Periodismo Maldito: Los fanáticos

“La objetividad no existe” es una máxima que se enseña en muchas escuelas de medios. Se trata de una frase cierta. Todos tienen un punto de vista, y por más que uno se lo trate de sacar de encima nunca logrará la objetividad. Es como la perfección, o el silencio total.

Lo que muchos no captan es que la inexistencia de la objetividad no implica que haya que dejar de buscarla. Como resultado, muchos periodistas tiran por la ventana toda pretensión de llegar a la verdad y expresan su apoyo incondicional a ciertos personajes, y a través de ellos a ciertas ideas.

Esto produce varios efectos perjudiciales:

1. El personaje que es objeto de adoración se estereotipa. Los periodistas fanáticos difunden una versión necesariamente idealista y simple de su manera de ser y actuar, aun cuando no sea cierto. El personaje, entonces, al seguir siendo como era empieza a entrar en contradicción con la imagen que existe de él mismo. Eso lo perjudica ante la opinión pública, a pesar de los justificativos que los fanáticos invariablemente inventan para salvar las paradojas. También puede ocurrir que el personaje se crea esa imagen y la abrace, perdiendo de esta forma parte de lo que antes era, y convirtiéndose en una caricatura de sí mismo.

2. Se produce una polarización entre los periodistas fanáticos de un personaje y los fanáticos de otro. Los niveles de fanatismo de ambos lados se van realimentando, y se genera una carrera armamentista donde antes había periodismo. En un esfuerzo para ganar adeptos, ambos bandos reclaman para sí a otros personajes, y los alinean detrás del que ellos apoyan. Del mismo modo, adjudican a otros al bando contrario y se dedican a explorar los defectos del grupo en general. No de los individuos, porque para ellos no existen como tales, sino que son sólo “istas” del principal.

3. Se genera una mentalidad conflictiva del tipo “el que no está conmigo está contra mí”. Periodistas (y protagonistas) a los que no les interesa alinearse pueden comprobar que alguien les ahorró el trabajo y los alineó en uno u otro bando. Si no se tiene cuidado, se corre el riesgo de quedar pegado en una disputa en la que casi nadie tiene nada que ver originalmente.

4. Los debates e intercambios de idea se convierten en discusiones a los gritos llenas de ad hominem y descalificaciones varias. Pierden así su esencia, si es que alguna vez la tuvieron, y pasan a ser meros ejercicios de rituales primates.

5. Aparece el fenómeno de la radicalización, según el cual para demostrar una adhesión a ciertos principios básicos hay que sostener que esos principios son los únicos, son universales y el que no los apoya es indigno de vivir.

6. Mucha gente queda con anteojeras ideológicas por mucho tiempo. Algunos directamente aprenden a ver la vida sólo en términos de las disputas entre fanatismos, y creen que eso no sólo es una manera de pensar, sino que es pensar. Es una mentalidad inútilmente partidaria que tiene una operación principal cuyo seudocódigo es el siguiente:

yo:=A
A=bueno
B=malo
Si x=A entonces x es bueno
Si x<>A entonces x=B
Si x=B entonces x es malo
Si x es malo entonces debe ser destruido

Es muy fácil entrar a esa forma de operar. Una vez adentro son pocos los que se dan cuenta de que se hacen daño a sí mismos, a los demás y a su medio.

Son pocos los que salen del fanatismo. Algunos llevan la bandera de su fanatismo particular hasta el último día de sus vidas. Unos cuantos tienen éxito y llegan a formadores de periodistas, de opinión y de medios. Ocurre que las posturas radicalizadas a veces gozan de popularidad, porque suele ser más divertido ver a un periodista exacerbado en defensa de sus ideas (a las que él llama ideales) que a alguien que busca un equilibrio entre dos o más posturas.

Esto último se da porque mucha gente cree que apasionarse por algo es una virtud suprema. Se le da más importancia a esa pasión que a todo lo demás, incluyendo si esa pasión tiene algún sentido o no. Y como no se puede ser un apasionado de la moderación, el público que busca pasión se va a los extremos.

Y la verdad rara vez está cerca de los extremos.

Periodismo Maldito: Los estudiantes eternos

¿Qué pensás hacer? es una pregunta que reciben mucho los estudiantes secundarios. La insistencia de esa pregunta causa que algunos se den cuenta de que la escuela se termina a los 18/19/20/21/22 años, y empiecen a pensar qué quieren hacer con su futuro. Y razonan que como lo que les gusta es el fútbol, estaría bueno hacer algo con eso.

