El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.

The Falcon has landed

El Falcon se inclina hacia arriba. El baúl queda casi pegado a la calle. El capot simétrico otea al infinito. Los tres ocupantes se miran emocionados en el asiento delantero. El conductor se aferra al volante. El Falcon está por despegar. La tecnología de los ’60 los va a llevar a la luna.
Ignición. Se encienden los motores. Del caño de escape sale un humo negro espeso que cubre la calle. Nada se ve. El Falcon tampoco. Sus luces iluminan hacia el cielo. Un estruendo gigantesco se escucha desde el silenciador. La tierra tiembla.
Cuando se disipa el humo, el Falcon no está más. Sólo se ve una columna diagonal que marca su trayectoria. Apenas se lo divisa en la punta. Los tripulantes pueden ver la Tierra por los espejos retrovisores. El conductor controla la velocidad a través de la palanca al volante. El Falcon se fue haciendo cada vez más chico, hasta que no se lo vio más.
Su poderosa antena transmitía los diálogos de los tripulantes, que mantenían las ventanillas cerradas para conservar la presurización. En el asiento de atrás tenían provisiones para los cuatro días que iba a durar el viaje. En el baúl llevaban las provisiones para el regreso.
El odómetro marcaba una distancia inusitada. La luna se veía cada vez más grande y espléndida. La tripulación maniobró para el alunizaje. Era necesario colocar el Falcon con las ruedas hacia abajo, de manera que durante un rato el capot les bloquearía la visual de la superficie. Pero los instrumentos del tablero les darían toda la información necesaria.
Cuando el altímetro marcaba 200 metros, la tripulación del Falcon divisó un Torino. No sabían por qué había un Torino en la luna. No lo habían visto antes porque era blanco y se confundía con el paisaje selenita. El Torino estaba exactamente en la posición calculada para el alunizaje. El conductor pegó un volantazo y acomodó la trayectoria. De esta manera, el Falcon pudo ubicarse al costado del Torino.
Cuando el Falcon alunizó, la tripulación del Torino se acercó a saludarlos. Se dieron un abrazo incómodo debido a los trajes lunares. Los torinos informaron a los falcones que tenían averías. Necesitaban que alguien los remolcara. Los tripulantes del Falcon aceptaron hacerles ese favor, no sin antes murmurar “eso les pasa por venir en un Torino”.
Así, luego de completar la actividad extravehicular, los tripulantes del Falcon abrieron el baúl, acomodaron sus provisiones en el asiento trasero, y sacaron la barra de remolque. Mientras ubicaban los vehículos uno atrás de otro colocaron, por las dudas, la baliza. Cuando se aseguraron de que todo estuviera bien firme, invitaron a los tripulantes del Torino a subir a su vehículo.
Cuatro días después, el personal terrestre se sorprendió al ver que el Falcon venía acompañado. Y supieron que habían tomado la mejor decisión al enviar a la luna un vehículo tan resistente.

El adulto que llevo dentro

El niño que llevo dentro lleva dentro al adulto que tenía dentro cuando era niño.
La transición a la adultez no fue instantánea. Empezó muy temprano y terminó muy tarde. O tal vez no terminó. La historia de mis pensamientos es una continuidad que tuvo muchos cambios. Hubo varias evoluciones, en las que pasé por distintos pensamientos a medida que los recibía o se me ocurrían.
Mi ser infantil procesaba la información en forma similar al adulto de ahora. Me hacía preguntas e intentaba contestarlas. Formaba modelos para entender el mundo. Contaba con menos elementos de comparación, y menos cosas que llegaban a mi campo, pero eso no significa que no los tomara en serio.
Siempre fui analítico. Miraba el mundo que me rodeaba y trataba de ver cómo funcionaba. Qué estaban pensando los demás. Qué quería decir lo que no entendía, y cómo una vez que entendía algo, muchas otras cosas pasaban a ser entendibles también. Aprender era maravilloso, y mucho más fácil cuando había aprendido muy poco.
No sé si miraba al mundo como un adulto. No sé qué es eso. Muchos adultos que conozco tienen miradas que podríamos llamar infantiles. Aunque tal vez sea un insulto a las mentes infantiles. Es mejor decir que muchos adultos que conozco tienen miradas que son muy similares a la que muchos adultos, incluso algunos de los mismos, esperan de los niños.
Después crecí. O mejor dicho, ya entonces crecía. Dejé atrás muchas cosas. Atravesé etapas sociales y corporales que dejaron huellas. Muchas teorías que había formulado para explicar el mundo fueron refutadas por la experiencia posterior. Otras continúan vigentes. Algunas que durante la infancia descarté por creerlas infantiles resultaron verdaderas. Ese proceso continúa. A veces vuelvo a ideas que había rechazado, otras veces rechazo dolorosamente ideas que duraron décadas.
Todo sin un punto en el que pudiera decir “hoy soy adulto, ayer no”, excepto desde un punto de vista legal y arbitrario. Entiendo ciertas restricciones, como la idea de que a cierta edad no se está lo suficientemente desarrollado como para votar. Sé que cumplir la edad requerida no garantiza que el desarrollo se haya producido, ni se vaya a producir. También sé que no hay una buena manera de medirlo, y por eso se usa un límite de edad más o menos arbitrario.
El asunto es que este adulto sigue pensando de formas similares a la de este niño. Es como si fuéramos la misma persona. Lo llevo dentro, como los anillos que indican la edad de los árboles. Y trato de valorar su opinión. De comparar lo que pienso con lo que hubiera pensado a otra edad. Ver qué puedo extraer. Después va a decidir el actual, como siempre ocurrió. Pero trato de buscar consenso en las decisiones importantes. De que todos los que fui estén contentos con lo que soy.

