Sobre expansión

La tendencia expansiva del Universo está llegando a límites insospechados. Lo que arrancó como una medida para hacer más lugar para toda la existencia se está volviendo insostenible. El Universo es cada vez más grande, y ya hace mucho tiempo que ha pasado todo límite práctico.
Como consecuencia de la expansión exagerada, ahora todo queda lejos. Los límites de velocidad impuestos hace mucho tiempo resultan insuficientes. Como es imposible quebrarlos, la consecuencia es que la exploración universal se ha vuelto escasa. Lo único práctico es observar, pero hasta la observación presenta dificultades.
La luz demora demasiado tiempo en cruzar el Universo. Antes no era así. Antes un fotón podía ir de un extremo al otro en pocas décadas. Ahora el mismo recorrido demora miles de millones de años. Así la comunicación es imposible. Las especies se extinguen antes de poder recibir una respuesta a sus mensajes. Y las que no, se olvidan, porque en mil millones de años encuentran otras preocupaciones.
Así que es necesario abolir esta expansión indefinida del Universo antes de que sea demasiado tarde. Hay que volver el tiempo atrás, aun si esto implica llevar el tiempo hacia atrás. Tenemos que atraer los límites universales para poder tener una existencia manejable. Y tenemos que hacer un Universo más chico para, por fin, tener la chance de estar todos más unidos.

Mi pacto con ella

Estaba en el baño, leyendo. Por eso sé que había luz. La situación se desarrollaba en forma normal cuando emergió del costado del bidet una cucaracha.
Su voluminoso cuerpo contrastaba con las baldosas claras. Y su movimiento decidido llamó la atención de mis ojos. La miré con curiosidad. Mi impulso fue rociarla con insecticida o aplicarle un zapatazo. Pero no estaba en situación de moverme de ese lugar por el momento. De todos modos, no quería que se me acercara.
Opté entonces por comunicarme con ella. Mientras avanzaba baldosa a baldosa, hice sonar un certero aplauso. La cucaracha inmediatamente se detuvo. Pareció entender el mensaje.
Pero era una cucaracha intrépida, que se había atrevido a hacerse a la luz. Entonces no iba a someterse a mi voluntad durante mucho tiempo. Unos segundos después, probó de nuevo avanzar. Para ese momento yo había abandonado mi lectura y estaba concentrado en su conducta. Cuando atinó a avanzar, volví a aplaudir. La cucaracha se detuvo una vez más.
Generamos una especie de pacto implícito. Yo, que tenía el poder de matarla, la dejaría vivir si no me molestaba. Ambos entendimos los términos. Cuando la cucaracha avanzaba, yo le indicaba con señales sonoras que no estaba bien. Cuando retrocedía, no tenía objeción. Estaba contento. No todos los días uno tiene la oportunidad de comunicarse satisfactoriamente con un invertebrado.
Cuando me levanté, me acerqué a la cucaracha no con intención de matarla, sino de mostrarle que ése era mi territorio. No obstante, estaba dispuesto a dejárselo usar por un rato, siempre que no interfiriera con mis actividades. Así que, al salir del baño, cerré la puerta y apagué la luz, para que estuviera cómoda. Pero no sé si me entendió. Cuando volví, no estaba. Ahora cada vez que voy al baño la busco. Nunca ha vuelto. No sé si está escondida. O tal vez la agarró algún otro y la mató. Espero que no. Era una cucaracha macanuda.

Desde arriba

Una mosca volaba sobre el pasto. Miraba el verde desde lo alto, mientras olfateaba buscando algo de comer. De pronto, el pasto se interrumpió. En su lugar apareció una enorme cantidad de agua. La mosca se acercó para beber un poco.
Pero volar sobre el agua no era tan fácil. Como el líquido era transparente, la mosca tenía problemas para calcular la altura a la que se encontraba. Por eso cayó al agua, y quedó atrapada ahí.
No estaba preparada para salir de esa situación. Lo único que podía hacer era mover las piernas y las alas, como pidiendo ayuda, pero no servía para nada. Por sí sola no iba a salir. De todos modos, no perdía la esperanza. La mosca seguía intentando nadar. Sabía que mientras viviera podía surgir la oportunidad para salir de ahí y volver a volar.
No parecía que fuera a ocurrir algo. La mosca estaba rodeada de la inmensidad del agua, a merced de cualquier criatura con ganas de tragársela. Pero ni siquiera eso ocurría.
Hasta que, de pronto, una sombra la cubrió. No era una sombra completa, tenía como agujeros que dejaban pasar la luz. Era como una red, manejada por alguien externo, alguien mucho más grande que la mosca, que se preocupaba por su vida y bienestar.
La red se colocó estratégicamente debajo del cuerpo de la mosca, que seguía agitando las patas y alas para ser vista. Luego se levantó. La mosca volvió a respirar. Aunque podía haber volado, se aferró a la red con todas sus fuerzas. Sentía un enorme agradecimiento hacia la entidad sobrenatural que la había salvado.
Sin embargo, otra fuerza externa la sacó de la red. Una serie de golpes contra el césped hicieron que la mosca, ya atontada por toda la odisea acuática, perdiera el equilibrio y cayera sobre la tierra. Pero no importaba. Estaba agradecida de que le hubiera salvado la vida. Poco después, la mosca levantó vuelo nuevamente, cuidando de no volver a pasar por encima del agua. A partir de ese día, se dedicó a llevar su experiencia a las otras moscas.

