Respeto tu opinión

No tenemos por qué opinar lo mismo. Si todos opináramos lo mismo, además de aburrido sería sospechoso. Es bueno que discrepemos. A través de las diferencias podemos conocernos mejor. Podemos ver qué otras opciones hay. Incluso podemos descubrir que lo que opinamos está mal, y persuadirnos mutuamente, siempre a partir del sano debate de ideas.
Por eso no me asusta que vos opines lo opuesto que yo. Al contrario: lo considero enriquecedor. La idea es que charlemos, siempre desde un marco de respeto mutuo, porque no debemos dejar de tener en cuenta que, ante todo, somos personas. Dos seres humanos, sin que uno sea mejor que el otro, válidos por igual.
En nuestro caso, vos pensás que el Holocausto nunca ocurrió. Que es una mentira perpetrada por un grupo de conspiradores. Yo pienso lo contrario. Para mí sí ocurrió. Yo respeto tu opinión. Porque te respeto a vos. Y a través de ese respeto, estoy seguro de que vamos a poder entendernos. A través del libre intercambio de ideas, vamos a poder establecer exactamente dónde están nuestras diferencias.
Puede que cueste, pero estoy dispuesto a hacer el esfuerzo. Quiero escucharte. Voy a tratar de persuadirte, desde un lugar de respeto, de que mi posición es la más razonable y compatible con los hechos. Confío en que vos vas a tratar de hacer lo mismo. Tal vez lo logres. Estoy abierto a eso.
Estoy seguro de que, si dialogamos, vamos a lograr encontrar los puntos que tenemos en común. Y eso nos va a enriquecer a los dos.

Las tablas

La maestra estaba muy interesada en que me aprendiera las tablas de multiplicar. En ese momento yo mostraba gran aptitud para acordarme de las cosas que nos enseñaba ella. Era lógico, entonces, que si ella nos enseñaba las tablas yo me las aprendiera.
Pero las tablas era algo que tenía que ocuparme de memorizar. Y eso no es lo mismo que acordarme. Entonces no me las acordaba. La maestra se sorprendía. Trataba de hacer que me ocupara del tema. Me explicaba la importancia. Me decía que para cualquier trabajo que quisiera conseguir en el futuro, era fundamental que me aprendiera las tablas. ¿Cómo iba a hacer para hacer cuentas?
Yo prometía que iba a hacer el esfuerzo, aunque por dentro tenía dudas de que eso que me decía fuera cierto. Se me ocurrió que tal vez no necesitaba saber las tablas. En su lugar, podía aprenderme algunos hitos, y a partir de ellos calcular los huecos. Por ejemplo, estaba bueno saber cada número multiplicado por sí mismo. Eso es fácil. Entonces sé que 7×7 es 49. Y que 8×8 es 64. ¿Qué pasa si quiero saber cuánto es 8×7? No lo sé de memoria. Nunca me entró en la cabeza. Pero sé que puedo restar 8 a 8×8 o sumar 7 a 7×7, y obtener 56.
Eso es saber la naturaleza de las cosas. Pero la maestra no quería saber nada con eso. El Ministerio de Educación insistía en que memorizar las tablas era parte del programa de segundo o tercer grado. No me ocupé de acordarme ese detalle. Mi recuerdo de esa época es más general. Me acuerdo de lo fundamental, como con las tablas.
La maestra, entonces, tenía que tomar medidas para que me aprendiera las tablas. Y los demás también, porque yo no era el único que se resistía a internalizar esos números. Decidió tomar oral. Es lo más parecido a dar lección que hice en toda mi escolaridad. Había que pasar y recitar una tabla entera, sin saber de antemano cuál sería. La idea era que si a uno se le pedía la tabla del 6, tenía que recitarla toda.
Claro que la maestra sabía que era posible calcular la tabla en tiempo real. Entonces tomó otro recaudo. Anunció que después de recitar la tabla correspondiente, tomaría algunas posiciones al azar, siempre de la tabla que nos hubiera tocado en suerte. Entonces preguntaría 6×4, 6×9, 6×7 (ése es el más molesto). Y ahí vería si nuestra memoria estaba bien programada, si teníamos random access memory.
Era un momento de nerviosismo. El fracaso acechaba. La presión estaba orientada a que aprendiéramos las tablas. Pero había dos obstáculos. Uno era que no podía memorizarlas por carecer del menor interés. Y el segundo, más importante, era el principio. No podía ceder a la presión. Si me parecía que no valía la pena aprenderme las tablas, tenían que convencerme de lo contrario, no presionarme para que hiciera lo que ellos querían. ¿Qué es esto? Decidí que no me iba a importar, que mi velocidad de cálculo iba a superar la duda de la maestra. Y aparte, no necesariamente iba a tener que poner a prueba mi destreza con la tabla del 8. Me podía tocar la del 2 o la del 3. O la del 5, que es muy fácil.
Sufrí mientras mis compañeros eran llamados y sometidos al examen. Era triste ver que casi todos se habían resignado a estudiar, aunque no todos habían logrado aprender la tabla que les tocó.
Finalmente, sonó mi nombre. Me levanté con temor, y caminé hacia el pizarrón, enfrentando el miedo. Me tocó la tabla del 4. Respiré aliviado, había sacado un número bajo.

