Créditos

La vida puede ser larga. Y muchas veces, cuando la vida es larga, el último tramo es improductivo. Es una etapa oscura en la que la vida en sí ya está acabada, no obstante continúa. Los que tienen suerte pueden disfrutar los recuerdos, compartirlos con la gente que tienen alrededor. Repasar su vida desde el final, en orden o en desorden.
Es la etapa de los créditos. La historia en sí ya terminó, se llegó al final, no va a variar a grandes rasgos. Pero la existencia se estira, a veces en forma excesiva. Hay una banda sonora, generalmente externa. Pero el movimiento es simple, estático, unidireccional.
La dirección es hacia arriba. Tal vez es por eso que la gente habla de que los que se mueren van al cielo. Porque los créditos así parecen sugerirlo. La gente trata de estirar todo lo que puede la vida, aunque sea inútil. Nombran a todos los que los acompañaron, todos los que los conocieron, por mínima que fuera su participación. Es una manera de seguir estando.
Los que no siguen estando son los otros. Mucha gente se va durante los créditos. Son pocos los que se quedan hasta el final. Son los más fieles, los que deciden ocupar el tiempo en quedarse.
Y a veces son recompensados. Ocasionalmente, cuando parece que hasta los créditos ya terminaron, hay una escena posterior. Un renacer de la vida que dura poco, pero permite disfrutar una última vez de la persona. Un canto del cisne, un epílogo.
Después de eso, la vida se suele extinguir. Sólo queda que aparezcan los estudios. Después se cierra el telón. La película se acaba. Más tarde, para los que quedan, empieza otra.

Vos o yo

No sé si soy vos o si soy yo. En realidad sí, soy yo. Pero no sé si yo soy vos.
¿Cómo averiguarlo? Toda la gente me dice vos, pero eso no es diferencia. A vos también te dirían vos, incluso si fueras yo. Y vos, cuando te referís a vos, decís yo, igual que yo.
Puedo mirar mi documento para ver cuál soy. Ver la foto, mirarme al espejo y descifrar si en los años desde que fue sacada esa foto carnet el que aparece ahí puede haberse convertido en el del espejo. No es fácil, ni concluyente. Puedo perfectamente equivocarme en ese paso. Pero aun si no me equivoco, no significa que yo no sea vos.
Sé que yo era yo. El tema es que ahora me siento vos. ¿Me habré convertido en vos? Es un asunto que va mucho más allá de la identidad. Para afuera sigo siendo yo, pero en el fondo de mí, tengo miedo de ser vos. En realidad tengo miedo de no ser yo, eso sería lo grave, no me molesta tanto la idea de ser vos.
Ésa es la situación. Yo, que tal vez sea vos, siento que soy vos. Se me ocurre que a vos te puede pasar algo similar. ¿Puede ser? ¿Alguna vez te sentiste mí?
No sé cómo se siente ser yo. Es fácil reconocerlo. Tampoco te podría describir cómo es esto que siento, ahora que soy vos. Es como que algo no está del todo en su lugar. Un punto de vista corrido. Hago cosas que yo no haría y vos sí. No sé bien. Antes, sin embargo, tenía otra seguridad. Por ahí vos siempre te sentís así.
Capaz que vos te sentís incompleto. O sobrecompleto, no sé. O encontrás que adentro de vos, en el interior más íntimo, ya no sos el mismo. Eso es lo que me pasa a mí.
¿Cómo reconocerlos? Si realmente vos sos yo y yo soy vos, tendríamos que intercambiarnos. No sé cómo se hace. Lo que sí sé es que sería mucho más complicado si vos no fueras yo, sino un tercero. Eso generar un problema muy grande, que podría involucrar a toda la sociedad.
Imaginate. Yo soy vos. Vos sos él. Él es ella. Ella es ella otra. Y seguimos así hasta, por fin, encontrar a alguien que sea yo. Sólo en ese momento podemos empezar el intercambio. No sólo vos vas a volver a ser vos, sino que todos vamos a volver a ser yo.