Abajo las piernas

Las piernas están para sostenernos. Los pies son la terminación de las piernas, y su forma es uno de los factores que nos mantienen estables cuando estamos parados. Todo ese sistema de extremidades, que tiene a algunos de los huesos más largos de todo el cuerpo, sirve para poder pararnos. Para que estemos levemente lejos del suelo. Sin embargo, estamos separados del suelo. Seguimos pegados a él, porque las piernas y los pies no dejan de ser parte de nosotros.
Las piernas no son imprescindibles. Los pies son más necesarios que las piernas. Por algo nos ponemos de pie, no nos ponemos de piernas. Las piernas se limitan a sostenernos. Pero para que el sistema funcione, tenemos que cuidarlas, nutrirlas. Debemos sostenerlas para que nos sostengan. Es decir que las piernas tienen un costo, que sólo se justifica si las usamos.
Podríamos pensar, entonces, que tenemos que caminar y correr mucho. Pero no es así. El resto del cuerpo también tiene un costo. El corazón, por ejemplo, debe ser mantenido. Y ése sí es imprescindible. Y mientras más corremos, más se molesta. Amortizar las piernas trae gastos colaterales en el resto del organismo, que pueden ser más grandes que la pérdida ocasionada por el poco uso de las piernas.
Puede llegar el momento en el que las piernas sean superfluas. En el que sea más conveniente deshacernos de ellas. Someternos a operaciones que nos las extirpen, nos vuelvan a colocar los pies, y quedar ETéreos. Los movimientos de traslado pueden ser trabajo para máquinas mucho más eficientes que extremidades construidas mediante mutaciones sucesivas.
Si eso ocurre, las partes básicas del cuerpo, las que permiten la supervivencia, quedarían intactas. No sólo eso: serían más eficientes. Ya no tendrían que suplir a las piernas. Entonces necesitaríamos menos alimento, y menos tiempo para distribuirlo a todo el cuerpo. Haría un aporte a la reducción de nuestra demanda energética. Reduciría, si no las huellas de verdad, nuestra huella de carbono.
Para llegar a esta situación no sólo es necesaria la tecnología médica correspondiente, sino también el consenso de la población. Si una sola persona se saca las piernas, quedaría con una gran desventaja respecto de los demás. Hace falta llegar a una masa crítica de despiernados que marquen el rumbo de la sociedad.
Está claro que es difícil. Todo cambio social siempre lo es. Pero una vez lograda esa masa crítica, los demás no tendrán alternativa que seguirlos. Toda la infraestructura va a estar pensada para gente sin piernas, y los que las tengan serán discapacitados. Gigantes deformes que deberán adaptarse, o se verán excluidos de la sociedad.

