El trabajo del terrateniente

El señor Barriga era un terrateniente que poseía, entre otros emprendimientos inmobiliarios, una vecindad donde vivía un grupo sorprendentemente estable de inquilinos. Cada uno de ellos ocupaba un departamento, algunos con sus hijos o sobrinos, algunos en soledad.
El señor Barriga quería tener la vida tranquila del que vive de rentas. Sus propiedades constituían un activo que le podía reportar suficiente dinero como para no necesitar otra profesión. Lo único que debía hacer era manejar bien esas propiedades. El servicio que aportaba a la sociedad era proporcionar viviendas, y administrar las áreas comunes.
La única vecindad que le conocimos se conservaba en estado decente, aunque no lujoso. El mantenimiento podía mejorarse, del mismo modo que el revoque de las paredes. En algunos sectores quedaban los ladrillos a la vista. Esto no generaba riesgos estructurales, y de hecho los daños eran menores, considerando el maltrato que recibía la vecindad por parte de algunos de los inquilinos, en particular los niños. En su afán por divertirse en un contexto de relativa pobreza, muchas veces aplicaban golpes a distintas partes de la vecindad. Uno de ellos, conocido como “el chavo del 8”, por vivir en el departamento número 8, tenía la puntería de golpear siempre al señor Barriga con algún objeto contundente, cada vez que el propietario ingresaba a la vecindad.
El señor Barriga era generoso. Comprendía el valor social de sus posesiones, y no trataba de exprimir hasta el último centavo de los inquilinos. De hecho, el niño que siempre lo golpeaba accidentalmente vivía sin pagar ningún alquiler, porque era un huérfano de extrema pobreza, y el señor Barriga no tenía corazón como para echarlo del lugar, ni la necesidad económica de hacerla. Incluso, en una oportunidad lo llevó de vacaciones con su familia. Los niños de la vecindad eran amigos de su propio hijo, Ñoño, un corpulento muchacho de gran parecido con su padre.
Para el señor Barriga, las visitas a la vecindad eran una cuestión de trabajo. Él cobraba personalmente el alquiler a los inquilinos, y eso le permitía llevar el control de la propiedad. Sin embargo, que sepamos, era muy frecuente que se diera la situación de que el señor Barriga, terrateniente, era el único de los adultos de la vecindad que trabajaba.
Doña Florinda, la viuda que vivía con su hijo y a veces con su sobrina, vivía de la pensión de su esposo, perdido en alta mar. Doña Clotilde, que vivía en el departamento 71, era claramente jubilada. Don Ramón, del 72, sólo a veces trabajaba haciendo changas, y nunca podía pagar la renta. Debía catorce meses, aunque es menester mencionar que esos catorce meses se mantuvieron constantes durante mucho tiempo, por lo que Don Ramón pagaba, pero sus problemas radicaban en ponerse al día. Tal vez su anciana abuela, que rara vez salía del departamento, lo ayudaba en las mensualidades. Otro que debía catorce meses era Jaimito, el cartero, que trabajaba pero muy poco, porque su prioridad era evitar la fatiga.
El señor Barriga era un terrateniente benévolo, solidario y perdonador. Si tomamos las estadísticas, su administración de la vecindad era deficiente, al no obtener rentas de todos los inquilinos y faltarle detalles de mantenimiento y amenities. En la realidad, una cosa perdona a la otra, y el señor Barriga estaba contento con ser parte de una comunidad. Con el profesor Jirafales, un visitante frecuente, formaba la aristocracia del caserío. Ambos eran un modelo a seguir. Un modelo de autoridad con firmeza y corazón.

Querer ser artista

Ser artista es lo más normal del mundo. El arte está en todos lados. Y si bien es cierto que es necesario que a uno se le ocurra hacer arte, el hecho de estar siempre expuestos al arte nos proporciona un incentivo muy claro para ser artistas. No hay que ser brillante para tener esa idea.
Querer ser artista es poco original. Casi todas las personas quieren serlo en algún momento de sus vidas. Algunas lo dejan de lado porque dejan de considerarlo buena idea, o porque no se animan, o porque se dan cuenta de que no sirven. No tiene nada de malo. El mundo necesita no artistas. Alguien se tiene que ocupar de fabricar asfalto, por ejemplo. Si no, las calles por las que andan los artistas serían más difíciles de transitar, y el arte se vería en dificultades.
Pero es más difícil que a cualquier persona se le ocurra fabricar asfalto que hacer arte. Las escuelas de asfalto, si existen, tienen menos ingresantes que las de arte. Y eso que el asfalto está en todas partes. Los consultores de recursos humanos, en cambio, no están en todas partes. Existen, sí, y para existir es necesario que a alguien se le haya ocurrido que podía serlo. Y son muchos menos los que dicen “cuando sea grande voy a ser consultor de recursos humanos” que los que dicen “cuando sea grande voy a ser actor”. El aspirante a consultor claramente pensó más que el aspirante a actor, y eso constituye un mérito.
A menos que el camino lo haya llevado. Es muy posible que muchos consultores de recursos humanos hayan querido ser actores, y su carrera artística se haya visto frustrada, hasta que encontraron la oportunidad de desempeñarse en el campo de los recursos humanos. Tomaron entonces esa decisión, que bien puede haber sido un acierto. Pero ésos son los consultores por accidente. Los otros, los consultores por vocación, han tenido que pasar por muchas frustraciones hasta poder darse cuenta de que ésa era su vocación. Una vez que lo supieron, tal vez el resto les fue un poco más fácil, sin embargo eso no les quita mérito. Al contrario. Buscaron lo que quieren ser, sin quedarse con lo primero que se presentó ante ellos.  Tuvieron que hacer funcionar su creatividad, al contrario que los artistas.