Vertientes

Había una vez un partido de derecha que tenía distintas ramas. Una de las ramas estaba a la izquierda, la otra a la derecha. La rama de la derecha estaba, a su vez, dividida en una rama de derecha y otra de izquierda, y la rama de la izquierda tenía un segmento más a la izquierda y otro más a la derecha.
También había un partido de izquierda que tenía una rama más a la derecha de la otra, y a su vez ambas ramas estaban divididas en un lado izquierdo y otro derecho.
Los del lado derecho de la rama derecha del partido de izquierda tenían opiniones muy cercanas a los del segmento de la izquierda de la rama de izquierda del partido de derecha. Muchas veces, ante una propuesta de uno de esos dos sectores apoyada por el otro, los de la izquierda más izquierda acusaban a los de la izquierda de derecha de ser derechistas; y los del lado derecho del partido de derecha acusaban a los de la izquierda derechista de ser izquierdistas.
De la misma manera, los de más a la izquierda acusaban de derechistas a todos los demás. Los más cercanos a ellos, esto es la rama derecha de la rama izquierda del partido de izquierda, se enojaban de ser acusados de derechistas y a su vez acusaban de izquierdistas a sus correligionarios.
En un momento, la rama izquierda de la rama derecha del partido de derecha se corrió a la izquierda. Entonces el partido de derecha quedó con una rama a la derecha, dos ramas a la izquierda de ella pero una a la derecha de la otra y una rama izquierda. A su vez, algunos de la rama derecha que había pasado a ser izquierda no estaban conformes con el cambio y formaron una nueva rama izquierda de la rama derecha del partido de derecha, quedando el partido con cinco subramas en total. No hay que olvidar, de todos modos, que se trataba de un partido de derecha y por lo tanto todas las ramas estaban a la derecha del partido de izquierda.
En el partido de izquierda también se producían divisiones. Una facción quiso captar al electorado de derecha descontento con los cambios en su partido. Se creó entonces una rama de izquierda derechista que estaba a la derecha de todas las ramas de su partido y también a la derecha de la rama más izquierdista del partido de derecha. Los otros miembros de su partido los trataban de derechistas, y los miembros del partido de derecha que habían quedado a su izquierda seguían tratándolos de izquierdistas. Las otras ramas del partido de derecha seguían viéndolo a su izquierda.
De repente, en la rama derecha del ala izquierda del partido de izquierda empezaron a pensar que el cambio de la vertiente más derechista de su partido era positivo pero no suficiente. Había que adaptarse a los nuevos tiempos, decían. Y formaron un nuevo partido de izquierda que se ubicó a la derecha de la rama izquierda del ala izquierda del partido de derecha. Pero no se afiliaron al partido de derecha, porque sus convicciones no se lo permitían.
Entonces se daba el caso de que había dos alas izquierdistas que eran más de derecha que algunas vertientes del partido de derecha. Estas ramas eran vistas como izquierdistas por los de derecha, por derechistas por los de izquierda y como representantes de la nueva política por ellos mismos.
Todo se agravó cuando la vertiente izquierda del ala derecha del partido de derecha eligió pasarse al partido de izquierda, pero como un fuego de artificio para captar votos, sin cambiar sus ideas. Esto provocó, primero, un cisma en esa rama, parte de la cual siguió siendo la rama izquierda del ala derecha del partido de derecha. Pero la otra parte se autoproclamaba como la rama izquierda del ala derecha del partido de izquierda, lo cual les causaba problemas con la verdadera rama izquierda del ala derecha del partido de izquierda, que los acusaba de derechistas y de querer confundir al electorado.
Cuando se acercaban las elecciones ambos partidos hicieron internas para definir a sus candidatos. Cada rama postuló a sus representantes. El electorado del partido de izquierda debió elegir entre la rama izquierda del ala izquierda, la rama derecha del ala izquierda que se había volcado a la derecha, la rama izquierda del ala derecha del partido de derecha que se decía la rama izquierda del ala derecha del partido de izquierda, la verdadera rama izquierda del ala derecha del partido de izquierda y la rama derecha del ala derecha del partido de izquierda, que se había volcado a la derecha, quedando más a la derecha que algunos de sus colegas de derecha. Cada uno de los candidatos explicaba por qué era la opción más válida de la izquierda y cómo los demás no eran la verdadera izquierda.
En el partido de derecha se podía elegir entre el ala izquierda, la rama izquierda del ala que antes era izquierda y ahora era central, la rama derecha de esa misma ala, lo que quedaba de la rama izquierda del ala derecha y la rama derecha del ala derecha. Cada rama intentaba convencer a todos de su condición de derechista indudable.
La lista que resultó elegida por el partido de izquierda se alió, para las elecciones generales, con la más afín de las listas del partido de derecha, armando un frente que a los de izquierda les parecía de derecha y a los de derecha les parecía de izquierda. La lista elegida en el partido de derecha se alió con la vertiente que se había volcado falsamente a la izquierda, dando la impresión a los que estaban más a la derecha de ser izquierdistas, pero de ser derechistas a los que estaban más a la izquierda.
En la elección general ganó uno de los dos partidos, que en el ejercicio de su gobierno tuvo la oposición permanente de los miembros del otro, excepto aquellos que, sin abandonar sus convicciones, habían aceptado cargos en el nuevo gobierno. Pero como no se desafiliaron a su partido de origen, los miembros de la rama más distante del gobierno los tildaban de opositores. Al mismo tiempo los de su propio partido los tildaban de traidores y oficialistas.
Luego de algunos meses de gestión algunos funcionarios se alejaron del gobierno, según sus palabras “asqueados del juego sucio de la política”. Ellos se fueron de sus respectivos partidos y formaron uno nuevo, el Partido del Nuevo País. Para las siguientes elecciones el Partido del Nuevo País no pudo elegir un candidato y se presentó con dos listas separadas, una de izquierda y otra de derecha.