Baños del subte

La ciudad se caracterizaba por una gran limpieza. Los baños del subte no eran la excepción. Todos estaban acostumbrados a encontrar instalaciones relucientes en los lugares donde iban, y por más que el transporte público no pudiera ser demasiado elegante, había una gran inversión en limpieza. Fue fácil obtener el título de la ciudad con mejores baños en su sistema de transporte público.
Sin embargo, pronto el sistema de transporte empezó a tener problemas para financiarse. Era difícil encontrar maneras de expandir los servicios, porque en esa ciudad eran conscientes de que inaugurar nuevas estaciones de subte implicaba un costo de operación permanente. Cada tanto había aumentos en la tarifa, que no llegaban a cubrir todos los costos.
Hasta que el intendente dio con la solución. La propuesta fue clausurar los baños del subte que eran orgullo de la ciudad. Pero el análisis económico era contundente: había tanto esmero en el mantenimiento de los baños que, con los mismos fondos, se podría pagar la operación de estaciones nuevas para cubrir un 25% más de la ciudad.
Lo que se implementó fue una contrapropuesta que permitía una expansión del 20% en lugar del 25%, pero contemplaba dejar un mantenimiento mínimo en los baños. Ya no sería política de la ciudad encerar los pisos diariamente, pero sí se planificó limpiar con detergente, una vez por semana, el baño de cada estación. Además, se implementó el programa “adopte un baño”, según el cual los ciudadanos que estuvieran interesados podían auspiciar la limpieza del baño de alguna estación para que se hiciera con el estándar anterior.
A pesar de la reducción de la limpieza, el hecho de que las demás ciudades no tenían baños limpios en los subtes, o directamente no poseían esas instalaciones, hizo que la ciudad no perdiera el codiciado título de tener los mejores baños en su sistema de transporte público. Los turistas que iban para mirar esa limpieza, aunque no eran muchos, continuaron llegando, y pudieron disfrutar, junto con los residentes, de una red ampliada.

Ser diferente

No quiero ser diferente. ¿Por qué habría de quererlo? Porque no quiero ser igual que los otros. Si fuera igual que los otros sospecharía de mi capacidad de pensamiento independiente. Pero no me molesta ser igual que algunos. Está bueno que alguien piense lo mismo. Si no, me sentiría solo.
Lo que no hago es ponerme a ver qué piensan los demás para diferenciarme. Eso sale sin necesidad de hacer un esfuerzo. No sé qué hacen los demás, ni qué piensan, ni cómo hacen para pensarlo. Me limito a hacer lo que haría yo. Y, aparentemente, con eso alcanza para ser bastante diferente de los demás.
Pero no es algo buscado en forma explícita. Para nada. Me gustaría ser parte de una enorme mayoría que piensa como yo. De hecho, soy parte de muchas mayorías, de muchos consensos. De algunos soy parte sin saberlo. Otros logré hacerlos conscientes.
Seguramente no soy como vos. No es porque no quiera ser como vos. Es porque vos no sos como yo. No tiene nada de malo que no sea como vos, ni que vos no seas como yo. Es bueno. Nos hace más ricos. Ahora, depende de vos cómo seas vos. Me gustaría que fueras como yo y, por ser como yo, no fueras como yo.
Así me daría cuenta de que sos de los míos.

Producto de la sociedad

Cada vez que escribo algo, se refleja el espíritu de mi tiempo. Yo no quería eso. Prefería reflejar mi espírito. Pero no puedo evitarlo, porque soy un producto de mis tiempos. Soy un producto de la sociedad. Lo que escribo es un producto mío, y por lo tanto es un subproducto de las circunstancias que me llevaron a escribirlo. Quiere decir que es la sociedad la que escribe lo que parece que escribiera yo. Soy un simple agente.
Un agente involuntario, eso sí. Porque lo que la sociedad quiere que escriba se interpone entre mí y lo que quisiera escribir. Se hace pasar por lo que me interesa. En realidad yo no querría estar escribiendo estas palabras. Son las que ustedes, a través de un formidable aparato cultural, me imponen.
¿No les da vergüenza? ¿Por qué le tienen tanto miedo a la expresión individual? Dejen de homogeneizar la cultura. Incluso, dejen que la cultura nos abandone. Así podremos tener cada uno la propia. Imagínense, siete mil millones de culturas en el mundo, en lugar de unas pocas. Cada persona sería valiosa por sí misma. Pero no. En cambio, acá estoy, contribuyendo a una sociedad en la que me encuentro, sin haber elegido estar. Y sin escape, porque lo único que puedo hacer es irme hacia otra sociedad. O escaparme a una isla remota. Pero si hago eso, igual llevaré conmigo la sociedad que me produjo. Y voy a seguir operando como me indicaron desde muy chico.
Lo úunico que me queda, entonces, es estar acá, tratando de escribir lo que me sale de más adentro, en lugar de lo que la sociedad me impone. Pero es la sociedad la que me rodea con lenguaje, y sin eso no hay escritura. Y además, si llego a escribir en un idioma raro, o inventado, o sin coherencia, nadie leería lo que escribo. Y entonces mi expresión genuina sería un desperdicio.