Copia de respaldo

Nunca quise teletransportarme. La idea de una máquina que me desintegre y transmita datos para volver a formarme en otro lado no me resulta atractiva. Pienso que el que aparece en el destino no sería yo. Aquellos que se teletransportan pierden su identidad al hacerlo. Aunque en realidad no. Pierden su cuerpo. La identidad es lo único que conservan.
Por eso prefiero transportarme con medios más tradicionales. Sé que parezco uno de esos tipos que no querían viajar en avión habiendo barcos. Pero soy así, qué quieren que haga. Igual somos unos cuantos. Por suerte la industria aeronáutica todavía se sostiene, aunque no es lo que era. Como hay pocos aviones circulando, hay mucha gente en cada uno. Hay poco lugar, tenemos que viajar parados. El transporte aéreo es para los pobres. La gente que puede ahorrar un poco de plata elige siempre teletransportarse, debido a sus ventajas innegables.
A mí me sigue gustando apoyarme en el respaldo, dejarme levantar por el aire y ver el suelo lejano bajo mis pies. Sé que muchos lo consideran innecesario. Pero piénsenlo, tiene algo especial. Además, me parece menos riesgoso que los métodos modernos.
Sé lo que van a decir. El teletransporte es el método más seguro que existe. Las mejoras en transmisión de datos en los últimos años han sido espectaculares. Ya no existen las mezclas de ADN que se producían en una época. Hace varias décadas que ocurrió la última teletransportación en la que el pasajero llegó con tentáculos en vez de brazos. Lo reconozco. La tecnología ha mejorado. Ahora hay redundancia en los paquetes de información, y la transmisión digital hace que llegue todo tal como fue enviado. Pero lo que llega sigue siendo una copia. El original perece en el telepuerto de origen. Entonces es mucho más seguro ir en avión, por más que haya accidentes cada tanto, porque de la otra manera dejo de existir seguro.
Pero, además, tengo otro tipo de resguardo. No me cierro a la tecnología. La plata que me ahorro al viajar en avión la derivo a una aplicación parcial de la tecnología del teletransporte. Todos los años hago una copia de seguridad de mí mismo.
Lo único que tengo que hacer es la primera parte del proceso del teletransporte. La máquina me escanea. Pero no transmite mis datos, ni me destruye, sino que a continuación hago que guarde en un disco rígido esos datos. Me llevo ese disco y lo guardo en un lugar seguro, previo back up. De este modo tengo dos copias de mí mismo, por si llega a pasar algo.
Entonces, si el avión en el que viajo se llega a caer, en mi testamento hay instrucciones para que se active la otra parte de la máquina, y se materialice la copia. Que, es cierto, sigo pensando que no sería exactamente lo mismo que yo, pero es mejor que haya una copia exacta de mí mismo que dejar de existir redondamente.
Esto tiene otras ventajas. Por ejemplo, si me llegan a descubrir alguna enfermedad prevenible, no tengo por qué molestarme en hacer el tratamiento. En su lugar, no tengo más que abrir una de las copias viejas, de antes de desarrollar la enfermedad, y activarlo. Tengo que reemplazarme por él, porque no es cuestión de que haya dos copias de mí. Pierdo las experiencias que he tenido desde el día que hice ese back up en particular, pero gano en salud y en juventud. Para prevenirme de cualquier tipo de dificultades que pueda enfrentar, una vez por mes escribo una carta dirigida al yo del pasado que puede reemplazarme en el futuro. Detallo ahí lo que he vivido en esas semanas. No puedo transmitir los recuerdos originales, pero por lo menos una copia escrita es mejor que la no existencia.
Así no sólo voy a mantener la salud. También la juventud. Si quiero, puedo no pasar nunca los treinta años. Y lo más importante no es mantenerme en salud, es seguir vivo. Al reciclar mi cuerpo, puedo ir teletransportándome de época en época, de a saltos. Así, voy a poder vivir muchos siglos. Incluso voy a poder elegir qué edad tener en cada uno.
Las copias digitales son inagotables. Puedo volver a usarlas todas las veces que quiera. No pierden calidad en cada generación. Así que puedo estar eternamente como nuevo, listo para enfrentarme a lo que cada siglo futuro quiera poner en mi camino. Y sin miedo de morir en el intento.

