Esperanza de liberación

Las celebraciones de los cumpleaños incluyen una ceremonia en la que se apaga la luz, se acerca una torta con velas encendidas, se canta una canción específica y se insta al homenajeado a que las apague mediante el soplo, luego de pedir exactamente tres deseos sin decirlos en voz alta. Se trata de un ritual repetitivo, que si no fuera por su obligatoriedad animaría a muchas personas que no celebran sus cumpleaños a hacerlo.
Nadie quiere, en realidad, cumplir con la ceremonia. Pero todos piensan que los demás se van a decepcionar si no ocurre. Entonces lo hacen, total dura poco, y no perjudica directamente a nadie salvo por quitarles unos instantes de la reunión y de la vida para cantar la misma canción de siempre.
Como nadie tiene ganas de pensar en el ritual, no se ponen de acuerdo en cómo insertar el nombre en el clímax de la canción. Se genera un agujero sensible, que muestra con claridad las ganas que tienen todos de estar cantando eso. Pocos nombres entran en la métrica. Algunos usan diminutivos para alargarlo, otros estiran vocales, otros apocopan, otros cambian la acentuación. Queda una desprolijidad indigna, que nadie comenta porque queda oculta por el aplauso, también obligatorio, que sigue a la interpretación y marca el fin del ritual. En ese momento se puede cortar la torta y repartir las porciones entre todos los que están esperando el premio de haber participado en esa rutina humillante.
¿Por qué se sigue haciendo? En parte porque es parte del concepto de un cumpleaños. En parte porque todos piensan que los demás lo desean fervientemente. Y, en muchas ocasiones, porque hay niños presentes.
Ocurre que mucha gente tiene el concepto de que a los niños hay que crearles ilusiones, y jamás deben ser rotas. Piensan que los niños no pueden crearse ilusiones propias y personalizadas. Entonces les venden algunas ilusiones temporales, como que en Navidad un señor gordo entrará por la chimenea y les dejará un regalo, o que un ratón les comprará los dientes a medida que se les vayan cayendo.
Con el tiempo, estos dos personajes se revelan como imaginarios, porque no es posible sostener el engaño a medida que los niños adquieren raciocinio. Pero la ilusión de las velas de cumpleaños persiste. A ellos tampoco les gusta, pero la cumplen, del mismo modo que van a la escuela y cantan el himno nacional.
Justamente por eso es preciso abandonar la oscura costumbre de apagar las velas. Los niños no necesitan ilusiones falsas. Necesitan esperanza. Y no hay mejor manera de darles esperanza que comunicarles que esa ceremonia no siempre será necesaria, y que cuando sean adultos tendrán la posibilidad de elegir si quieren hacerla o no.
Nunca es temprano para liberar a las nuevas generaciones.