Llamar a la musa

“Hoy las musas han pasao de mí”.
Joan Manuel Serrat

Estoy sentado en esta mesa, esperando que venga la musa. Es necesario que aparezca, así me pongo a escribir algo. No puedo sin su ayuda. Pero la musa no viene. No sé por qué, no sé si estoy haciendo las cosas mal. No sé si soy yo o es ella.
Cada tanto la veo pasar, repartiendo inspiración a otra gente. Pero a mí, nada. Ni siquiera me mira. Trato de poner cara de conspicuo, de que estoy esperando, de que estoy con hambre de creación. Me siento derecho sobre el respaldo, de manera de ocupar más espacio y ser más visible. Pero nada. Entonces, en una de las veces que pasa cerca, levanto la mano y le grito.
—¡Musa!
Me oye, y me hace un gesto de que ya va a venir. Me quedo tranquilo. Pero después de un rato me vuelvo a inquietar, porque no se acercó nunca. Lo que pasa es que hay mucha demanda. Tiene que repartir el tiempo. No puede hacer milagros. Igual me parece que se está pasando un poco. Decido llamar su atención de nuevo. Nunca se acerca lo suficiente. La veo de lejos. Quiero hacerle un gesto para que me vea, para que acuda a mi llamado. Pero está de espaldas. En ningún momento me mira. Parece que lo hiciera a propósito.
No quiero hacer un escándalo. Hay mucha gente escribiendo a mi alrededor, no quiero cortarles la inspiración. No me gustaría que me hicieran eso a mí. Mantengo la paciencia y el silencio, sólo porque la conozco, las ideas que trae la musa siempre valen la pena. Me hacen escribir bien.
Igual, me gustaría que me viera, que me trajera alguna pequeña ideíta para ir masticando, aunque sea. No sé qué tengo que hacer. ¿Me acerco hacia ella? Capaz que la musa sólo le da ideas a los que hacen el esfuerzo de acercarse en lugar de esperar sentados.
Entonces voy. Y justo en el momento en el que me levanto, se corta la luz. Se produce un murmullo general. La musa desaparece de la vista. Igual decido buscarla, pero rápidamente me doy cuenta de que es inútil. Tiene otros problemas más urgentes. Voy a tener que esperar a que se prenda la lamparita.

Ya tenemos confianza

Bueno, amigo lector, me cansé de tratarlo de usted. A partir de ahora voy a tratarte de otra manera. Para mí ya no serás usted, ahora sos vos. No sé si me dejás. Pero no me importa. Vos estás leyendo lo que escribo, quiere decir que un poco me conocés o me querés conocer. Podemos empezar a entrar en confianza.
Espero que no te enojes, lector. Ahora que lo veo así, no sé si queda bien llamarte lector. Es lo que sos, está claro, pero puede que sea demasiado formal. Necesito un sobrenombre para vos, para que veas que ya estamos en confianza. A partir de ahora, pasarás a ser lecti.
¿Y cómo me podés decir a mí, lecti? Autor es igual de formal que lector. Auti es medio feo, yo diría. Podrías usar el nombre que viene en la tapa del libro, pero no está tan bueno. Porque el autor puede ser esa persona, sí, pero eso no significa que el que se llama así sea en todos los sentidos el que escribe esto.
No sé, la verdad. Me parece que lo voy a dejar a tu criterio. Cuando sepas cómo me vas a decir, mandame un mail a la dirección que figura en la página de legales. Y así podremos entrar en confianza ya no sólo como autor y lector, sino como personas.
Espero tu mensaje.

