Blessed are the cheesemakers

La primera persona que se animó a probar el roquefort merece nuestro reconocimiento. Este anónimo era probablemente un quesero intrépido, inquisidor y, sobre todo, valiente. Este individuo abrió un balde de queso, después de haberlo dejado fermentar durante algún tiempo. Y al descubrir las manchas verdes, no lo tiró a la basura. No protestó porque se le llenó de moho el queso. No maldijo su suerte. En su lugar, se animó a probarlo, y lo encontró no sólo comestible, sino inverosímilmente delicioso.
Quién sabe cuántos otros queseros descubrieron el roquefort antes que él y lo descartaron por defectuoso. Quién sabe cuántos se animaron también a probarlo, y el gusto les desagradó lo suficiente como para descartar todo el proyecto. Tenemos la suerte de que haya nacido este anónimo benefactor de la humanidad, que nos dio un queso distinto.
Claro que la otra cara de esta moneda es preguntarnos cuántos roquefort quedan sin descubrir debido a la cobardía de otros queseros, más propensos a tirar su trabajo a la basura por considerarlo defectuoso. Pero quiero suponer que no son tantos. Que los queseros saben lo que hacen, y por eso nos han legado tantas variedades diferentes de la misma sustancia básica.