El dios líquido

Dios creó al hombre y le otorgó dominio sobre todos los animales. Para eso, creó también a los animales, porque de otro modo el hombre no hubiera podido tener dominio sobre ellos. Entre los animales que creó está el mosquito. El hombre siempre se preguntó para qué se molestó Dios en crear el mosquito. Todas las personas pensaron alguna vez que el mundo sería mejor sin ellos.
Los mosquitos, sin embargo, no lo ven así. Su dios, que tiene forma de agua estancada, no les dio dominio sobre los animales, pero sí los creó. Les ordenó que se multiplicaran, que recorrieran el mundo en busca de sangre.
La sangre, dijo el dios estancado, es el elixir de la vida. Por eso los animales la llevan bien adentro, escondida. Los mosquitos recibieron la orden de tomar ese elixir para vivir ellos, pero sin extraer demasiado de cada individuo. De esta manera, vivirían a costa de los demás sin matarlos, en armonía con todo el mundo.
El dios agua estancada les dio un tamaño modesto para no necesitar mucha sangre. Eso les permitió tener la agilidad que les permite, junto con las alas, volar por los aires en busca de sangre.
Para poder alimentar a su creación principal, el dios estancado creó a todos los animales, y tuvo que crear también a las plantas. No servía tener animales de alimento si ellos no se alimentaban también. Pero, al contrario de los mosquitos, las plantas necesitaban un suelo donde posarse. Entonces creó la Tierra, y la tuvo que diferenciar del cielo. Le dio un clima y una fuente de energía para que, a través de las plantas, los distintos animales consiguieran nutrir el elixir de la vida de los mosquitos, y de la propia.
También otorgó a los animales herramientas para combatir a los mosquitos. Esto no es muy popular entre ellos, pero Dios tiene sus razones. En particular, no quiere que, al ser la raza predilecta, se den por contentos. Los aplausos humanos hacen que los mosquitos tengan que practicar, día a día, su agilidad. Así, algunos quedarán en el camino. Pero sobrevivirán los mejores mosquitos posibles, que serán los encargados de engendrar a las siguientes generaciones.

El mosquito que no quería

“¿Qué soy, un hombre o un mosquito?” se preguntaba un mosquito. Después de un rato de introspección comprendió que no era un hombre. Y lo más importante, que nunca lo iba a ser.
El mosquito se entristeció. Pensó que no valía la pena su vida. No quería vivir a costa de otros seres. No quería ser un chupasangre. Soñaba con arar la tierra y vivir de sus cultivos, pero no tenía posibilidad de lograrlo. Sólo tenía destino de mosquito. Su vida se reducía a comer sangre y poner huevos.
La situación le pareció lamentable. El mosquito consideró las opciones que tenía, y encontró que no tenía ninguna. No podía dejar de ser lo que era. O, mejor dicho, no podía pasar de ser un mosquito a ser otra cosa. Por lo menos un perro, algún animal que se pudiera querer, algo.
Pero no. Era un mosquito, y no lo podía cambiar. Era su esencia. Terminaría sus días como mosquito indefectiblemente.
Entonces, ya que el final era el mismo sin importar lo que hiciera, le pareció que lo más razonable era adelantarlo. Decidió terminar con su vida. No valía la pena prolongar el sufrimiento.
Buscó un buen lugar para usarlo como destino. Revoloteó por la ciudad hasta que descubrió una pileta azul. Le hizo acordar al agua estancada donde había iniciado su vida, lleno de esperanza. Decidió que era la mejor manera de terminar.
Cuando se acercó, antes de impactar contra la superficie del agua, divisó los cuerpos de varios insectos que habían tomado la misma decisión. Todos irían a parar al mismo filtro. El mosquito, en su instante final, se sintió acompañado.