Atrapados en el ascensor

—Déme la mano.
—¿Para qué?
—Así lo saco.
—¿Y usted quién es?
—Vengo a rescatarlo.
—No le pregunté a qué viene, le pregunté quién es.
—¿Importa?
—Claro que importa. ¿Cómo me voy a dejar llevar por cualquiera?
—Bueno. Soy Ignacio Cossi.
—¿Y qué me importa su nombre? Yo quiero saber quién es.
—Soy el rescatista que viene a rescatarlo, señor. Ahora, déme la mano.
—Espere un momento. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Me parece que no tiene más remedio que confiar.
—Puedo quedarme en este ascensor hasta que aparezca alguien confiable. No tengo apuro. Prefiero llegar tarde, pero llegar.
—Pero señor, déme la mano y lo saco. No tiene por qué desconfiar. Es mi trabajo.
—¿Y cómo sé si usted es bueno en su trabajo? Puede ser un inútil más.
—No es muy difícil. Yo estoy arriba, usted abajo. Si me da la mano, yo tiro y los dos nos vamos.
—Eso es lo que me parecía: lo que usted quiere es irse. Váyase, yo voy a esperar a alguien que sí tenga ganas de rescatarme.
—¿Usted no tiene ganas de irse?
—¿Qué pregunta es esa? Claro que tengo ganas. Pero eso no significa que vaya a aceptar cualquier cosa. Faltaba más.
—No lo puedo dejar acá. El reglamento impide que abandone a quien estoy rescatando. Me va a tener que dar la mano.
—¿Ah, sí? Espere sentado. No le doy nada. Vaya y traiga a alguien calificado.
—¡Yo estoy calificado, señor!
—Bueno, me muestra el certificado que así lo acredita y levanto las manos.
—Acá tiene el carnet.
—¡Cualquiera puede imprimirse un carnet! Con menos que un analítico legalizado no me muevo. Si no, ¿cómo sé que usted es personal idóneo? Acá dice que tengo que esperar al personal idóneo.
—OK, ahora se lo traigo.
El rescatista va a la oficina, trae un papel y se lo alcanza a la víctima. Cuando el señor atrapado estira los brazos para recibir el certificado, el rescatista lo toma de las manos y lo saca del ascensor, ante las airadas protestas del ciudadano rescatado.
—Lo cagué.
—Gracias.
 

Difusión de las palabras

Ya tengo preparadas mis últimas palabras. Están buenísimas. Van a garantizar que se me recuerde durante siglos. Estaría bien que no fuera sólo por esas palabras, sino por algún hecho trascendente durante mi vida. Pero las últimas palabras están diseñadas para ser memorables independientemente de qué haya logrado.
Por eso no las digo ahora. Mirá si algún imbécil las lee, se muere antes que yo y me roba las últimas palabras. Y con ellas la fama eterna. No da. Mejor me las anoto en algún lugar seguro. Las memorizo también, para que en cualquier momento que ocurra la muerte poder insertarlas en la posteridad.
Claro que, para que a alguien le importen esas palabras, tengo que ser conocido por algo. Tengo que tener algún grado de personería pública. Es decir, me tengo que hacer famoso. Así hay alguien interesado en escribir mi biografía, y en recopilar mis últimas palabras. No tengo que hacer nada extraordinario, o por lo menos nada especialmente extraordinario dentro de lo que hacen los famosos. El mérito puede ser fácilmente olvidable. No importa. El asunto es generar una excusa para que se difundan las últimas palabras. Porque si no, sin que nadie se entere porque no me conocen, alguien me las puede afanar post-mortem, y ahí sí que no puedo hacer nada.
Para que se conozcan, tengo que tener testigos. No puedo morir solo. Tiene que ser una muerte más o menos predecible, que me permita pronunciar las últimas palabras. Si llegara a ser decapitado sorpresivamente, por ejemplo, el plan se arruinaría. Lo único que puedo hacer es tener cuidado.
Tal vez la mejor manera de dar a conocer las palabras es hacerme condenar a muerte. Para eso tendría que cometer algún crimen serio en un país que tenga esa clase de castigos. Pero es algo engorroso. Por ahí me tengo que comer años de sufrimiento en una cárcel mugrosa, sólo para esperar el momento de decir las últimas palabras. Es más fácil suicidarme directamente, en público. Eso puede ser incluso el ticket a la fama necesaria para difundir las palabras. Pero me da la sensación de que es trampa. Así cualquiera.
Así que lo que pienso hacer es rodearme de testigos. Tener criadas, gente que me atienda, que cuando llegue el momento de mi agonía esté con un anotador o grabador cerca. Así van a poder registrar las palabras, y voy a conseguir, junto con la muerte segura, la inmortalidad.