Palabras errantes

mar
cepo
tucán
voz
auto
domo
tos
grafo
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para
casa
seda
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vaca
mirlo
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tuttifrutti
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filo
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vino
nota
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coro
impoluto
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gris
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moño
antimonio
más
mató
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recato
gajo
berro
base
clase
tanto
leer
usted
gasa
sudor
pus
explosión
alegría

La pequeña diferencia

Bienvenido al sabor levemente distinto. Ya son cuatro los sabores casi iguales entre los que podés elegir cuál es para vos. Es un mundo de elecciones, de libertad, y vos podés elegir entre todos estos sabores similares. Porque no somos todos iguales. Todos somos levemente distintos.
Uno de estos sabores escasamente diferenciables forma parte de tu identidad. Averiguá ya cuál es, y pasá a disfrutarlo. Y a disfrutarte. Saboreate a vos mismo. Sentí tu textura, tu efervescencia, tu personalidad, la que te diferencia de los demás. Fijate cuál sos vos y cuál no sos. Tenelo claro, para andar por la vida con más firmeza, con más placer, porque te conocés.
Este nuevo sabor es posible que sea el tuyo. Hasta ahora debías conformarte con alguno de los otros tres, el que más se aproximaba. Y como eran muy similares, estabas conforme, aunque sabías que la vida podía ser mejor. Ahora la vida es mejor gracias a que te encontraste. Ya no sos aquello con lo que identificabas antes, ahora sos lo que te identifica ahora. Sos tu sabor. Dejá que tu sabor se acerque a vos.
Y compartilo con los demás. Así los otros también pueden encontrarse a sí mismos. Verás que algunos son también vos. Y compartirás un momento de entendimiento, de hermandad, de iniciar un camino juntos. Un camino que conduce a la felicidad.

Mosquito y elefante

Comparación
Lo primero que se nota al comparar un mosquito con un elefante es el tamaño. El elefante es mucho mayor. Hacen falta varios miles de mosquitos para juntar el peso de un solo elefante. Esto proporciona una innumerable cantidad de ventajas a los mosquitos. Como toma menos recursos hacer un mosquito que un elefante, los mosquitos se reproducen mucho más rápido. Hay, por lo tanto, muchos más mosquitos que elefantes. Pero esos números no deben preocuparlos, porque un solo elefante puede proporcionar suficiente sangre como para alimentar a miles de mosquitos por día. Y, además, los elefantes no pueden hacer mucho para evitar ser picados.
Los mosquitos usan su trompa para obtener alimento. La insertan en el animal en el que se esconde la sangre que buscan, y succionan con toda la fuerza posible para que el animal no se dé cuenta de que lo están haciendo. Si eso ocurre, el mosquito se ve en problemas. El elefante, en cambio, no tiene la costumbre de disimular su presencia. No le hace falta. Es imposible para un predador comerlo. Un león, por ejemplo, no puede enfrentarse al tamaño de un elefante. Corre peligro de ser asesinado de una patada.
Un mosquito no tiene ese problema. Al avanzar en forma disimulada e inofensiva, el elefante no sólo no puede usar su tamaño para intimidar al mosquito, sino que puede continuar la producción de sangre. De manera que el mosquito no necesita matar al elefante para comerlo, y tampoco le conviene. La estrategia del mosquito es mucho más sustentable que la del león.
Los elefantes viven en sociedades matriarcales. Son las hembras las que marcan el camino, al igual que las hembras de los mosquitos son las que se hacen visibles. Los machos son, en ambos casos, simples conveniencias reproductivas.
Paradójicamente, a pesar del minúsculo tamaño del mosquito, necesita más patas que el elefante para sostenerse. Sería razonable pensar que un mosquito no necesita más de dos o tres patas, sin embargo tiene seis, y usa todas para apoyarse. Es cierto que no camina con ellas, porque el mosquito tiene sobre el elefante la ventaja de poder volar. Estamos en condiciones de afirmar que nunca un elefante ha volado por sus propios medios. Al mismo tiempo, podemos decir también que nunca un elefante quedó atrapado en ámbar.
Los mosquitos vuelan en forma rutinaria. Y tal vez no se dan cuenta de que eso es extraordinario. Que animales aparentemente mucho más poderosos que ellos no pueden hacerlo. Para ellos es su medio de transporte normal. Es tan normal como caminar para un elefante. Y les cuesta menos, porque no tienen que levantar tanto peso. Tal vez, si los elefantes pesaran lo mismo que los mosquitos, también podrían volar. Pero dejarían de ser elefantes. Y eso no estaría bien.

