El peligro de Holanda

Holanda es un país muy delicado. Al estar erigido en tierras más bajas que el nivel del mar, siempre tienen el peligro de las inundaciones. Por ese motivo, han construido una serie de diques, que sirve de contención para cuando hay más agua que la normal. Los diques tienen una capacidad limitada: si el agua llega a estar más alta que ellos, desbordará y el país sufrirá una catastrófica inundación. En ese caso, los diques serán un impedimento para el drenaje.

Es por eso que el sistema de diques tiene que estar muy bien pensado. Son indispensables, pero son muy caros. Requieren, además, constante mantenimiento. Cualquier agujero que se produce deja entrar el agua, y por eso los holandeses han formado equipos de vigilancia que revisan los diques regularmente para evitar catástrofes.

También la cultura se ha formado a partir de este peligro. Cuando una persona ve que un dique tiene un agujero, inmediatamente llama a las autoridades. A veces es necesario que se quede para contener el agua. Esto lo hacen niños y adultos, que usan sus dedos de acuerdo al tamaño del tapón necesario. Es un pueblo muy paciente, capaz de esperar el tiempo que sea preciso hasta que llegan los técnicos correspondientes a realizar las reparaciones. De otra manera, no habrían sobrevivido.

No todos los agujeros se pueden arreglar a tiempo. Es menester prevenirlos todo lo posible, para que su vida no esté en función de los diques, y al mismo tiempo se pueda desarrollar con cierta seguridad. En las cercanías de los diques, tratan de controlar las vibraciones. Evitan hacer desfiles cerca de ellos, para que el ritmo de la marcha no genere armónicos destructivos. Pisan con cuidado, porque un ruido o temblor excesivo pueden ser ruinosos.

Estos aspectos se han transformado en acervos culturales, sin importar dónde se encuentren. Los holandeses temen a las inundaciones aun si están en lugares altos, porque se han criado con esa noción. Y siempre, aunque no sea necesario, tienen cuidado. Por eso, en muchos países, cuando hay eventos populares en los que la gente se emociona, lo más probable es que el que no salta sea un holandés.

Por qué napolitana

La gente quiere ser original. Sin embargo, muchas veces el esfuerzo por ser original no se hace en forma original. Surgen así los lugares comunes. Provienen de intenciones nobles que no han sido ejecutadas con destreza.

Es el caso de la pizza napolitana. Mucha gente quiere evitar pedir lo que realmente quiere, que es mozzarella, porque la consideran una pizza básica. Sobre todo cuando están en grupos de amigos, quieren mostrar sofisticación. Quieren hacerse ver más allá de lo básico, con discernimiento de distintos sabores y texturas.

Pero tampoco quieren ser extravagantes. Rechazan la mozzarella, pero no piden palmitos con rúcula. Tampoco piden mozzarella y jamón, porque no es suficientemente distinta, y aparte puede haber vegetarianos que dificulten la elección. Lo mismo ocurre con la calabresa. Roquefort y provolone generan rechazo por parte de algunas personas.

Les queda entonces la napolitana. Mozzarella con ajo y rodajas de tomate. Otorga no sólo un aire de sofisticación, sino también de vida sana, gracias a esas rodajas. La consideran suficientemente cercana y lejana a la mozzarella como para ser aceptable para todos. Y si les llegan a traer la variante de napolitana que es sin mozzarella, será un error que cometerán sólo esa vez.

Cosa no es coso

Un coso no es una cosa. No cualquier cosa es un coso. Un coso es algo muy definido, al que le falta una palabra cercana que englobe esa definición. Un significado sin significante. Es algo que se puede identificar, excepto que no se puede nombrar.

Una cosa, en cambio, no es eso. Una cosa es todas las cosas. Es un nombre que reemplaza al nombre, y también al concepto. Todo es una cosa, y todas son cosas, pero no todas las cosas son cosos.

Para graduarse a coso, es necesario destacarse entre las cosas. El coso está en un plano superior de entendimiento. La cosa es general, el coso es específico. El coso no es meramente una cosa, es “un coso”, y eso le da una entidad diferente.

Coso no es meramente el masculino de cosa. Son dos conceptos que probablemente tienen un origen común, pero han evolucionado por caminos distintos. Una cosa es una cosa y otra cosa es un coso.

