El destinatario

Tiburcio caminaba. Seguía caminando. No tenía un rumbo preciso ni demasiado apuro. De pronto vio algo que lo hizo detenerse. Veía, allá a lo lejos, una luz intermitente. Se quedó embobado mirando la luz para ver qué le estaba diciendo. Pensó que existía el propósito de que él viera esa luz cuando, inmediatamente después de que él enfocara su vista sobre ella, quedó fija. Luego de pensarlo unos instantes, comprendió el significado. Cuando se apagó y se encendió la de abajo, que era verde, cruzó la calle.
Ante él, se detuvo un colectivo que tenía un letrero que decía “vamos a la Rural”. Tiburcio pensó que era una invitación para él, y se subió. Pidió un boleto hasta la Rural y se sentó del lado de la ventanilla, a la derecha de la unidad. Tenía un asiento vacío a su izquierda, que no tardó en ser ocupado por una persona que subió minutos después. Tiburcio se alegró de haber sido elegido por esta persona como compañero de viaje, y se corrió lo que pudo para hacerle el trayecto más cómodo. Algunas cuadras después se bajó un señor de uno de los asientos individuales de la izquierda, y la persona que Tiburcio tenía a su lado se levantó para sentarse en el lugar que había quedado libre, abandonando así la compañía de Tiburcio, quien se puso mal y fue, entre lágrimas, hacia la puerta a bajarse. La persona que lo había herido no se habría enterado de nada, de no ser porque Tiburcio, cuando se abrió la puerta, se acercó y le gritó “ya vas a venir a pedirme algún favor”. Seguidamente le dijo al conductor que el viaje a la Rural iba a tener que postergarse para alguna otra ocasión, y se bajó.
Caminó unos metros y pasó por un quiosco que tenía un enorme cartel que decía “tome Coca-Cola”, por lo que aceptó la invitación y le pidió al quiosquero si no tenía una botella de esa gaseosa. El quiosquero le dio una y Tiburcio se la tomó. Al terminar le agradeció y atinó a irse, pero el comerciante le indicó que debía pagar. Tiburcio se indignó y dijo que lo habían engañado, pero para no armar un escándalo pagó la gaseosa, mientras exclamaba que nunca más iba a aceptar una invitación de ese lugar.
Tiburcio llegó a la esquina y no sabía para dónde ir. Pensó que, de todos modos, podía ir para la Rural y reencontrarse con el colectivo, que, después de todo, no era el que lo había ofendido. Pero no sabía si lo iba a encontrar ahí. Mientras dudaba, pasó una paloma en la dirección contraria a la que debía tomar para ir a la Rural, y Tiburcio vio en su vuelo un mensaje que le decía que no fuera. Entonces dio media vuelta y caminó hacia el lado de su casa, que era el mismo que llevaba la paloma y lo que le había dado la pista de que la paloma le estaba diciendo algo a él y no a otra de las muchas personas que había en ese momento en la calle.
Un rato después, pasó por la vidriera de un local de electrodomésticos que tenía una cantidad de televisores encendidos, todos en el mismo canal. En ese momento se veía en la pantalla de los televisores la promoción de un canal que decía “estás en casa”. Tiburcio se alegró de haber llegado, y entró. Se sentó en un sillón que estaba para promover unos equipos de home theatre, agarró su teléfono celular y se pidió una pizza. Como no llegaba, luego de un rato llamó para reclamar, y le dijeron que se habían cansado de tocar timbre en su casa sin recibir respuesta. Tiburcio pidió disculpas, y atribuyó su falta de audición a todos esos aparatos que alguien había instalado en su vivienda, y también a toda la gente que, por alguna razón, se sentía libre de recorrerla.
En eso se le acercó un hombre vestido de rojo que le preguntó si lo podía ayudar. Tiburcio le agradeció la amabilidad y le pidió una pizza. Este hombre consultó con otro, que tenía una chapa en el pecho similar a la que él también tenía, pero de otro color. Entre los dos lo sacaron del local y cerraron la puerta. Vio Tiburcio que era de noche, y quiso abrir la puerta para poder pernoctar en lo que creía que era su domicilio. Pero la llave que tenía no funcionaba, no podía hacerla girar en la cerradura de la puerta del local. Tiburcio interpretó este hecho como un mensaje que le decía que no debía quedarse ahí. Entonces se fue.
Al rato pasó por un quiosco de revistas, y miró los ejemplares que estaban a la venta. Una de ellas tenía un letrero que decía “reclame póster de San Lorenzo”. Tiburcio increpó al quiosquero, reclamándole el póster. El quiosquero explicó que debía comprar la revista para acceder a ese objeto, entonces Tiburcio la compró. La abrió y encontró un póster pero no de San Lorenzo sino de once futbolistas con camiseta rayada. Tiburcio volvió entonces a increpar al quiosquero y le reclamó la imagen prometida de Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia. El quiosquero, como Tiburcio ya lo tenía cansado, lo mandó a llorar a la iglesia.
Cuando llegó a la iglesia, Tiburcio inquirió cuál era el lugar más adecuado para llorar. Le contestaron que el confesionario. Fue entonces ahí, y entre sollozos le preguntó al cura adónde podía conseguir el póster del padre Giustiniani. El cura le preguntó quién era. Tiburcio se lo explicó, y le contó que le habían prometido ese póster luego de comprar una revista. El cura le explicó que ahí no tenían ningún póster, pero tal vez le podía conseguir alguno usando algún contacto con El Vaticano. Tiburcio pidió hablar con el dueño del lugar, y el cura le explicó que la Iglesia no tenía dueño, a lo cual Tiburcio respondió que había visto afuera un letrero que decía que esa era la casa del Señor, y pidió hablar con el Señor. El cura le contestó que el Señor lo escuchaba permanentemente. De este modo, Tiburcio vio que no se podía razonar con esa gente, y se fue de ahí.
Siguió caminando hasta que llegó a un cartel que decía “Doblas”, al que obedeció. Supuso que el destino tenía algo para él en esa calle. Y efectivamente, a un par de cuadras había una pared con una leyenda que decía “esta pared es suya, cuídela”. Tiburcio aceptó la misión, y aún se encuentra ahí, montando guardia y asegurándose de que nada le ocurra a esa pared.