Un oscuro fratricidio

Santiago no soportaba a su hermano. Pensaba que no le dejaba espacio, que no lo dejaba ser. Tenía que compartir todo con él, y estaba cansado. La falta de independencia le impedía crecer.
La corta edad de Santiago impedía que se fuera a otra parte. Por el momento el único lugar que había conocido era el que ambos compartían, el vientre materno. Habían coexistido ahí desde el principio de sus días. Santiago no aguantaba más. El hermano no parecía estar muy enterado del hartazgo de Santiago, aunque no se podía ver muy bien su expresión por la ausencia de luz en el lugar.
Con el correr de las semanas, Santiago empezó a urdir un plan de matar a su hermano. Él ignoraba que en algunos meses estaba previsto que ambos salieran y tuvieran mucho espacio a su disposición. Tal vez, de haberlo sabido, habría podido aguantar. Pero lo que faltaba era más del doble del tiempo de vida que tenía hasta ese momento, entonces de cualquier modo era relativamente mucho tiempo.
Una noche, mientras la madre dormía, Santiago puso en marcha el plan. Mordió a su hermano en la yugular y lo dejó morir desangrado. Pero pronto se dio cuenta de que, muerto o no, el hermano seguía estando ahí, quitándole espacio. Tenía que hacer algo con sus restos.
Entonces hizo en forma algo prematura lo que hacen todos los bebés: llevárselo a la boca. Poco a poco se lo fue comiendo. Santiago no tenía dientes, pero su hermano no se había endurecido mucho. Además, el líquido amniótico facilitaba la masticación.
Santiago tuvo, entonces, todo el útero a su disposición. Sus padres nunca se enteraron. Los informes que hablaban de mellizos fueron desmentidos por las ecografías posteriores. Al finalizar, el embarazo, Santiago nació y fue recibido sin la más leve sospecha. Nunca nadie había sabido de la existencia de su hermano, por eso nunca recibió un nombre. Nadie supo nunca que Santiago era un asesino, ni siquiera él mismo, que con el tiempo olvidó lo ocurrido. Pudo vivir su vida sin miedo a las consecuencias del hecho que había protagonizado, y sin saber que había logrado el crimen perfecto.

El sol está nublado

“The rain exploded with a mighty crash as we fell into the sun”
Paul McCartney

Nuestra misión era investigar las nubes que aparecieron alrededor del sol, que bloqueaban la luz que habitualmente llegaba a los planetas para que ellos decidieran si la bloqueaban con nubes propias. Queríamos saber de dónde habían salido y, sobre todo, si había alguna posibilidad de disiparlas.
Tuvimos que hacer complicadas maniobras para llegar hasta ellas. No se puede ir tan cerca del sol a toda velocidad, porque queda poco espacio para frenar antes de caer en el astro. Así que tardamos más de lo que nos hubiera gustado. Pero finalmente pasamos la órbita de Mercurio y vimos las nubes con gran claridad. Habitualmente no hubiéramos podido mirar para ese lado, nos hubiéramos quedado ciegos, pero las nubes nos protegían de ese peligro. Aunque no de la insolación, porque es sabido que cuando está nublado los rayos pegan más que cuando no, entonces todos nos pusimos protector de alta gradación.
Cuando estuvimos cerca de las nubes, nos ocupamos de encender todos los instrumentos pertinentes. Tal vez estábamos demasiado concentrados en los datos que finalmente obtendríamos y nos distrajimos de la función básica de pilotaje de la nave. La cuestión es que al penetrar en las nubes nos sacudió una fuerte turbulencia que nos hizo perder el equilibrio. Y cuando uno está a pocos kilómetros del sol, el equilibrio es importante.
Pese a nuestros esfuerzos, caímos inexorablemente hacia el sol. Atravesamos las nubes y lo vimos por primera vez cuando ya era tarde. Tuvimos el triste privilegio de saber que nos acercábamos a una muerte segura, que se produciría en el momento en el que entráramos en contacto con las gigantescas llamaradas solares. Antes nos quedaba sólo disfrutar el camino, que hubiera sido disfrutable si no sabíamos el final.
Hacia ahí íbamos, con lentitud relativa porque las distancias en el espacio son enormes, pero estaba claro que no podíamos volver a estabilizar la nave a tiempo, aunque lo seguíamos intentando. En una de ésas se producía algún hecho inesperado, algo que nos salvara en el último minuto del destino que nos esperaba.
Y eso es lo que ocurrió. De pronto, oímos un enorme trueno y se largó un chaparrón como no habíamos visto nunca. Pero era exactamente lo que necesitábamos. El contacto con el agua hizo apagar el fuego solar. A su vez, ese fuego hacía calentar al agua hasta evaporarse, entonces no se apagaba el sol entero, sino sólo la parte más cercana a la superficie. Vimos el efecto incrédulos, porque sabíamos muy bien que el sol no se compone de fuego sino de reacciones nucleares, pero después recordamos que no conocíamos bien la naturaleza de la precipitación. Era perfectamente probable que no fuera agua.
El caso es que, al apagar las “llamas” más cercanas, logramos tener suficiente espacio para hacer las maniobras de estabilización de la nave, y al conseguirlo nos escapamos de ahí sin perder tiempo.
Es gracias a esa lluvia, que justo explotó mientras caíamos al sol, que podemos contar la historia.