Entender de fútbol

El mundial de Italia comenzó cuando estaba en cuarto grado. Mi interés por el fútbol en ese momento era nulo. Tenía vagos recuerdos del mundial anterior, en el que sabía que Argentina había ganado pero también sabía que era porque justo le había tocado jugar la final: no tenía el concepto de clasificación y había igualado “final” con “último partido”. Me preguntaba para qué jugaban todos los otros si sólo dos iban a jugar la final. La respuesta a esa incógnita era simple pero nunca me había molestado siquiera en deducirla.

Grande fue mi sorpresa cuando se interrumpieron las clases para mostrar la inauguración. Me parecía inútil interrumpir las clases para semejante cosa, prefería que me dejaran ir. Como fue cerca del mediodía, volví a casa a comer y aproveché que las clases estaban interrumpidas para no ir a al jornada vespertina y quedarme en mi mundo.

Se hablaba, sin embargo, de poco más que el mundial. Así que absorbí algunas cosas: Argentina había perdido el primer partido y tenía que ganar el siguiente, y siguió haciéndose camino medio a los tumbos. Los siguientes partidos fueron en fin de semana o en horario posterior al escolar, y no entraron en conflicto con la escuela. Estaban ahí presentes, donde fuera, pero no me había interesado lo suficiente como para prestar atención más que a unos pocos momentos. Pero al menos aprendí que había un sistema de clasificación.

Hasta que llegó el partido con Italia, que fue un día de semana a la tarde. Se interrumpió la jornada de inglés para que lo viéramos. No quería, pero no había opciones, así que lo vi junto al resto de la escuela. Tal vez fue la primera vez que presté atención a un partido de fútbol.

Rápidamente algo me llamó la atención. Yo no sabía nada de fútbol pero había un par de cosas básicas que entendía. Por un lado, sabía que Argentina jugaba con una camiseta celeste y blanca, por lo tanto los de azul eran los otros. Por otro, sabía que en el fútbol hay que meter la pelota en el arco del otro, lo que implica que cada equipo quiere llevarla a un lado específico y alejarla del otro. Cómo funcionaba eso, qué métodos se empleaban para lograrlo, qué era un mediocampista eran conceptos que no conocía ni me importaban.

Inmediatamente comenzado el partido, en medio de la excitación general de la escuela, cada vez que la pelota se acercaba a algún área, no importaba cuál, había un grito generalizado y eufórico de gol, hasta que se daban cuenta de que no era así. Les trataba de decir que no sólo no eran goles sino que estaban celebrando acercamientos del rival, pero mi escasa capacidad de liderazgo ya se manifestaba entonces.

Como resultado, a los pocos minutos de empezado el partido, gran parte de la escuela gritó el gol de Italia.

El partido siguió, con Argentina con la necesidad de empatar para tener chance de jugar la final. Extrañamente, en medio de ese entorno, lo que ocurriera con el partido me empezó a importar. Sin entender exactamente qué pasaba, ni analizar por qué ocurrían las cosas, me fui enfervorizando hasta que grité el gol de Caniggia con emoción genuina.

A partir de ahí, se produjo un quiebre y el fútbol me empezó a interesar. Quería verlo, jugarlo, aprenderme historia, estadísticas. Sepulté definitivamente la Billiken para empezar a comprar El Gráfico, que a los pocos meses vino con unos fascículos prácticos de historia del fútbol argentino, a través de los que conocí por primera vez los nombres y la narrativa correspondientes. Empecé a ir a la escuela de Marangoni, que acababa de retirarse. Y también empecé a vincularme más con mis compañeros de escuela, porque encontré que el fútbol me daba algo en común con ellos.

Luego de ese entusiasmo inicial pasé por distintas etapas de interés pendular. Había años en los que ni me acercaba, otros en los que pensaba todo el tiempo en fútbol. Fui esporádicamente a la cancha, y miraba muchos partidos televisados. También me conecté con las órbitas del fútbol, como los canales de televisión, las revistas o las camisetas.

El universo fútbol absorbe mucho. Abarca toda clase de industrias y formas de pensar. Hay toda clase de actividades que no hacen al deporte, pero se siente como si fuera. Saber de fútbol puede querer decir muchas cosas: entender de técnica, táctica, reglamento, historia, política de clubes y asociaciones, relaciones entre hinchadas, estadísticas, agendas periodísticas, relaciones internacionales y un abultado número de etcéteras que nada tienen que ver con el juego.

