Teocracia

Existió un país que tenía un gobierno pésimo. Había sido elegido democráticamente, debido a que el pueblo de ese país acostumbraba a elegir gobiernos pésimos. En ocasiones esos gobiernos caían. Otras veces, completaban sus mandatos. De cualquier manera, los ciudadanos siempre obtenían una oportunidad de renovar a sus autoridades y nunca dejaban de malograr esas oportunidades.
La seguidilla de malas decisiones irritó a Dios, que decidió tomar cartas en el asunto. Ya había intervenido a favor del país otras veces, al salvarlo de diversos peligros a los que había sido expuesto por varios de los gobiernos anteriores. Para ese momento, Dios tenía claro que en las otras ocasiones había sido demasiado sutil como para que el pueblo de aquel país entendiera el mensaje. Supo que tenía que cortar por lo sano.
Por eso, Dios resolvió derrocar al gobierno y declararse presidente de facto. En su infinita sabiduría, supo que era lo mejor para todos. Concretar la medida fue fácil: irrumpió en la casa de gobierno y no hubo quien pudiera detenerlo. Luego entró en el despacho presidencial y le hizo entender al presidente que había sido derrocado. El ex mandatario llamó a un taxi y se retiró de la casa de gobierno.
Luego, Dios dirigió un mensaje televisivo a la población. “Queridos ciudadanos: soy el Dios de Abraham, pero pueden llamarme Señor. Vengo a traerles el cambio. He decidido reemplazar yo mismo al gobierno que hasta ahora estaba en ejercicio. Quiero tranquilizar a los que están preocupados por la interrupción ocasionada en el sistema constitucional, y tengo una promesa: no perderán su libertad. El libre albedrío se mantendrá como siempre. Sé que tenerme en el gobierno es un alivio para el pueblo de esta gran nación y quiero decirles que, con el esfuerzo de todos, nada es imposible”.
Al otro día, los diarios reflejaron favorablemente el cambio de mando. El nuevo gobierno recibió el apoyo entusiasta de la Iglesia, que tenía mucha influencia en el pueblo de ese país y durante los meses anteriores había criticado con dureza al gobierno saliente. Algunos grupos de izquierda, sin embargo, se pronunciaron en contra del golpe de estado, alegando que una deidad en ejercicio del Poder Ejecutivo no era la mejor forma de llegar al socialismo.
Como su primer acto de gobierno, Dios disolvió el Parlamento y prohibió los partidos políticos. No era tiempo de negociaciones sino de obediencia. El nuevo régimen era omnisapiente, por lo tanto no necesitaba discutir los pasos a seguir. La medida fue tolerada por el pueblo, que estaba contento con la llegada de Dios al gobierno. Las editoriales de los diarios, que alertaban sobre los peligros de la medida, fueron ignoradas por el público en general.
A continuación, el presidente Dios llevó a cabo una profunda reforma económica. Gracias a una serie de medidas que algunos adeptos calificaron de “milagrosas”, en poco tiempo se pudo recuperar el poder adquisitivo de la población, que era escaso si se lo comparaba con el de los países más desarrollados. Sin embargo, Dios no hizo beneficencia, sino que creó las condiciones para que cada uno generara su propia riqueza. La política estatal fue ayudar sólo a los que se ayudaban a sí mismos.
Las encuestas de popularidad eran favorables al régimen de Dios. Los diarios editorializaban que, a pesar de la poca cultura republicana mostrada hasta ese momento, por fin el país tenía un gobierno fuerte y creíble. Dios, mientras tanto, no se quedaba quieto. Durante varios años reformó el Estado, el sistema educativo, la salud pública, la Justicia y el reparto de fondos para obras públicas, entre muchos otros cambios.
Las reformas introducidas por Dios perjudicaron a muchas personas que estaban acostumbradas a vivir de los excesos del Estado. Como había grupos de gran poder económico entre los afectados, con el tiempo se empezaron a mover para torcer la influencia del Señor. Al no lograrlo, utilizaron su libre albedrío para comprar medios de comunicación y destinarlos a armar una campaña en contra de Dios.