Sin embargo, saben que no les da para ser futbolistas, porque en la mayoría de los casos tendrían que estar haciendo inferiores desde muy chicos. Tampoco quieren ser profesores de educación física, porque no tienen ningún interés en la actividad física. La idea está a punto de fracasar hasta que ven por televisión que existe una escuela de periodismo deportivo. Encima, esa escuela es dirigida por conocidos periodistas que hace mucho que trabajan en los medios con éxito. “Ésta es la mía”, se dicen, y cuando logran terminar el secundario se anotan.

En la facultad (o, mejor dicho, en la escuela de periodismo deportivo) les enseñan los rudimentos del trabajo. Pero el talento no se aprende en la escuela, sino que se lleva adentro. Por eso, la mejor manera de aprender a ser periodista deportivo es trabajar de eso. Y la escuela tiene diferentes maneras de lograrlo.

Una manera son las prácticas profesionales. El establecimiento cuenta con un estudio de televisión donde los aspirantes a periodistas deportivos pueden jugar a que están haciendo un programa. Previamente, les enseñan la regla de oro de la televisión: hay que evitar que el espectador cambie de canal. El corolario de esta regla de oro implica que es necesario anticipar lo que vendrá, dejar lo mejor para el final y hacer autobombo, de manera que el espectador piense que está mirando el mejor programa posible.

Los estudiantes aplican estas reglas y hacen sus programas de práctica, que como no salen al aire abundan en chistes internos, que son mayormente entendidos por los profesores. Todos quieren obtener buenas notas, porque saben que sólo los mejores tendrán la oportunidad de acompañar a los directores de su escuela en los distintos medios. Entonces cada estudiante hace autobombo no sólo del programa falso, sino de sí mismo. Cada uno quiere aparecer como el más capo, el que más sabe, el que mejor cumple las reglas de la televisión y del periodismo. Y, de paso, para tratar de ser los mejores de su clase, harán notar las imperfecciones de sus compañeros, así los profesores no sólo ven facilitado su trabajo, sino que se enteran de que el alumno en cuestión está atento.

Las reglas básicas del periodismo también les son explicadas. Es importante tener la primicia, es necesario lograr un título, una buena entrevista es la que consigue que el entrevistado diga lo que el periodista quiere, si no no sirve para nada. Entonces, cada vez que los estudiantes logran alguno de esos objetivos, lo hacen notar en las prácticas de cámara. “Profe, profe, vea lo que puedo hacer” no dicen, pero piensan.

Con el tiempo, los estudiantes consiguen su diploma: son, orgullosamente, periodistas deportivos. Algunos, como suponían, pasan a trabajar en los medios. No consiguen inmediatamente posiciones relevantes, pero tienen la oportunidad de trabajar de algo parecido a lo que les gusta y aplicar lo que aprendieron en la escuela de periodismo deportivo.

Luego de otro tiempo más, algunos ex-compañeros de la escuela de periodismo deportivo llegan a tener su propio programa de televisión. Es el sueño de una carrera. Sin embargo, en ese momento se produce un fenómeno curioso. Como durante toda su carrera trabajaron con los directores de su escuela, internamente todavía se consideran en etapa de aprendizaje. Y por eso se comportan como alumnos.

Entonces, en los programas de televisión tratan de cumplir todas las reglas que aprendieron en las prácticas, y también tratan de promoverse. Todos quieren tener primicias, pero antes de darlas es necesario anticipar su llegada para que el espectador no cambie de canal. Hacen gala de sus logros periodísticos, con la misma cara que ponen los alumnos de primaria cuando alguno de sus padres los ve en un acto escolar. Tiran chistes internos y hacen notar los defectos de sus compañeros, para que el profesor fantasma les obsequie una calificación mejor. No se animan a innovar mucho, ni a irse demasiado lejos de lo que les enseñaron en la escuela, porque no saben hacer otra cosa y les dura el miedo a una mala calificación.

De alguna manera, ellos creen que cumplir el sueño del programa propio los hace importantes. Sin embargo, fuera de su estudio nadie cree en ellos. Los espectadores encuentran ridículo su intento de hacer televisión, y los periodistas que no pasaron por esa escuela, cada vez más en minoría, se ríen de ellos. Algunos de estos periodistas experimentados (o figuras retiradas) que, para tener alguna voz autorizada, forman parte de su programa, tratan de no hacer muy evidente su opinión sobre aquellos ex-estudiantes.

Pero cada tanto sale alguna muestra de lo que realmente sienten. Retrucan algún comentario poco sagaz, corrigen algún dato erróneo o simplemente ponen cara. Y los destinatarios, antes de volver a las tareas aprendidas en la escuela, aceptan tácitamente la crítica con una sonrisa. Porque ellos lo saben mejor que nadie: no son periodistas de verdad. Son estudiantes eternos.