Como ejemplo, uno puede pasar semanas enteras viendo programas de fútbol por televisión, y en ningún momento oír hablar de fútbol. Se habla de cábalas, de declaraciones de jugadores, de camarillas de vestuario, de incidentes, de candidatos a reemplazar técnicos, de transferencias, de aniversarios, de sanciones. Cuando se habla de algo que pasó en un partido, tiende a estar reducido a jugadas que pueden o no haber sido penal y cosas así.

Esto permite que mucha gente hable y se ocupe del fútbol sin necesariamente entender de fútbol. Porque lo que observé aquel día de 1990 en la primaria con el tiempo comprendí que seguía siendo cierto en todas las edades: los que les importa el fútbol son una minoría muy pequeña. El resto, como hice yo ese día, se engancha en la vorágine de la pertenencia, sin que le importe demasiado a qué exactamente. Es una actividad estimulante, y como todo estimulante, se corre el riesgo de que en exceso sea tóxica.

Hace algunos años decidí que ya había tenido suficiente. Me cansé de los ciclos, de la calesita de reacciones previsibles ante eventualidades limitadas. Las reacciones de todos los actores ante distintas eventualidades que ocurren regularmente son completamente previsibles. Se puede hacer un diario deportivo mediante algoritmos, sólo llenando los detalles (quién ganó, quiénes hicieron goles), el resto se escribe solo. Obviamente personas talentosas pueden leer e iluminar ecos y significados en las ocurrencias más mundanas, pero en el mundo del fútbol no ocurre lo suficientemente tan seguido.

Desde entonces, mis contactos con el fútbol han sido limitados. Sigue existiendo, es imposible no enterarse de ciertas cosas, y tampoco tengo por qué negarme a ver algún partido si me agarran ganas. Pero no ocupa mi pensamiento, ni despejo mi vida de conflictos que me impidan vivir partidos que antes me habrían importado.

Conservo, sin embargo, la alfabetización futbolística. Cuando me encuentro en una situación en la que se habla de fútbol, puede que no conozca a los jugadores, pero rápidamente puedo ser aceptado como par. Puedo estar sin perderme gran cosa cuando amerita, o cuando no hay más remedio, y puedo saber de qué se trata

Tráfico de figuritas

El coleccionismo de figuritas es una costumbre muy popular entre los escolares. Los fabricantes lanzan todos los años nuevos juegos, con sus correspondientes álbumes, con motivos que están de moda entre los niños de edad escolar. De esta manera, se puede conseguir fácilmente imágenes de los temas de interés, y en los recreos se puede comparar las colecciones. Alguien que tiene el álbum muy completo puede mostrar a un neófito cómo quedará cuando logre un nivel semejante.

Sin embargo, los niños no se quedan en eso. Incurren también en la piratería de figuritas. Muestran un nivel de organización muy sofisticado para hacerlo. Hay grandes proveedores que tienen pilas de figuritas redundantes, o incluso pueden no tener álbum propio, y se dedican a intercambiarlas por otras. De esta manera, se puede avanzar en completar el álbum sin necesidad de comprar todas las figuritas directamente.

Los sujetos que se dedican a este menester normalmente se paran con discreción en rincones de los patios donde se realizan los recreos, y ofrecen a los transeúntes sus servicios. Se procede a una examinación del catálogo, y el cliente elige las figuritas que desea obtener. Los traficantes más sofisticados llegan al punto de poner precio a las figuritas más preciadas, las que cambian por dos o más de las comunes.

Esta actividad ilícita redunda en un perjuicio para el fabricante, que se ve así impedido de hacer muchos más álbumes, y sólo puede dedicarse a los que tienen perspectivas de ser más populares. Montones de motivos de interés más limitado nunca encontrarán a su audiencia gracias al intercambio ilegal de figuritas.

Ha de mencionarse que los fabricantes no están exentos de responsabilidad en la situación. Sus prácticas comerciales, que incluyen la venta de figuritas en paquetes cerrados sin posibilidad de elegir, estimulan el tráfico escolar en detrimento de sus ganancias. Si fueran un poco menos avaros, podrían vender las figuritas en forma individual o por catálogo, de manera de impedir la formación del tráfico indebido, al quitarles la fuente del negocio. Incluso podrían vender los álbumes ya llenos, de manera que sus clientes no tengan que tomarse el trabajo de completarlos figurita por figurita, y obtengan la gratificación de un álbum siempre lleno.