Distrito de suicidios

El municipio ha declarado a este sector de la ciudad “distrito de suicidios”. Dentro de sus límites, quedan abolidas todas las leyes referidas a suicidio. Es, en efecto, una zona liberada para quitarse la vida.
Se solicita a los suicidas utilizar los recursos que encuentren en ese sector, y no hacerlo en ninguna otra parte. Este es el único lugar de la ciudad donde se permite dicha actividad. Hacerlo en otro lado puede resultar perjudicial para el resto de la población.
En el distrito de suicidios, se han tomado todas las precauciones necesarias para que los suicidios terminen en sólo la muerte del interesado, sin que el proceso afecte a terceros. Los puentes tienen suficiente distancia hasta el agua. Las veredas que rodean a los edificios altos han sido cerradas al tránsito. Hay líneas de puntos que delimitan inequívocamente las zonas de aterrizaje. Se solicita al suicida respetarlas, y del mismo modo se solicita a los transeúntes no cruzarlas.
Para poder utilizar las instalaciones del distrito de suicidios es necesario sacar turno a través del sitio web del municipio. Según la urgencia, se le asignará un horario. El comprobante impreso deberá ser exhibido ante las autoridades del distrito, que otorgarán los elementos requeridos. Estos elementos se otorgan en calidad de préstamo, y serán recuperados al concluir su uso.
El aspirante a suicida gozará, a su vez, de un boleto gratuito en transporte público, sólo de ida, desde su domicilio registrado hasta el límite del distrito. Una vez ahí, será recibido por un equipo de expertos, que le tomarán los datos propios, los de los herederos, y le preguntarán de diferentes maneras si está seguro. En caso de tener dudas, los psicólogos del distrito estarán a disposición para aclarar sus pensamientos y darle ánimo.
Cuando el aspirante confirma el deseo de realizar el acto, puede entrar en la zona y es libre de elegir el método. El suicidio se realiza bajo su exclusiva responsabilidad, y bajo su propio riesgo. El municipio no asumirá los costos médicos devenidos de un suicidio fallido. El aspirante deberá estar preparado para esta eventualidad.
El distrito de suicidios está abierto los días hábiles, de 9 a 18. Al finalizar, se realizarán las tareas de recolección. Se ruega no excederse del horario estipulado. En caso de duda, puede llamar al teléfono gratuito del municipio, donde le responderán con mucho gusto.

Mercado de religiones

Cuando la gente no encuentra una religión cerca, empieza a desesperarse. Un porcentaje importante de la humanidad necesita apoyarse en certezas. No importa si esas certezas son equivocadas, la necesidad es de saber cosas que no se discutan, pilares en los que cada uno puede apoyar su vida.
Desde el principio de la Historia existieron esos pilares. En general fueron muy fuertes. Abarcaban a mucha gente, y mientras más gente se apoyaba en ellos, más fácil era persuadir a los otros de que las certezas sobre las que todo descansaba eran tales.
Actualmente, la situación es distinta. Las religiones están ahí todavía, pero no son tan atractivas. Han sido reemplazadas en muchos casos por otras formas de pensamiento mágico. La gente ya no dura toda la vida en una religión. Se va mudando, salta de una a otra.
Existe un mercado de religiones muy activo. En todos los ámbitos aparecen los vendedores de religión, que ofrecen a las personas que pasan cerca la posibilidad de sumarse a su selecto club. Ellos tienen todas las respuestas, todas la certezas que la otras religiones sólo fingen tener. La gente puede obtener el privilegio de pertenecer mediante un módico pago.
Cada una de estas religiones ofrece un mundo nuevo, una manera de ver la vida que difiere un poco o mucho de lo que cada persona antes hacía. Marcan un camino fácil, bien delineado, que permite dar un marco de previsibilidad a las acciones futuras. El azar queda afuera, uno es protegido por la pared que se construye alrededor. Nada la puede penetrar si uno tiene la fuerza de voluntad suficiente. El único que la puede romper es uno mismo.
A veces esa pared se rompe, y uno queda desprotegido. Pero por suerte, no pasará mucho tiempo hasta que venga el representante de otro club a ofrecerle la construcción de otra pared, mucho más sólida, que le permitirá volver a sentirse respaldado, ya no intimidado, por un mundo mucho más grande que uno.