Literatura argentina

Yo puedo ser argentino, y estar en Argentina. Eso no implica que haga literatura argentina. Lo que escribo no tiene por qué tener nacionalidad. Puedo escribirlo en Argentina o en otro país, pero esa circunstancia no hace que el resultado sea más o menos argentino.
No quiero que me estudien en las materias de literatura argentina de las facultades. O peor, en las de literatura latinoamericana. Sería un fracaso que lo que escribo pudiera ser categorizado así de fácil. Estoy seguro de que a los grandes exponentes que estudian en esas materias no les gustaría nada si supieran que su obra terminaría siendo reducida a tan poco, a lo que se supone que son por su nacionalidad, en lugar de ser valoradas por lo que son.
No sé cuáles son las características de la literatura argentina. Ni me interesa saberlas. Si no cumplo las normas arbitrarias que los académicos quieren que cumpla para que su vida sea más fácil, no me importa. Y si las cumplo, no es por una intención. Si la obra de gente que está en el mismo país se llega a parecer en algún aspecto a la mía, no es mi responsabilidad.
Hay que decirlo. La nacionalidad de la literatura no tiene por qué existir. Tampoco tiene por qué existir la de las personas, pero no me quiero meter en ese matete ahora. Lo que importa es que no quiero hacer literatura argentina. Me niego. Y me cago en los que puedan pensar que eso es muy argentino, si es que existen. No me interesa escribir para catalogadores que no quieren hacer otra cosa que llenar prolijos casilleros. No se dan cuenta de que esos casilleros sólo existen en sus mentes, y están tratando de forzar en alguno de ellos cosas que están afuera, sin esas restricciones, y que no tienen por qué tener la forma que ellos esperan.
No me interesa formar parte de esas clasificaciones de nacionalidades o géneros. Porque con los géneros pasa lo mismo. Si una obra mía es de ciencia ficción, no será algo que decida yo de antemano. Será fortuito. Y si parece de ciencia ficción pero no es, no es que me equivoqué. Si no colmo esas expectativas, no es problema mío.
Lo que me interesa es hacer lo que tengo ganas. Que lo reciban los que quieran, que lo ignoren los que no quieran. No estoy acá para complacer formas preexistentes ni conceptos a los que uno puede o no amoldarse. Y tampoco estoy para ocuparme de no complacerlos. No me interesan, ignoro todo al respecto y pretendo mantenerme afuera de esas clasificaciones.
Por eso lo repito: no quiero que lo que hago se conozca como literatura argentina. Y, la verdad, tampoco estoy tan seguro de que quiero que lo consideren literatura.

Qué es la poesía

La poesía es algo que debe tratarse con mucha prolijidad, porque es muy delicada. Da y debe recibir delicadeza. No se puede escribir así nomás. Hay que estar atentos a lo que estamos escribiendo, y tener cuidado para no dejar manchas en las hojas. Del mismo modo, no se puede borrar. Es necesario prestar atención para poder escribir todo bien en el primer intento. Si no, habrá que tirar la hoja y buscar otra.
Debe escribirse en letra cursiva, porque la poesía es muy linda. Y no en cualquier cursiva. En la mejor cursiva de la que seamos capaces. Tiene que dar gusto leerla, debe transmitirse la belleza de las palabras que están escritas también desde la forma de las letras. Y las palabras deben ser siempre sobre la bandera, la patria y los próceres.
La poesía debe tener estrofas y una estructura de rima. Las estrofas tienen que estar bien diferenciadas, y la estructura debe repetirse. Un buen poema es fácilmente trasladable a canción.
El que puede escribir poesía es un genio indiscutido. Alguien que capta como nadie la esencia de las cosas. Alguien que siente más que nosotros. Alguien a quien le provoca tal emoción ver la flameante bandera blanca y celeste que no puede hacer otra cosa que escribir un poema hasta que se le pasa. Después sólo queda compartirlo con nosotros, para que valoremos lo que escribió y sintamos lo que él sintió, a través de las bellas palabras escritas con bellas letras.
Es necesario decorar las mayúsculas, porque la poesía propaga y demanda delicadeza. Una B larga debe tener muchas líneas curvas que sobresalen hacia la izquierda. También hay que subrayar con dos líneas el título centrado, preferentemente separando cada palabra. Debemos hacer honor al pensamiento de los grandes pensadores, y al sentimiento de los grandes sentidores.
No debe ser leída en voz alta. Debe ser recitada. Para hacerlo, es necesario ponerse de pie en el centro del escenario, ante la mirada de la señora directora, el personal docente, madres, padres y alumnos. Un largo suspiro precederá a la declamación, suspiro que mostrará a todos que las palabras son sentidas, y vienen de muy adentro. Lo que el poeta siente es percibido por el alumno, que está impecablemente vestido con su guardapolvo blanco y, si es nena, un moño celeste y blanco en el pelo.
La poesía es algo que no está a nuestro alcance. Sólo personas muy sabias y talentosas son capaces de escribirla. Debemos apreciar a los grandes poetas que ha dado nuestra patria, y reverenciar su mérito infinito.