Hay muchas formas de mejorar esta realidad. Mientras no se llegue a un punto de equilibrio entre los comerciantes y los consumidores, el mercado negro continuará avanzando y muchos niños inocentes serán, tal vez sin saber, criminales.

El homenaje a James Penny

Si uno mira El nacimiento de una nación, de 1915, presencia el punto de vista del racismo. La película muestra escenas de esclavos viviendo felices en una plantación del sur de Estados Unidos, compartiendo la comida con sus amos. La concordia se quiebra cuando tienen que soltarlos después de la guerra civil, porque los negros son salvajes y no están preparados para ejercer las responsabilidades que implica la libertad. Al adquirir poder político, los negros, numerosos, copan las instituciones y someten a los blancos, que se consideran los legítimos habitantes de la región. El Ku Klux Klan es presentado en la película como una organización heroica que logró amedrentar a los negros y ponerlos en su lugar, permitiendo la restauración del poder de los blancos y poniendo fin al tiempo del terror.

Al adentrarse en la Historia, uno se da cuenta fácilmente de que no es un juego de buenos contra malos, en el que nuestro rol es tomar partido por los buenos, sino que hay texturas, incluso en los debates que se supone que han sido resueltos. Esa película, filmada cincuenta años después de la Guerra Civil, reconstruye la vivencia de los acontecimientos por parte de aquellos que tenían esclavos. Eran distintas visiones del mundo que chocaban. La división no era necesariamente exacta. Había abolicionistas que pensaban que los negros no eran exactamente humanos. Los grandes temas de este debate (que científicamente está cerrado) siguen existiendo con otras manifestaciones.

Hubo épocas en las que se podía ser abiertamente partidario de la esclavitud y ser una persona respetada en la sociedad. Llegó un momento en el que no, porque el zeitgeist se movió hacia otro lado. Algunas ideas que eran aceptadas dejaron de serlo. Y con el correr del tiempo, no quedó nadie que las sostuviera en público. Lo que sí quedó fue el mundo que las generaciones anteriores nos dejaron, que en todas partes muestra huellas del pasado.

Lo que nos lleva a James Penny. Este señor que vivió en el siglo XVIII se dedicaba al comercio de esclavos. Durante décadas los transportó en la ruta del Atlántico, primero como marinero y después como capitán y dueño de flota. Exitoso en su negocio, se convirtió en un hombre notable de su ciudad, porque tal cosa era compatible con los valores de la época.

Ya entonces, no obstante, se cuestionaba la institución de la esclavitud, y existían movimientos abolicionistas. James Penny se convirtió en una de las voces del antiabolicionismo. En tal carácter testificó ante el parlamento británico, donde habló sobre cómo trataba a los esclavos en sus barcos, y mencionó la tasa baja de mortalidad de su empresa (que lo convertía, para los estándares de la época, en un mercader humanitario). Pero el principal argumento era económico. Sostenía que abolir la esclavitud iba a traer un efecto adverso en el comercio, e iba a afectar particularmente a la ciudad de Liverpool, desde siempre uno de los puertos más importantes de Inglaterra.

Posiblemente debido a esa defensa de la ciudad, se convirtió en una de las muchas figuras esclavistas homenajeadas con una calle. Se bautizó con su nombre a una avenida: Penny Lane. Una búsqueda rápida en Google Maps muestra que hay otras calles con el mismo nombre en el mundo, particularmente en Estados Unidos, donde él comerciaba.

Un par de siglos después, surgió una iniciativa en el Reino Unido que proponía renombrar todos los lugares que homenajeaban a figuras de la esclavitud. Entre ellas figuraba Penny Lane, y su presencia hizo que la iniciativa se cayera. El nombre de Penny Lane se había resignificado gracias a la canción de McCartney.

Debido a la canción, no sólo el nombre Penny Lane había adquirido poesía más allá del origen, sino que la avenida se volvió una atracción turística. El argumento para no abolir la esclavitud podía aplicarse ahora para no renombrar Penny Lane: hacerlo implicaría un perjuicio para la economía de Liverpool.

Este fenómeno es una de las consecuencias del hecho de que el lenguaje está vivo. Cuando se pone un nombre a una calle, pasa a formar parte de del día a día de los que transitan la zona. Son pocos los que piensan en el origen del nombre, y menos a quienes les importa ese origen.