Despertar a su lado

Amanezco sereno. La noche me hizo bien. Siento que me volvieron los músculos. Los rayos del sol se cuelan por la ventana, y se nota en el techo el reflejo del movimiento del agua en la pileta del jardín. Abro los ojos lentamente. No tengo que ir a ningún lado. Puedo tomarme el tiempo que quiera para levantarme, y elijo hacerlo con calma. Me muevo sobre la cama. Levanto la cabeza, la vuelvo a apoyar en la almohada. Miro a los costados. Del otro lado, se asoma desde las sábanas la cabeza de una enorme cucaracha.
Entro en un calmo pánico. No salgo inmediatamente de la cama. Me quedo contemplándola. ¿Me habré convertido en una cucaracha, como si fuera un personaje de Kafka? No, porque estoy viéndola, y la cucaracha está separada de mi punto de vista. Además, puedo ver mis manos, siguen siendo humanas. ¿Se habrá convertido en cucaracha mi compañera de cama? No. Hasta donde sé, anoche dormí solo. Ahora no estoy tan seguro.
Pero por alguna razón todavía estoy ahí, compartiendo la cama con esa cucaracha, que me mira nerviosa. No trata de ocultarse bajo las sábanas, ni en ningún otro lado. Tal vez le gusta compartir la cama conmigo. Quizás me quiere. A mí no me agrada demasiado, y estoy seguro que en otro momento del día haría lo posible por salir corriendo, o por matarla. Pero ahora no. Estoy calmo, en paz con el Universo y con las cucarachas que son parte de él.
Pasan los minutos sin que me dé cuenta. A veces me entreduermo. Cuando me despierto, la cucaracha sigue ahí, tal vez en una posición distinta. Por momentos levanta las antenas, como para captar algo. ¿Qué estará escuchando? No sé. Cuando trato de comunicarme con ella, parece que me ignorara. ¿Estará enojada conmigo? Tal vez nunca me haya querido, tal vez está ahí sólo por la cama caliente, la comodidad. No me valora por lo que soy, sino por lo que le doy.
No se da cuenta de que le estoy concediendo la vida. A esta altura podría haberla matado muchas veces, y no lo hice. Pero tal vez no tendría que pensarlo así. No sé si a mí me gustaría que alguien reclamara mérito por no haberme matado. Tiene razón, la verdad. Pero igual podría matarla. Lo sé. Sólo que no tengo ganas. Entonces, de una forma muy concreta me debe la vida.
Ahora parece que decidió levantarse. Está saliendo de las sábanas y empieza a caminar la almohada. Se acerca a mí. Tal vez sí me quiere. Quizás me quiere expresar algo. ¿Me querrá dar el beso de los buenos días? Veo cómo las antenas se agrandan a medida que se acerca. Nunca había visto tan claramente la cara de una cucaracha. No reconozco su expresión. Ni siquiera sé si es capaz de expresión facial. Pero viene hacia mí, eso está claro.
Cuando está a pocos centímetros me cae la ficha. Se me está acercando una cucaracha. En ese momento me agarra un fuerte rechazo, que me despabila. Siento la necesidad urgente de salir de la cama. Y me incorporo sin tener cuidado de mantener la cama hecha. Las sábanas superiores caen al suelo. Quedan al descubierto miles de cucarachas sobre las que apoyé mis piernas. Al verse iluminadas, salen corriendo, todas en direcciones distintas. Algunas van hacia la almohada. Y ya no puedo reconocer a la cucaracha que había visto primero.