Los postes juegan

Después del puntapié inicial agarró la pelota el marcador. Se la pasó al esférico, quien tocó hacia el travesaño. Pero en ese momento marcó el técnico y rápidamente descargó para la hinchada. La hinchada avanzó unos metros y le pasó la pelota a la dirigencia, quien tiró una pared con el árbitro antes de pasársela a los sponsors en la puerta del área. Pero su remate fue contenido por los guantes. Rápidamente se produjo el saque de arco y pelearon la pelota en la mitad de la cancha el temple y la mística copera. Ganó esta última, pero la pelota se fue al lateral y quedó para el contrario. Sacó el lateral un inadaptado, quien le pasó la pelota al palco oficial y la recibió de nuevo con el pecho. En ese momento lo venía a marcar la historia pero pudo descargar rápidamente hacia la suerte de campeón, quien hizo un pase en profundidad para la camiseta. En una acción veloz la pelota estaba en poder de los huevos y salió un pase hacia el punto del penal. El pase fue interceptado por la mufa, que pateó al arco y erró.
El equipo contrario salió jugando con el comentarista, quien gambeteó a un par de atacantes contrarios y le pasó la pelota al palo, que estaba en posición de 5. Bajó hasta allí el cartel electrónico y empezó a tejer los hilos de una jugada muy interesante. Picó por la izquierda un millón de dólares, y por la derecha el volumen de juego. De esta manera arrastraron las marcas y dejaron libres al cansancio, que recibió un pase exacto y estaba por concretar cuando cortó la altura. En una fracción de segundo la altura tiró un pelotazo para el kinesiólogo, que eludió con un caño a la cinta de capitán. Enseguida habilitó al menisco externo, quien antes que lo pudiera impedir el fantasma del descenso dio un pase a la red.