La resignificación es más fácil cuando los nombres son concisos. Si esa calle se hubiera llamado James Penny Lane, seguramente habría sido más difícil no sólo ignorar que se trataba de una persona y no de un centavo, sino que McCartney lo encontrara lo suficientemente atractivo como para titular una canción con ese nombre. Los nombres cortos facilitan la poesía.

En Buenos Aires existe la tendencia opuesta. Se han alargado los nombres de muchas calles, explicándolos. No hay una calle India, sino República de la India. No hay calle Israel, sino Estado de Israel. Veinte años atrás a un tramo de Rawson se lo renombró Palestina, y hace poco se completó: Estado de Palestina (que se cruza con Estado de Israel, y debe haber legisladores que consideraron que crear esa esquina era un aporte a la paz en Medio Oriente). Lo mismo ocurrió con Venezuela y Bolivia, que recibieron los nombres oficiales actuales de esos países. Por el momento no ha corrido la misma suerte la calle que homenajea a los Estados Unidos Mexicanos.

Con los nombres de personas ocurre lo mismo. Para homenajear a Ringo Bonavena, se dio su nombre a una calle de Parque Patricios, que pasó a llamarse Oscar Natalio Bonavena. Alguien decidió que el apodo o el apellido no era suficiente para el nombre de una calle, y decidieron usar lo que figuraba en su DNI. Cerca está la calle Prof. Dr. Pedro Chutro, para la que se consideró que era imprescindible que los transeúntes se enteraran de que el homenajeado no sólo era doctor sino también profesor.

Por su parte, hay muchas calles que recuerdan combates, como Piedras, Suipacha, Pasco, Ayacucho o Tacuarí. Nadie se entera de que fueron combates por el nombre. Hay que conocer Historia o leer las placas colocadas en el nacimiento. A este autor le gusta que exista una calle que se llame Piedras, independientemente de cuál fue el origen. También que sea continuación de Esmeralda. Le gusta además que haya una calle llamada Pozos, sin embargo las autoridades consideraron pertinente alterar ese nombre, y desde hace décadas se ha llamado Combate de los Pozos. Algunos vecinos ahora la llaman, simplemente, “Combate”.

La adición de complicaciones innecesarias en la nomenclatura urbana no sólo puede causar confusiones. También, y más importante, dificulta la poesía. Tal vez nadie iba a escribir una canción titulada Chutro, pero es mucho más difícil que se escriba la balada Profesor Doctor Pedro Chutro.

El homenaje no es tan importante. Sólo existe para aquellos que se toman el trabajo de averiguar de quién se trata, y usted, querido lector, ha de saber que este autor está mencionando por tercera vez a Pedro Chutro sin haberse molestado en averiguar quién fue ese buen señor.

Pero no hace falta ensañarnos con el profesor doctor. Se puede eliminar no sólo títulos o cargos, también los nombres de pila de las personas que donan la denominación. No hace falta que exista la avenida Juan de Garay cuando puede ser Garay, del mismo modo que Rivadavia no necesita el Bernardino. Nadie le dice Jerónimo a Salguero. Figueroa Alcorta tiene un nombre suficientemente largo como para agregarle que fue presidente. Seguí sería una calle magnífica si no le agregaran el Juan Francisco. Lo mismo Oro sin el Fray Justo Santamaría. Y no se limita a los nombres de personas: Ciudad de La Paz se ocupa de aclarar que es por la ciudad, por si alguien llega a confundirse y pensar que es por la paz.

Los nombres no tienen por qué ser algo importante en sí mismo. Dar el nombre de alguien o algo a una calle, o a un edificio público o estación de subte, es invitarlo a formar parte del paisaje público. A integrarse en la vida de una ciudad, a dejar de ser lo que fue para ser un lugar específico, con personalidad, cultura, idiosincrasia. Al darle excesiva importancia al nombre, esa integración se perjudica. Y es una lástima.