Periodismo Maldito: Los comediantes

Ciertos personajes sienten que tienen alma de comediantes, pero en realidad deberían dedicarse a otra cosa. Algunos de ellos efectivamente trabajan de otra cosa. Sin embargo, eso no les impide tratar de ejercer lo que ellos creen que es su verdadero talento.

Los periodistas deportivos que quieren ser comediantes son fáciles de reconocer: son los que ponen el humor en primer lugar, por encima de la rigurosidad fáctica. Prefieren ser graciosos a estar bien informados. (Existen otros, que complementan su performance informativa con gracia. Ellos no son los que describimos aquí.)

Estos especímenes, en general, trabajan de noteros. Tienden a poner un micrófono delante de los protagonistas, pero no para acercarnos sus palabras sino para tener una audiencia para sus chistes. Muchas veces se ven en la obligación de explicar que sus preguntas no eran en serio, de modo que el ocasional interlocutor no tenga que pensar una respuesta adecuada. De este modo le indican que se ría. Ocurre que muchas veces los protagonistas acaban de salir de jugar un partido, están cansados y pasados de revoluciones, entonces es necesario que el periodista le diferencie las preguntas de verdad y las humorísticas (también es cierto que unas y otras, en muchos casos, no se diferencian demasiado).

Algunos de estos personajes saben que ellos no son los que el público quiere ver, y tienen la noble intención de cooperar con los verdaderos protagonistas para que sean ellos quienes obtienen la gracia. Porque quieren la satisfacción de que sus chistes sean escuchados por el público, sin importar quién los diga. De modo que piensan un chiste de formato pregunta-respuesta y hacen la pregunta. No siempre la respuesta es la esperada, pero eso no es problema: si llega a ser necesario, el periodista comediante la indicará con mayor o menor sutileza, según el caso.

El humor en la mayoría de los casos proviene de metáforas sexuales. Ése es el secreto de todo gran comediante, porque ya se sabe que cuando el público recuerda la existencia del sexo, ríe. Se trata de un principio que ningún sociólogo ha sabido dilucidar, pero es utilizado por algunos de los más exitosos comediantes, profesionales o no. Eso sí: se requiere una gran capacidad de transmisión de ideas, porque el público no necesariamente asumirá que palabras como “mojar”, “colocar” o “manguera” se utilizan para aludir al sexo.

Hay algunos periodistas/comediantes que han hecho carrera en esa especialidad. Algunos de ellos, sin otros talentos, son enviados a los más grandes eventos del mundo para que hagan notas a miembros del público, con quienes compiten para ver quién es más ocurrente. Este método permite eludir el peligro de enganchar a algún jugador sin sentido del humor y que tenga la intención de escaparse de la nota. También sirve para evitar tener que transitar barreras idiomáticas: sólo es necesario buscar a alguien que no entienda el idioma que habla, decirle cosas ofensivas y extraer de ese modo la gracia de una situación que, sin su tarea, no la tendría. Otros periodistas/comediantes menos experimentados, para evitar la humillación de tener que conformarse con entrevistar al público, se ven obligados a utilizar el poco sutil recurso de agarrar a los jugadores de un brazo.

Anexo: Los poetas

Un grupo aledaño al de los comediantes es el de los poetas. Son los que alguien les puso la idea en la cabeza de que son maestros de las palabras, y siempre creen que nunca se le ocurrió a nadie lo que ellos pensaron. Están persuadidos de que son el fruto del amor de Borges y Bioy. Son los que, si Gimnasia le gana a Boca, titulan “en la Boca del Lobo”, y se sorprenden porque aún no recibieron el Nobel de literatura.

Pero no se quedan ahí. Algunos tienen la intención de ser profundos y elaboran largas elucubraciones en las que, ellos piensan, hacen lucir su ingenio. En general son colecciones de lugares comunes que cubren el tiempo/espacio requerido sin lograr disimular lo que resulta notorio: el autor no tiene nada para decir.

Muchos de ellos tratan de comparar al fútbol con las bellas artes, porque tienen la idea de que el deporte es una actividad inferior, aunque están al tanto de que forma parte de la cultura. Creen que saber de fútbol no es suficiente para ser una persona completa, y por eso tienen la intención de ilustrar al público con sus conocimientos de filosofía, pintura, ballet, música clásica (de la cual tienen la idea de que es la única que realmente vale la pena a pesar de que nunca la escuchan), cine francés y teatro. No suelen concurrir a museos ni otros foros artísticos, prefieren quedarse mirando fútbol. Pero tienen culpa, y tratan de liberarse de ella con la fusión de la poesía y el periodismo deportivo.