Estado del tiempo

No se puede creer el tiempo que hace. Parece que estuviera loco. Ayer nomás hacía una temperatura totalmente distinta. ¿Quién hubiera pensado que hoy iba a estar así?
Así no se puede saber cómo vestirse. No se puede confiar en los pronósticos. Dicen una cosa, y después pasa otra. O pasa lo que dicen, pero como no podemos confiar no sabemos si tenían razón o sólo acertaron. Mientras tanto, no tenemos la ropa adecuada, y sufrimos las inclemencias.
Si por lo menos fuera la época opuesta del año, sabríamos a qué atenernos. Pero ahora está todo muy impredecible. Un día hace frío, al otro hace calor. En un momento llueve, y a los cinco minutos sale el sol. No es serio.
Me encantaría que hiciera el tiempo contrario del que hace. Porque es mucho mejor. No es que no se sufre, claro, pero es mucho más llevadero. Preferiría algo más moderado, pero si vamos a elegir entre extremos, yo siempre elijo el otro. Así como está, no hay quien aguante. Es un calvario.
Lo bueno es que, viendo lo que pasó en los últimos días, lo más probable es que este tiempo no dure mucho. Por suerte, pronto mejorará.

Volver al origen

Encontré un grupo en Facebook titulado “Nacidos en el Sanatorio Otamendi en agosto de 1980”. Como era una condición que compartía, entré. Y me puse a participar en la charlas que se daban entre los distintos miembros.
No conocía a nadie. Tampoco parecíamos tener demasiado en común. Pero había un vínculo. Algo me llevaba a estar ahí, a pasar tiempo en esos foros con esa gente que no había visto en casi toda mi vida. A los demás les pasaba lo mismo.
Surgió rápidamente la idea de hacer una reunión. Juntarnos a tomar algo, a conocernos personalmente, a reencontrarnos después de más de treinta años. No íbamos a tener anécdotas para compartir de nuestro tiempo juntos, porque ninguno se acordaba, pero no era importante. Queríamos compartir el presente.
No era cuestión de comparar dónde estaba cada uno en ese momento. Era generar un vínculo que no habíamos creado en el sanatorio, a pesar de que habíamos compartido momentos decisivos para nuestras vidas. Pero, claro, en esa época no sabíamos que existía la posibilidad de relacionarse con la gente. Ni siquiera sabíamos que éramos personas diferentes de nuestras respectivas madres.
Así que nos juntamos un sábado a la tarde. Era raro. Teníamos más o menos la misma edad. Cada uno llevó su partida de nacimiento para comprobar que era verdad que todos pertenecíamos al mismo selecto grupo. Descubrimos que todos nuestros números de documento eran correlativos.
Fuera de eso, no nos reconocíamos, ni teníamos códigos en común. Pero nos entendimos bien. Compartíamos un origen, con eso nos bastaba.
Juntos tratamos de hacer memoria, a ver si nos podíamos acordar de aquellos momentos primordiales. No había caso. Algunos teníamos cierta imagen, debido a hermanos menores nacidos en el mismo lugar. Pero no era igual.
Se nos ocurrió que los que debían acordarse eran los del sanatorio. Seguramente quedaba alguien todavía de aquella época. Inmediatamente salimos para Azcuénaga y Paraguay. Estábamos volviendo al punto de origen de cada uno de nosotros. Y aunque todos habíamos pasado desde entonces por ahí, era la primera vez que íbamos todos juntos.
Una vez adentro, sentimos que algo nos llamaba. Nos preguntamos si todos sentíamos lo mismo, y efectivamente ocurría. No hubo necesidad de que alguien tomara la delantera. Fuimos todos hacia el mismo lado. Una misteriosa fuerza nos atraía.
Pasamos varias puertas, y aparecimos en la maternidad. Pero la fuerza nos seguía atrayendo. Seguimos de largo, a pesar de que cualquier habitación podía ser la que en aquel agosto nosotros ocupamos junto a nuestras madres, padres y las primeras visitas. Esas puertas adornadas con moños celestes y rosas no eran lo que nos atraía. Había otra puerta, más al fondo, que se bamboleaba hacia atrás y adelante.
Era la sala de partos. Fuimos hacia ahí, decididos a ver de nuevo el primer lugar que habíamos visto. Era el momento de hacerle llegar nuestro respeto. Fuimos cada vez más rápido.
En el momento que atravesamos la puerta, se produjo un apagón. Nos vimos en la más absoluta oscuridad. Se oían algunas voces, no sabíamos si cercanas o lejanas porque hablaban bajo. No había ninguna luz de emergencia, nada que nos permitiera ver dónde nos encontrábamos y si estábamos por toparnos con algún obstáculo. Todos nos quedamos quietos. A lo lejos, sentimos el llanto de un bebé que, al contrario de nosotros en aquel mismo sitio, todavía no había podido ver la luz.
Teníamos que ayudarlo. Pensamos que eso era lo que nos había llevado hacia ahí. Seguimos el llanto del bebé hasta que dimos con él, o ella, y delicadamente, sin ver nada, lo sostuvimos en nuestras manos (lo agarré yo porque suelo lavármelas muy seguido). Nadie pareció sospechar. Cuando lo tuve en mi poder, dije un discreto “vamos”, y todos dimos media vuelta hacia la puerta.
El bebé se portaba bien. No protestaba. Tal vez sentía el mismo vínculo que nosotros. También compartíamos el origen. Lo llevamos delicadamente hasta la puerta, cuidando de no tropezarnos con nada. De pronto, un rayo de luz invadió el ámbito oscuro. Todos nos tapamos los ojos. Era muy brillante. Segundos después vimos que era la puerta, que el primero de nosotros mantenía abierta para que saliéramos.
Llegamos al hall, donde comprobamos que el bebé era una nena. Le mostramos el Otamendi, y de paso lo recorrimos nosotros también. Para nosotros fue un reencuentro, para ella un encuentro. Cando terminamos la vuelta la llevamos de nuevo a la sala de partos. Esta vez estaba iluminada. La madre estaba preguntando por su hija. Se la entregamos diciéndole “listo, ya vio la luz”.