Este autor se permite presentar una serie de reglas que podrían seguirse para conseguir más armonía en la nomenclatura:

  • Sólo usar la parte más distintiva de un nombre. Nada de aclaraciones sobre de qué se trata. Nada de nombres de pila. Únicamente utilizarlos cuando no hacerlo pueda inducir a confusión, habiendo considerado previamente si vale la pena tener nombres casi repetidos.
  • Tener en cuenta el uso. A veces los habitantes llaman a un lugar con un nombre que no es el oficial, que sólo sirve para que los pedantes digan “es la plaza Cortázar, no la plaza Serrano”. En esa plaza, por otra parte, nace la calle Jorge Luis Borges, cuyo homenajeado se llamaba a sí mismo simplemente Borges.
  • Evitar los cambios caprichosos de nombres. Serán resistidos, porque es alterar ese paisaje público. Es también una interrupción del imaginario, en el que se ve la mano de las autoridades. Una ruptura de la cuarta pared que sólo debe ocurrir por buenas razones y debe ser manejada con elegancia.
  • Considerar el daño a las curiosidades. Es una lástima que se haya eliminado la esquina de Gallo y Cangallo. También que ya no se pueda vivir entre Lavalle y Lavalleja. O entre Europa (hoy Carlos Calvo) y Estados Unidos. Sí se puede, por ejemplo, vivir en la franja mesopotámica entre Paraná y Uruguay (este autor desconoce si el nombre de esas calles proviene de los ríos, y desea que sea así). Pero si, de pronto, la calle pasara a llamarse República Oriental del Uruguay, esa adición sería una pérdida.
  • Valorar los nombres naturales. Existía en Buenos Aires una calle llamada Arena, porque su suelo era muy arenoso. Más tarde pasó a ser Sánchez de Loria y su continuación Almafuerte. Cien años después se decidió construir un subte bajo Almafuerte. Y la construcción sigue teniendo muchas dificultades, demoras y costos innecesarios debido al suelo arenoso.

La nomenclatura pública no es sólo un espacio disponible para los homenajes que se determinen apropiados. Es parte de lo que se puede hacer, no lo único. Es sano tener en cuenta la elegancia y la armonía. Evitemos poner obstáculos donde no hay. Los nombres de los espacios deben contribuir a hacer más rica la vida.

Carne

Mientras me comía un sándwich, un mosquito revoloteaba a mi alrededor. No iba a poder comer tranquilo con esa amenaza dando vueltas, así que interrumpí la comida para aplastarlo. La técnica de matar un mosquito no se puede hacer en cualquier momento. Requiere que se presente la oportunidad.
El mosquito se posó en el aire, delante de mis manos. Era el momento justo. Entonces, en un rápido movimiento, lo aplasté entre mis palmas. Claro que entre mis palmas estaba también el sándwich. Quedó compactado, y la cocina se llenó de mayonesa. Decidí limpiar después de comer tranquilo. Antes retiré de la miga el cadáver del mosquito. O mejor dicho, de la mosquito, porque es sabido que los mosquitos que pican a la gente son hembras. Esto resultaría un dato importante.
Liberé al sándwich de todas las huellas de artrópodo que vi. Después lo disfruté, porque uno bueno de jamón y queso queda mejor aplastado. La mayonesa se integra mejor con los otros ingredientes. Luego limpié la cocina y me olvidé del tema.
Al rato tenía una extraña sed. En verano es normal que tenga sed. Tomé agua hasta que me sacié. Necesité bastante, pero bueno, acababa de comerme un poderoso sándwich. A la hora de la cena, sin embargo, no tenía hambre. Me sentía gelatinoso por dentro, como si mi estómago estuviera lleno de agua. Hacía rato que no iba al baño, y tampoco sentía la necesidad de hacerlo. Era como si el agua que tomé se hubiera estancado dentro de mí.
Pasé una mala noche. Tuve sueños raros. Estaba en un gimnasio, rodeado de gente musculosa. Todos movían sus brazos y piernas, y sudaban. Sudaban como locos. El gimnasio era una gran pileta de sudor, y la pileta también.
Me desperté con mucho calor, y la cara toda mojada. Casi tanto como la almohada. También sentí un cosquilleo. Estaba adentro, en la panza, y no podía encontrar una posición en la que no lo tuviera. Sentí la necesidad de toser. Al hacerlo, un puñado de mosquitos salió de mi boca. Inmediatamente me atacaron la cara. Tuve que pegarme varios cachetazos para que no me picaran todo.
Mientras lo hacía, pensaba qué podía haber pasado. Tal vez la mosquito que maté con el sándwich se las arregló para poner huevos en el pan, como las cucarachas moribundas. Me crearon el deseo de estancar agua, y ahora se criaban en mi estómago.
Inmediatamente, sentí que me picaba el estómago por dentro. Los mosquitos ocuparon toda la parte superior del aparato digestivo. Podía sentirlo. No pasaban la barrera de los ácidos estomacales, y de esa forma el ciclo no se podía completar de una buena vez.
Me picaba muchísimo, porque producían roncha tras roncha en mi tracto. Tenía ganas de rascarme con el cepillo de dientes, o con el de limpiar inodoros. Pero cuando me paraba no me sentía bien. Me balanceaba. Y me empecé a preocupar de que si llegaba a insertarme un cepillo en la garganta en ese estado, me iba a causar problemas aun más graves. Al mismo tiempo, cada vez que soplaba salían más mosquitos.
Decidí ir al médico. En el colectivo nadie se me acercaba. “¿Qué le pasa a ese señor?” preguntaban los niños a sus madres. “No mires, hijo, no mires”.
El médico se asustó. Quiso disimularlo, pero lo vi en su cara. No se quería acercar. Entonces me acerqué a él. Por la puerta de atrás del consultorio vi el terror de las enfermeras. Decidí usarlo a mi favor, y me acerqué más. Las enfermeras lo empujaron hasta que chocó conmigo, y cerraron la puerta.
Le expliqué lo que pasaba mientras de mi boca salían miles de mosquitos. “Cierre la boca”, me dijo inmediatamente. No me dejó terminar. Me revisó en silencio. Me golpeó con sus dedos parte de mi estómago, y sin querer lancé un eructo con sus correspondientes mosquitos. El médico me miró y se llevó el dedo índice a los labios cerrados. Me examinó un poco más antes de darme la mala noticia.
“Esto no tiene cura. Sólo podemos paliar los síntomas”, dijo el médico mientras me ponía una cinta en la boca. Ante mi cara de estupefacción, me explicó que no existía antibiótico para los mosquitos. Si intentaba ahogarlos con agua, sólo conseguiría hacer nacer a los huevos que indudablemente estaban poniendo en mi organismo. Si intentaba beber insecticida, me moriría yo. Si tomaba un buen trago de Off, produciría un frenesí interno que haría peor todo.
Al salir le pregunté qué podía hacer. El médico me dio un solo consejo. “Déles carne. Mucha carne”.

