El que arruinó la Navidad

Era una Navidad como cualquier otra. La celebramos, como siempre, en familia. Como nuestra casa es la más grande de la familia, las reuniones suelen hacerse acá, así todos estamos cómodos.

Éramos como veinte personas, y cada grupo familiar trajo algo. Había vitel toné, lechón, pavita y toda clase de bocadillos para picar. A la hora del postre aparecieron el pan dulce y los turrones. También los dos kilos de helado, que alguien había comprado en promoción. El helado fue consumido rápidamente, salvo el de menta.

La comida se hizo larga porque estábamos esperando las doce. Bajo el árbol había muchos regalos, que en ese momento iban a ser repartidos y abiertos. Los chicos esperaban con ansiedad. Miraban el reloj muy seguido. Algunos exploraban los regalos y trataban de deducir qué recibiría cada uno.

Cuando fueron las doce, se abalanzaron sobre los regalos, pero les pedimos paciencia porque antes es el momento del brindis. Chicos y grandes nos deseamos feliz navidad, y según el gusto brindamos con champagne, sidra, ananá fizz o Coca-Cola. Sólo entonces fue el momento de los regalos.

La tía Cora ofició de maestra de ceremonias. Su trabajo era acercarse a los regalos uno por uno y entregarlos al destinatario para su apertura. El ritual aumentaba la ansiedad de los chicos pero también permitía que todos saboreáramos cada regalo. Todos los años disfrutamos de ver las reacciones de cada uno al recibir su regalo.

Ese año, sin embargo, fue distinto. Mientras hacíamos la entrega, sentimos unos ruidos muy fuertes y muy cercanos. No sabíamos qué era. Habitualmente sonaban muchos petardos y fuegos artificiales, pero esto se sentía distinto, mucho más cerca. No nos dábamos cuenta si era dentro de la casa o afuera. Tratamos de mirar por las ventanas y no vimos nada, pero el ruido persistía, cada vez más fuerte.

Los chicos tenían miedo. Nosotros también, pero tratábamos de enfrentar la situación con valentía. La ceremonia de regalos se suspendió momentáneamente.

Supimos el origen del ruido cuando, de pronto, apareció en el hogar un intruso. Un hombre muy extraño, de traje rojo y barba blanca, que sin duda se había metido por la chimenea, aprovechando que en verano no encendemos el hogar. Los chicos salieron corriendo a ocultarse.

El intruso se sorprendió al vernos, y trató de mostrarse bonachón. No paraba de reírse.

Las mujeres salieron a consolar a los chicos, y quedamos sólo los hombres de la familia para enfrentar a este hombre. No necesitamos coordinar mucho. Durante un instante nos miramos y llegamos a un acuerdo tácito: lo sacaríamos a la calle sin más trámite.

El intruso se quejaba, pero nosotros nos pusimos firmes. No queríamos problemas. Cualquier persona que tuviera alguna razón legítima para estar ahí, tendría la delicadeza de tocar timbre en lugar de entrar por la chimenea. Así que lo sacamos a los empujones. Fue difícil, porque a pesar de que se notaba que era una persona mayor, era muy corpulento.

Se resistió durante unos instantes, pero pronto se rindió ante nuestra firmeza. Pudimos cerrar la puerta con todas las llaves. Pensamos que por fin el incidente se terminaba.

Grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos de nuevo al living y encontramos varios paquetes nuevos entre los regalos del árbol. Cada uno tenía el nombre de uno de los chicos. Algunos se ilusionaron, pero rápidamente les dejamos claro que no hay que aceptar regalos de extraños. Nosotros no sabíamos qué podía ser, ni cómo ese hombre sabía los nombres de nuestros hijos. Nos nacieron las peores sospechas.

Así que debimos suspender la entrega de regalos donde estaba, mientras esperábamos la llegada de la brigada antiexplosivos. Como era Navidad, tardaron varias horas, y casi todos se fueron a dormir. Sólo al día siguiente pudimos completar la ceremonia, pero ya no se sentía como la Navidad.

El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.