Regalo pesado

A pesar de que ella no parecía necesitarlo, ni lo reclamaba, yo quería mostrarle mi afecto. Quería hacer un gesto que pudiera ilustrar de alguna manera el tamaño de mi amor por ella, que fuera inequívocamente interpretado como una demostración de todo lo que significa para mí.
Decidí que era apropiado un buen regalo. Pero, ¿qué regalar? Había cosas muy caras que podía comprar, pero ninguna era suficiente. Todo lo que se podía comprar con dinero me parecía barato, comparado con mi amor por ella. Se merecía algo más. Algo único, irrepetible y duradero.
No se me ocurría nada. Nada llegaba a la altura del gesto que quería hacerle. Me entristecí. Al hacerlo, suspiré y miré al cielo. Y cuando miré hacia arriba hallé la respuesta. El regalo que buscaba era la Luna.
Mandé una cuadrilla a buscarla. La expedición tomó varios meses, pero no me importaba esperar para conseguir semejante gesto. Cuando estuvo lista, como era bastante difícil de maniobrar decidí comprar un terreno en el medio del desierto patagónico para instalar la Luna.
Cuando me dieron el OK, y los diarios ya especulaban sobre qué podía haber pasado con el astro ausente, llevé a mi amada con los ojos vendados hacia el terreno. Cuando llegamos, le destapé los ojos y le mostré la Luna. Estaba brillante, gracias a los reflectores que había instalado.
Ella se quedó sin palabras. No podía entender lo que ocurría. Me preguntó si era la Luna. Le dije que sí, y le agregué “es tuya”.
Me agradeció, aunque noté cierta frialdad inmerecida en el gesto. No parecía muy entusiasmada. Me preguntó qué podía hacer con la Luna. “Lo que quieras, mi amor”, le contesté, “es tuya”. Me volvió a agradecer, pero a los cinco minutos empezó a preguntar cuándo nos volvíamos.
Desde ese momento nuestra relación se enfrió bastante. Se generó una distancia. No sé si el regalo fue demasiado para ella, o se intimidó por el tamaño de mi amor, o no estaba preparada para tener un satélite natural. La cuestión es que a las pocas semanas me abandonó, y me devolvió el regalo.
Ahora no sé qué hacer con la Luna. La tengo ahí tirada. Cada vez que la veo me acuerdo de ella y me lleno de tristeza.

Aniversaurio

En el día de la fecha se cumple un nuevo aniversario de la extinción de los dinosaurios. Pero no es un aniversario más. Este año es muy especial, porque se cumplen exactamente 65 millones de años de aquel evento que cambió el mundo.
En realidad, debe tenerse en cuenta que algunos dinosaurios sobrevivieron un poco más. Lo que ocurrió el 25 de abril de 64.997.989 antes de Cristo fue la caída del meteorito en lo que después se conocería como el Yucatán. El impacto causó muchas muertes directas, sin provocar la extinción inmediatamente. Pero como el cielo oscurecido por las partículas fue un factor decisivo en el desarrollo de los hechos en los siguientes meses, se toma el momento del impacto como el decisivo.
Este año habrá muchas celebraciones de los dinosaurios y de su extinción. Nosotros, los beneficiarios directos de su ausencia, debemos rendir honor a aquel final y tenerlo en cuenta para que no nos pase.
Las celebraciones ocurren todos los 25 de abril, pero no es frecuente que se cumpla un número redondo de años. La última vez, en el 997889 antes de Cristo, nuestra especie no tenía la capacidad de reconocer los números redondos. Y el próximo aniversario grande, cuando se cumplan 70 millones, puede llegar a ocurrir demasiado tarde.
Por eso es muy importante este aniversario. Es verdaderamente un evento excepcional, que ocurre menos de una vez en la vida. Nuestra generación tiene el privilegio de estar viva justo en este momento, y los festejos son también de ese hecho fortuito que nos favorece.
Así que debemos aprovechar para participar ahora. El año que viene, cuando se cumplan 65.000.001 años, no va a ser lo mismo.