Muestra de canto

Los niños invitaron con ilusión a sus familias. Los padres, los hermanos, los abuelos, los tíos, los primos concurrieron a verlos cantar. Estaban junto a los familiares de los otros niños que cantaban. Todos ilusionados porque era un día en el que se consumaban las aspiraciones artísticas de todos.
Nadie conocía a nadie. Los niños iban a clases individuales, y por eso pocos se conocían entre sí. Sólo compartían músicos. Algunos se acompañaban a otros, o formaban dúos. Los demás eran anónimos, aunque su nombre se anunciaba antes de cada presentación.
Cuando arrancó la muestra, una sensación de horror se apoderó de la sala. ¿Ése era el nivel con el que salían los niños? Muchos se asustaron de que los organizadores hubieran comenzado la muestra con alguien que cantaba tan mal. Les pareció que no sabían nada de manejo de público, aunque no conocían los pormenores logísticos que podían haber derivado en esa decisión. De cualquier manera, si se consideraba que alguien que cantaba así era apto para estar en cualquier punto de la presentación, eso no auguraba nada bueno para lo que venía.
Todos se horrorizaron de que su propio familiar fuera igual de malo. Todos menos los familiares del niño que cantaba en primer lugar, que estaban emocionados porque su hijo estaba cantando por primera vez en público, y no les importaba nada más.
Avanzó la muestra, y la situación era igual. Los familiares no podían creer dónde estaban. Los padres, que pagaban las clases, estaban resueltos a exigir la devolución no sólo del valor de la entrada sino del año de lecciones, si su hijo mostraba también ese nivel. El descontento de la sala era palpable, salvo cuando terminaba cada canción y todos estallaban en aplausos para no decepcionar a cada niño, que después de todo no tenía la culpa de la incompetencia de sus maestros.
Por suerte, cuando llegaba el turno del familiar de cada uno, se producía un alivio. Los demás, en cambio, continuaban con su horror. Cuando terminaba el familiar, se volvía al nivel indigno. Pero ya era una cuestión individual de todos los demás. Estaba muy claro que el único que tenía talento era el que cada uno había ido a ver.
Por eso la muestra se desarrolló con normalidad, y al terminar todos los niños recibieron felicitaciones de los que los habían ido a ver. Y no se produjo el revuelo planeado por todos los presentes.