El origen de un deporte

−¿Sabés lo que habría que hacer?
−¿Qué?
−Tendría que haber un deporte que sea como el fútbol, pero con las manos.
−Ya hay. Se llama básquetbol.
−No, ese no es como el fútbol. Yo digo algo con arcos, no con aros a cualquier altura. Se llamaría “handball”. ¿Entendés? Es como “football”, pero con mano en vez de pie.
−Ta. Pero es que las manos tienen más precisión que los pies. No podés poner arcos, sería muy fácil.
−Bueno, hacemos el arco más chico, pero un aro es demasiado. Aparte, si ponemos un arquero no va a ser tan fácil.
−Pero si se usan las manos es muy fácil evitar al arquero. Lo difícil es llegar a la línea de meta. Vas a tener que hacer la cancha más chica.
−Podemos darle el tamaño de una cancha de básquet, o de vóley. No hay problema. Y, ya que estamos, ponemos menos jugadores. ¿Qué te parece si jugamos con siete?
−Puede ser. ¿Incluye al arquero?
−Sí, como sea.
−OK. Pero decime una cosa. ¿Cómo vas a hacer que no se convierta en una versión reducida del rugby o el fútbol americano? Todos van a retener la pelota hasta donde puedan.
−Fácil. Les hacemos picar la pelota.
−Como en el básquet.
−Sí. Pero sin aros. No quiero aros, mi juego está abierto para jugadores que no son altos también.
−O sea que van picando la pelota y se la van pasando, como en el básquet, pero en vez de aros hay arcos. ¿Entendí bien?
−Exacto.
−¿Y cómo hacés para que no se burle al arquero fácilmente? Si uno llega lo suficientemente cerca del arco, no hay forma de que el arquero pueda hacer nada. Cualquiera lo puede fusilar si tiene controlada la pelota en las manos. Por eso el básquet tiene un aro, no es un capricho. ¿Te das cuenta?
−Tenés razón. Mmmmm… ¿Qué te parece esto? Hacemos que el arquero esté en el área y los demás no puedan entrar. Van a tener que tirar desde afuera.
−Pero lo van a fusilar igual. Desde un poco más lejos, pero la pelota en la mano hace que amagar sea lo más fácil del mundo.
−Nah, no creo.
−La verdad, me parece cualquiera tu idea. Es redundante, no tiene razón de ser.
−No, lo que pasa es que no captás la sutileza de lo que quiero hacer. Vas a ver, esto va a ser un éxito.