Censura y el viento

El gobierno emitió un decreto que prohibía la reproducción y radiodifusión del tema “Tiritando”, del cantante Donald. Entre las razones esgrimidas para hacerlo figuraban la necesidad de proteger a la sociedad de la sobreexposición habitual a este tema que ocurría cada verano, y también dejar espacio para la expresión de otros compositores. Era una medida, según decía el gobierno, que promovía la amplitud y diversidad.
Grandes sectores de la sociedad se indignaron ante la noticia. Los noticieros, aprovechando que el decreto daba un margen de diez días antes de poner en efecto la prohibición, aprovecharon para ilustrar el hecho con el tema. Entonces se oyó por todos los canales la estrofa inicial:
Las olas y el viento, sucundún sucundún
el frío del mar (shala lala lala)
el frío de tu alma (shala lala lala)
me hace tiritar.
En los medios que tenían como objetivo difundir ideas y pensamientos afines al gobierno, se decidió adelantar la prohibición y no emitir el tema. Los diferentes periodistas y opinadores se las vieron en figurillas para justificar la medida. Se limitaron a repetir los argumentos del decreto y ridiculizar las opiniones contrarias. Pero trataron de evitar el asunto lo más posible.
La sociedad, sin embargo, sintió solidaridad con el autor del tema y con sí misma. Como una medida espontánea de rebelión popular, mucha gente que nunca escuchaba el tema compró el disco y empezó a pasarlo en público una y otra vez, desafiando la autoridad gubernamental. Ante la actitud social, muchos medios independientes decidieron arriesgarse a sanciones y difundir la canción. Sonaba todo el día por radio y televisión. Los diarios imprimían la letra.
Algunos medios trataron de encontrar al autor de la canción, Donald, para preguntarle qué sentía ante lo que estaba pasando. Pero Donald estaba en un geriátrico, sordo, y dedicaba sus días a mirar las manchas de humedad en el techo. Nunca se enteró de lo que estaba pasando con su canción, ni de que se había convertido en un símbolo de las luchas de las sociedades por sus derechos.
Cada audición de “Tiritando” era una tirada de orejas al gobierno, un recordatorio de que la sociedad era soberana y no aceptaba prohibiciones arbitrarias. Una incitación a cuestionar no sólo ésa, sino otras medidas que el gobierno había tomado con anterioridad y pensaba tomar. De repente, la sociedad decidió que el gobierno no era confiable.
En las altas esferas gubernamentales decidieron que la situación requería un cambio de rumbo. Entonces lo tomaron sin dilación. Decidieron no sólo anular el decreto, sino mostrar su compromiso con la libertad de expresión. Para eso, y para mostrar que no había rencores, una ambulancia del Poder Ejecutivo fue a buscar a Donald a su geriátrico, y lo llevó directamente al salón de actos de la Casa de Gobierno, donde recibió una condecoración presidencial por su incansable lucha contra la censura.