Con gran humildad

Con gran humildad, acepto el honor que me es conferido. Me cuesta hacerlo, debido a mi gigantesca humildad. Es la humildad más grande que se haya visto. Lo primero en mí es la humildad, porque sin ella, no somos nada. Entonces, teniendo en cuenta tamaña humildad, me veo en la disyuntiva de aceptar este reconocimiento a mi humilde labor. Por un lado quiero aceptarlo, porque siempre es bueno ser reconocido. Pero por otro lado, mi humildad me lo impide. Lo hace por dos razones. Una es que una persona humilde no debe andar buscando elogios. Y la otra es la sensación de que es un reconocimiento insuficiente para lo que es mi humildad.
Sin embargo, ¿qué es más humilde? ¿Aceptar lo que ustedes me ofrecen, y mostrarme como alguien que acepta la limitada humildad que se me adjudica, o rechazarlo por humildad? Si lo rechazara, podría quedar como alguien que no quiere recibir estos honores, pero una persona humilde no deber hacer esas consideraciones. Y, como les he dicho, no se puede ser más humilde que yo. Entonces no me fijo en eso.
En lo que sí me fijo es qué efecto podrán traer mis actos de humildad. Es posible que mi aceptación de una humildad limitada deje muy clara la diferencia entre mi verdadera humildad y la que se me reconoce. De esta manera, mi humildad sería humillante. Generará en ustedes una humildad proporcional, y con esa acción contribuiré a acrecentar la humildad en el mundo.
Es por eso que acepto, con semejante humildad, el honor que ustedes me brindan.

La trama

Todos, escritores y lectores, somos felices escribiendo o leyendo el principio de cualquier historia. Estamos llenos de expectativa por todo lo que puede seguir. La encontramos en un estado eminentemente explorable. Estamos visitando un mundo nuevo y queremos saber cómo es, cómo funciona, quién es la gente que lo habita.
Exploramos ese mundo, y somos felices, porque nos gusta ver mundos que no conocíamos. Hasta que nos encontramos con la trama. Y ahí todo cambia. De pronto el orden se altera. Ya no es como lo conocimos durante ese breve tiempo. Y no hay vuelta atrás. La trama se encargó de arruinar todo. La única forma de salir es resolverla.
Comenzamos entonces el arduo trabajo de desarrollar todas las variantes que tiene la trama, que nos pueden ocupar gran parte de la historia. Deseamos volver a la estabilidad inicial, pero ya no es posible. La trama lo impide en forma absoluta. Es necesario centrar toda nuestra atención en ella, a pesar de que no es ella lo que nos atrajo hasta donde estamos.
Todos los personajes, todos los giros idiomáticos, todos los recursos narrativos se ponen en función de la trama, de manera directa o indirecta. Nos molesta, porque sentimos que nos están matando el mundo que queríamos explorar. Y no sólo eso: también nos están obligando a ir en una dirección. Tal vez la trama sea una forma de explorar el mundo, pero es sólo una. Aplica el principio científico de destruir lo que estudiamos para poder saber cómo funcionaba. Y nosotros éramos pacíficos. Nunca quisimos alterar nada. Sólo buscábamos conocerlo.
Pero ahí está la trama, y ya no hay nada que hacer. En todas las historias pasa lo mismo. Ya leímos y escribimos suficientes como para saber que lo más probable es que la trama se termine resolviendo. Pero también sabemos que una vez que se va, lo que deja es algo distinto que lo que encontró. El mundo al que entramos al principio de la historia ya no va a existir más. Ahora va a quedar sólo el que la trama se ocupó de construir, que puede ser bueno y todo pero no es lo que queríamos al principio. Nuestro reflejo conservador rechazará estos cambios, y tendremos que adaptarnos.
También tendrán que adaptarse, en el futuro, las secuelas de la historia. Porque parten desde el mundo creado por la trama, no desde el anterior. Y vienen con tramas propias, o a veces con la misma. Algunas intentan partir desde el mismo lugar, y tratan de hacernos volver al mundo que habíamos conocido al principio. Pero no es posible. La conciencia de la trama nunca se va. Y ahora sabemos que los mundos no duran.