Entre los aspectos criticados del gobierno se encontraba la actitud autoritaria, los cambios inconsultos, el hecho de que ninguna persona del equipo presidencial tuviera voz ni voto en las decisiones, la violación de determinadas tradiciones nacionales y la manera antidemocrática de tomar el poder.
Los grupos de izquierda que siempre se habían opuesto se sintieron identificados con las críticas, y algunos de ellos se plegaron a la campaña de oposición. De este modo se produjo un cisma. Parte de esa misma izquierda creía que quienes armaban la campaña opositora eran aún menos confiables que el gobierno de Dios, así que decidieron apoyarlo en silencio.
Paralelamente, la Iglesia estaba perdiendo entusiasmo por el nuevo gobierno. Las autoridades eclesiásticas habían pensado que iban a tener más influencia en las decisiones gubernamentales. Pero no fue así. Dios sorprendió con una gestión que iba en contra de los preceptos de la Iglesia en diversos temas.
La cúpula de la curia no fue indiferente. Cuando entre los curas hubo suficiente oposición, se llamó a conferencia de prensa y se anunció la ruptura de la Iglesia con el gobierno de Dios, el cual, según los curas, estaba faltando a sus propias enseñanzas. “Ya no es el mismo en el que creíamos”, anunció el arzobispo de la capital.
Dios no se pronunciaba ante las críticas. Dejaba que cada uno pensara lo que le diera la gana. Después de todo, estaba acostumbrado a muchas creencias contrarias a él. Y como Dios sabía todos los movimientos de sus opositores, cada uno de los planes para desestabilizarlo era fácilmente sofocado, por lo que continuó con su proceso de transformación.
Sin embargo, luego de un tiempo las reformas empezaron a ser recibidas con cierta resistencia. Mucha gente ya no creía en el gobierno. Demasiadas personas vieron afectado su modo de vida, y hacía notar su descontento.
La popularidad del gobierno, según las encuestas, empezó a bajar. Dios tuvo la intención de modificar los datos de esas encuestas antes que fueran publicadas, pero vio que no tenía sentido. No cambiaba el hecho de que tenía mucha oposición. De todos modos, el mandatario sabía qué era lo mejor para el país y tenía la convicción y la fuerza necesarias para concretarlo. Su compromiso era firme.
Sin embargo, la influencia opositora de la Iglesia se empezó a notar. La población del país mostró ser más fiel a la Iglesia que a Dios. Empezó a haber empleados gubernamentales que desobedecían los mandatos de Dios por ir en contra de ciertos preceptos religiosos.
Al principio, el presidente quiso dar una lección a los insubordinados y envió un corte de luz masivo para que los ciudadanos pudieran reflexionar sobre sus acciones. Sin embargo, el plan falló, dado que el pueblo consideraba que estaba entre los atributos presidenciales conseguir que volviera la luz, sobre todo cuando el presidente era capaz de hacer milagros.
La insurrección continuó con campañas de desobediencia civil. Dios podía dar órdenes, pero millones de personas no llevaban a cabo su voluntad. El presidente podía castigarlos de cualquier manera, pero el libre albedrío del que gozaban hacía que no pudiera cambiar la voluntad del pueblo.
Finalmente, vio Dios que no tenía el consenso necesario como para seguir en el gobierno. En un mensaje televisivo, Dios anunció que levantaba la prohibición a los partidos políticos y que convocaría a elecciones.
Bajo la supervisión de observadores internacionales, los comicios tuvieron lugar en tiempo y forma, sin que se detectara ninguna irregularidad. Resultó elegido un candidato que Dios sabía que iba a hacer un gobierno pésimo, pero nada hizo para impedir que asumiera. Dios siempre cumplía sus promesas. Además, estaba harto de la ingratitud del pueblo de ese país y ya no le importaba qué ocurriera con ellos. Decidió no involucrarse más en política una vez que traspasara el mando.
Cuando asumió el nuevo presidente, Dios se retiró a su morada celestial en medio de la indiferencia del pueblo, que festejaba el regreso de la democracia.