estaba cayendo.
Hice rápidos esfuerzos por evitar la caída, pero era tarde. El descenso era inevitable. La bicicleta y estábamos tomando caminos diferentes hacia el mismo destino.
Quise ver qué era lo que había provocado ese desenlace, pero decidí que lo mejor era tratar de protegerme antes del golpe. Vi los pocos centímetros que tenía por delante hasta el suelo. Estaba claro que lo mejor era tratar de caer de la manera menos perjudicial que pudiera. Buscar un ángulo menos agresivo, tratar de ir hacia una parte blanda del terreno, tratar de proteger las partes más sensibles de mi cuerpo con las más resistentes. Pero no tenía tiempo para esas maniobras. La caída era demasiado vertiginosa como para poder cambiar algún detalle del trayecto. Sólo podía observarla en cámara lenta, ver cómo el asfalto se hacía cada vez más grande.
Entonces me resigné a caer. Extrapolé qué podía pasarme y cuáles serían los pasos a seguir una vez consumado el impacto. Me preocupé por mi cuerpo (no llevaba demasiada protección) y también por lo que le pudiera pasar a la bicicleta. Pensé que era un poco ilógico preocuparme por la bicicleta justo en ese momento, pero hasta pocos momentos antes la había sentido como una extensión de mi cuerpo.
“¿Qué me puede pasar?” pensé. “No me va a doler tanto. El ángulo que llevo me va a hacer golpear un poco, pero estoy seguro de que es mayor el susto”. El problema era que el susto no era algo que se me fuera a pasar así nomás. No tenía control sobre mi trayectoria, menos iba a tener control sobre mis emociones.
Elegí entonces la única opción disponible: registrar cada movimiento en mi memoria. Sabía que estaba viviendo un momento difícil de repetir voluntariamente. Era probable, también, que la gente me preguntara qué me había pasado. Y no quería tener que reconstruir los hechos, cuando todavía estaba a tiempo de rescatarlos.
Es por eso que ahora estoy en condiciones de contarlo.

Doma de potros

Ese domingo era la tradicional fiesta de doma de potros. Los gauchos se levantaron temprano y examinaron a los potros que estaban por ser domados. Estaban pastando sin que parecieran estar al tanto de que eran sus últimas horas como salvajes. Los domadores sonrieron satisfechos, sin saber lo que les esperaba.
Es que el cuadro que veían había sido fríamente calculado por los potros. Durante la noche, sabiendo lo que se venía, se habían puesto de acuerdo. Iban a cooperar para no dejarse domar. De este modo, iban a poner a los gauchos en ridículo, pero, lo que es más importante, iban a mantener su libertad.
Así que cuando llegó la hora, el primer potro se encontró con el primer domador. El Homo sapiens se subió a la espalda y fue inmediatamente derribado.
No se alarmó, era parte del procedimiento. Lo que no era parte era el súbito acercamiento de otro potro, que se lo llevó por delante y lo empujó hacia el primero. Pero no hacia la espalda, sino hacia el vientre. De pronto, cuando estuvo suficientemente cerca, el segundo potro galopó hacia la lejanía y el primero se trepó a la espalda del domador.
El gaucho intentó liberarse, pero el potro resistió sus embates y se mantuvo sobre él durante varias horas. El domador trataba de usar todos los recursos que tenía disponibles para sacarse ese caballo de encima, pero el potro estaba muy enfocado en la tarea. Claramente sabía lo que hacia.
Así, después de estar todo el día con el potro encima, el domador se resignó. Aceptó su suerte y dejó de resistir. El potro supo así que su objetivo estaba cumplido: el domador había sido domado. Y aunque el resto de la doma se suspendió, a partir de ese día los caballos tuvieron un hombre a su disposición, para usar cuando quisieran como medio de transporte.

Volver a nacer

Nací demasiado joven. No sabía lo que hacía, porque no tenía experiencia previa. Ahora sí, pero no me sirve para nada. No sólo no está en mis planes volver a nacer, sino que ni siquiera me acuerdo cómo lo hice. Entonces es lo mismo que si no hubiera aprendido nada.
Traté de leer libros sobre partos, pero ninguno está escrito desde el punto de vista del protagonista. De la única persona en cuya ausencia no hay parto. Todos son para guiar a la madre, o a los médicos, o a los personajes misceláneos que se reúnen en torno a un nacimiento. Pero ninguno me da instrucciones sobre cómo nacer. No hay ejercicios de respiración, ni posturas, ni relajaciones para sobrellevar mejor ese traumático momento.
Sin embargo, estoy seguro de que ahora me saldría mejor. Ahora sé que respirar no es la muerte de nadie. No le tengo miedo a la luz. De hecho, si me encuentro en un medio líquido, tengo la misma sensación que sospecho que tuve la primera vez que me vi fuera de esa morada inicial. No puedo corroborar que me haya sentido así, pero me conozco.
No es que tenga muchas ganas de volver a nacer. El tema es que la primera vez que uno hace algo, no es la que mejor le sale. Me imagino cómo sería el mundo si unos cuantos malnacidos hubieran tenido un poco más de práctica.
Por eso envidio a los canguros.