Cárceles escuela

Una de las desventajas de los sistemas penales es que, al tener a muchos delincuentes juntos, las cárceles funcionan como escuelas de delincuencia. Es cierto que, por definición, todos los presos han sido capturados, pero eso no impide que puedan compartir datos y experiencias de crímenes exitosos del pasado, e ideas para mejorar día a día.
La única manera de evitar este fenómeno es aislar a todos los presos, lo que traería problemas logísticos y psicológicos. Está muy claro: los ex convictos salen de la cárcel siendo mejores criminales que cuando entraron. Lo que no quita que puedan rehabilitarse, arrepentirse de sus acciones y dedicar el resto de su vida al bien.
Antes no era así. Las cárceles estaban llenas de criminales, igual que ahora, pero un gran porcentaje eran mayordomos. Y ellos ejercían una influencia importante en la población penal. Sus enseñanzas llevaban a que los criminales liberados se comportaran de una manera mucho más amable y considerada. Podían, sí, llegar a aprender técnicas de asesinato y de encubrimiento.
Gracias a la reducción en el número de mayordomos asesinos, los ex convictos de ahora ya no se caracterizan por haber aprendido formas de servidumbre en la cárcel. Se dedican a ejercer técnicas perfeccionadas de crimen violento. Ya no tratan a los demás con el respeto que todos se merecen.

La crisis de los mayordomos

Los mayordomos de ahora no son como los de antes. Son simples sirvientes. Se limitan a complacer los deseos de sus amos. Cuando se les pide algo, lo hacen. Pero carecen de iniciativa propia. No ponen empeño creativo en su trabajo. Ya no muestran la misma pasión.
Antes, los mayordomos se adelantaban a los deseos de sus amos, antes de que ellos supieran que tenían esos deseos. Siempre estaban listos para cualquier eventualidad, y pocas veces una ocurrencia los sorprendía. Conocían a sus amos a la perfección. Eran casi una extensión de ellos. El mayordomo dejaba todo listo para que el amo hiciera las actividades que tuviera que hacer, sin que nada se los impidiera.
Si alguien se interponía entre los deseos del amo y su concreción, ahí estaba el mayordomo para defender a su empleador. A veces, si era necesario, eran capaces de recurrir a la violencia. Todavía se recuerdan grandes combates entre dos mayordomos de amos con deseos opuestos. Pero en general no hacía falta llegar a esas instancias. El mayordomo, con la mayor elegancia y velocidad posibles, convertía todos los deseos en realidad.
Pero, y es menester decirlo, a veces su celo era demasiado. A veces los amos tenían conductas que herían a los mayordomos. Los trataban con suficiencia, como si su trabajo no fuera importante para al menos dos personas. Los mayordomos, en esos casos, defendían el honor del amo. Y en ocasiones eso implicaba asesinar al amo, para que desistiera de seguir dañando su honor.
Esta costumbre ha sido el detonante de la crisis actual. Los mayordomos mayores, al estar presos, no han sido capaces de pasar su ética a las siguientes generaciones. Y los amos tampoco han estimulado esa clase de devoción. Como resultado, tenemos a los mayordomos de ahora. Los que cumplen horario. Los que esperan órdenes. Los que asignan más importancia a su propia vida y libertad que a sus amos. En otras épocas, ellos jamás habrían podido ser llamados mayordomos.