Sobre expansión

La tendencia expansiva del Universo está llegando a límites insospechados. Lo que arrancó como una medida para hacer más lugar para toda la existencia se está volviendo insostenible. El Universo es cada vez más grande, y ya hace mucho tiempo que ha pasado todo límite práctico.
Como consecuencia de la expansión exagerada, ahora todo queda lejos. Los límites de velocidad impuestos hace mucho tiempo resultan insuficientes. Como es imposible quebrarlos, la consecuencia es que la exploración universal se ha vuelto escasa. Lo único práctico es observar, pero hasta la observación presenta dificultades.
La luz demora demasiado tiempo en cruzar el Universo. Antes no era así. Antes un fotón podía ir de un extremo al otro en pocas décadas. Ahora el mismo recorrido demora miles de millones de años. Así la comunicación es imposible. Las especies se extinguen antes de poder recibir una respuesta a sus mensajes. Y las que no, se olvidan, porque en mil millones de años encuentran otras preocupaciones.
Así que es necesario abolir esta expansión indefinida del Universo antes de que sea demasiado tarde. Hay que volver el tiempo atrás, aun si esto implica llevar el tiempo hacia atrás. Tenemos que atraer los límites universales para poder tener una existencia manejable. Y tenemos que hacer un Universo más chico para, por fin, tener la chance de estar todos más unidos.

Mi pacto con ella

Estaba en el baño, leyendo. Por eso sé que había luz. La situación se desarrollaba en forma normal cuando emergió del costado del bidet una cucaracha.
Su voluminoso cuerpo contrastaba con las baldosas claras. Y su movimiento decidido llamó la atención de mis ojos. La miré con curiosidad. Mi impulso fue rociarla con insecticida o aplicarle un zapatazo. Pero no estaba en situación de moverme de ese lugar por el momento. De todos modos, no quería que se me acercara.
Opté entonces por comunicarme con ella. Mientras avanzaba baldosa a baldosa, hice sonar un certero aplauso. La cucaracha inmediatamente se detuvo. Pareció entender el mensaje.
Pero era una cucaracha intrépida, que se había atrevido a hacerse a la luz. Entonces no iba a someterse a mi voluntad durante mucho tiempo. Unos segundos después, probó de nuevo avanzar. Para ese momento yo había abandonado mi lectura y estaba concentrado en su conducta. Cuando atinó a avanzar, volví a aplaudir. La cucaracha se detuvo una vez más.
Generamos una especie de pacto implícito. Yo, que tenía el poder de matarla, la dejaría vivir si no me molestaba. Ambos entendimos los términos. Cuando la cucaracha avanzaba, yo le indicaba con señales sonoras que no estaba bien. Cuando retrocedía, no tenía objeción. Estaba contento. No todos los días uno tiene la oportunidad de comunicarse satisfactoriamente con un invertebrado.
Cuando me levanté, me acerqué a la cucaracha no con intención de matarla, sino de mostrarle que ése era mi territorio. No obstante, estaba dispuesto a dejárselo usar por un rato, siempre que no interfiriera con mis actividades. Así que, al salir del baño, cerré la puerta y apagué la luz, para que estuviera cómoda. Pero no sé si me entendió. Cuando volví, no estaba. Ahora cada vez que voy al baño la busco. Nunca ha vuelto. No sé si está escondida. O tal vez la agarró algún otro y la mató. Espero que no. Era una cucaracha macanuda.