Granaderos con paz interior

Granaderos con paz interior
con alma llena
han trascendido el movimiento
absorben la vida
a su manera
escapan del frenesí diario
nada los puede perturbar
no hay dos iguales
pero hay que prestar atención
su individualidad es sutil
se ve en los ojos
que miran
como nadie
porque concentran todo su esfuerzo
en la mirada perpetua
que les permite saber
la vida no necesita movimiento
para ser vida
el verdadero movimiento
el que todos buscan
es interno
y se libera
cuando el cuerpo se libera
de la obligación
de moverse
para que parezca
que se está moviendo.

Fuera de la ciudad

No aguantaba más vivir en la ciudad. Había pasado toda mi vida ahí, sin darme cuenta de lo antinatural de las sirenas, los embotellamientos, los traslados diarios y la gente que aparece por todos lados, como si brotara de entre las baldosas. Quería ver brillar el sol sin necesidad de pispearlo entre edificios, y ver el reflejo de su brillo sobre el pasto verde, o la tierra marrón. Que no se desperdiciara en calentar el pavimento con el que hemos cubierto todo el suelo.
Cuando la vida de la ciudad llegó a tal nivel que no pude tenerla como ruido de fondo, no tenía forma de ignorarla. Algo tenía que hacer. Empecé a pensar en la posibilidad de irme de la ciudad. Antes no se me había ocurrido. Vivía más o menos conforme, no sé si tranquilo, pero me adaptaba al vértigo urbano. Y un día me di cuenta de que no era necesario. Otra vida debía ser posible.
No sabía si tenía el coraje necesario para dar ese paso. Tenía miedo de que fuera demasiado tarde, de que mi vida estuviera demasiado adaptada y no pudiera desenvolverme en un lugar más tranquilo. Entonces empecé a pedir consejo a mucha gente.
Es cierto, me obsesioné un poco. Es que la ciudad está siempre presente, y cuando uno se da cuenta la ve todo el tiempo, a su alrededor. Cada vez que salía a la calle, ahí estaba la ciudad. Ya me molestaba su sola presencia. O mi presencia ahí. Por eso le hablaba a todo el mundo sobre la idea de irme. Algunos me desalentaban, pero la mayoría no. En general pensaban que era una buena idea. Me decían que lo hiciera, que me fuera, y que si ellos pudieran harían lo mismo.
Decidí explicarles que ellos también podían. Todos podíamos. Pero por alguna razón no lo hacíamos. Capaz que algo más complejo que lo que estábamos pensando nos impedía hacer el cambio. Claro que no es fácil cambiar completamente la vida de uno.
Logré, sin embargo, convencer a algunos. De hecho, se fueron antes que yo. Yo todavía no me animaba, aunque me gustaba la expectativa de tener amigos para ver cuando me fuera de la ciudad. Nos habíamos puesto de acuerdo en ir a un bosque en particular, así podíamos encontrarnos.
Mis amigos se entusiasmaron tanto que no sólo dejaron todo y se fueron. También convencieron a amigos suyos para ir con ellos, que a su vez convencieron a amigos propios. Se terminó yendo un contingente importante. Después otro. Y otro. Abandonar la ciudad se puso de moda. Las autopistas se colmaban con jeeps cero kilómetro de gente que se los compraba para poder manejar en el bosque.
Pero llegó un momento en el que en el bosque no necesitaban jeeps. La gente que ya estaba se había encargado de crear caminos rudimentarios para que los demás pudieran llegar. Se estableció una organización de la comunidad que se iba formando, para evitar el desorden.
Había gente que no quería abandonar la ciudad, pero veía como buen negocio venderles productos a los habitantes del bosque. Había un mercado no explotado, que se hizo más grande cuando los comerciantes empezaron a requerir productos para ellos, como comida, jabón, faroles, instrumentos musicales, libros y dispositivos de comunicaciones, que pudieron ser usados cuando la primera empresa de telefonía celular instaló una antena en el árbol más alto del bosque.
Todo esto ocurría a una velocidad asombrosa. Casi no me dio tiempo para adaptarme a los cambios. Seguía con la idea de irme al bosque en cualquier momento. Hasta que me di cuenta de que mi cuerpo ya no me lo pedía. La vida se había hecho más apacible en la ciudad. El silencio se había apoderado de las calles. Podían pasar varios días sin ver a ninguna persona. Empecé a disfrutar una nueva rutina, de salir a la calle y recorrer un lugar amplio, sólo para mí. Y a ver crecer los yuyos entre las grietas del pavimento.