La extraña metamorfosis del doctor Erasmus Chesterton

Luego de desayunar, el doctor Erasmus Chesterton se dirigió, como todos los días, al Surplus Club. Allí pasaba sus ratos libres desde que se había retirado de la práctica de la medicina. Al llegar se encontró con Lord Quidstock, con quien sostenía una amistad de muchos años. A lo largo de las décadas se habían acompañado mutuamente en diversas aventuras. Entre ellos existía toda la confianza que podía haber entre dos hombres bien educados.
Lord Quidstock y el doctor Chesterton jugaban al billar y, ocasionalmente, al whist. Alternaban esos pasatiempos con la lectura de los periódicos que iban llegando al club, y ambos comentaban con entusiasmo las últimas noticias. El doctor Chesterton prestaba especial atención a los informes sobre avances científicos.
Por las tardes, el doctor Chesterton se retiraba a su hogar, donde tenía montado un laboratorio químico. Permanecía en él hasta la hora de la cena. Su mayordomo, Alphonse, tenía prohibida la entrada allí. Era grande la curiosidad por saber qué hacía su amo en ese lugar, por qué era tan secreto y, sobre todo, qué era lo que producía los extraños ruidos y olores que emanaban del laboratorio. Pero Alphonse era respetuoso de las reglas de la casa donde se empleaba, y se quedaba con la curiosidad insatisfecha.
El laboratorio del doctor Chesterton tenía frascos de diversas formas, en los cuales había líquidos de varios colores. Algunos de los líquidos burbujeaban, otros despedían humo espeso. El doctor Chesterton manipulaba tubos de ensayo, y con ellos mezclaba los distintos líquidos, mostrando especial interés cuando algún preparado producía un efecto de efervescencia. A veces se consideraba lo suficientemente satisfecho como para probar alguna de las mezclas. El doctor Chesterton no tenía miedo a experimentar con su propio cuerpo, lo había hecho durante toda su carrera.
Una mañana, Lord Quidstock se extrañó al no encontrarlo en el Surplus Club. No le dio importancia al asunto, y se dedicó a jugar al bridge con otros miembros. Pero, al día siguiente, Lord Quidstock se inquietó porque la ausencia del doctor Chesterton continuaba. Como temía que le hubiera ocurrido algo, decidió ir a su casa.
Lo atendió el mayordomo, quien le explicó que el doctor Chesterton, tres días antes, había encontrado un manuscrito escondido en un viejo libro, y le había generado tal entusiasmo que se mantenía encerrado en el laboratorio desde entonces. Alphonse sabía que su amo se encontraba bien, porque cada tanto oía gritos de júbilo. El mayordomo le ofreció pasar a tomar una taza de té. Lord Quidstock aceptó. Quería tocar a la puerta del laboratorio para saber qué tenía tan entusiasmado a su amigo.
Cuando Alphonse y Lord Quidstock llegaron al salón de té de la mansión, se encontraron con el doctor Chesterton, que tenía manchas de varios colores en su delantal, y lucía una sonrisa indisimulable. Quidstock se sorprendió al ve que el doctor Chesterton estaba ahí.
—¡Mi estimado amigo! Es un placer verlo. Acabo de hacer un descubrimiento extraordinario. ¿A qué debo su visita?
—Sólo vine para saber si se encontraba bien. ¿Qué ha descubierto?
—Lo siento, me agradaría contarle, pero por ahora debe permanecer en secreto. Es un hallazgo muy importante, y es necesario verificarlo bien antes de darlo a conocer.
—Pero, ¿de qué vale nuestra amistad de tantos años?
—Mi estimado Lord Quidstock, yo lo conozco desde hace cuatro décadas. Le aseguro que mi estimación por usted es enorme. Me ha acompañado en los momentos más difíciles de mi vida y en los de mayor satisfacción. Éste es uno de ellos. Pero créame que es mejor para usted no saber el secreto. Ya se enterará a su debido tiempo. ¿Le apetece un té?
Lord Quidstock prefirió volver al Surplus Club, porque se acercaba la hora de comer. Invitó al doctor Chesterton, pero el venerable científico decidió que lo mejor era quedarse en su vivienda y descansar, ya que había estado trabajando durante tres noches seguidas. Su amigo lo entendió, y se marchó hacia el Surplus Club.
El miércoles siguiente, Lord Quidstock llegó al club y encontró al doctor Chesterton en la puerta. Estaba mirando los carros que llegaban y también las personas que entraban al club. Quidstock se le acercó y lo saludó, sin embargo el doctor Chesterton no pareció reconocerlo. Cuando Quidstock lo invitó a entrar al club, el doctor le dijo en forma muy amable que no era miembro, y por lo tanto debía conformarse con admirar a los coches de quienes entraban. Según dijo, esos carros eran propulsados por los mejores corceles de la ciudad. Mencionó también que el mejor carro de todos era el del doctor Chesterton, a quien dijo estar esperando. Lord Quidstock se extrañó. Su británica elegancia le impidió incomodar a su amigo preguntándole qué le ocurría. Entonces, sin más, entró al club.
El jueves, el doctor Chesterton estaba instalado en su sillón cuando Lord Quidstock llegó al club. Luego de entrar, intentó preguntarle por el incidente del día anterior, pero el doctor Chesterton dijo no haber estado en ese lugar. Dijo que había estado experimentando todo el día.
Esa mañana, el doctor Chesterton y Lord Quidstock se dedicaron a jugar al billar. Lord Quidstock tenía muchas ansias de saber cuál había sido el descubrimiento de su amigo, sin embargo la caballerosidad le impedía volver a preguntarle. Después de comer, el doctor Chesterton regresó a su casa, como todos los días. La rutina anterior se restableció. Todo parecía normal.
Algunas noches más tarde, sin embargo, Lord Quidstock se levantó de la cama al sentir unos gritos. Provenían de la calle. Eran gritos extraños y al mismo tiempo algo familiares, a pesar de su absoluta insolencia. Quidstock quiso llamar a su mayordomo, Joseph, para que fuera a ver qué ocurría, pero no lo encontró. Entonces se asomó él mismo a la ventana, y vio a Joseph tratando de contener al doctor Chesterton, que hacía ostensibles gestos con los brazos. Después de unos instantes quedó claro que era también el autor de los gritos.
Quidstock bajó a hablar con su amigo. Intentó averiguar qué estaba pasando. Pero no pudo entenderse con él. No respondía a su nombre, sino que insistía con ver al doctor Chesterton. No había manera de hacerle entender que se trataba de él mismo.
Lord Quidstock envió a Joseph a buscar a algún policía para ver si los podía ayudar. Los vecinos de Savile Row no gustaban de ser molestados y acostumbraban a llamar a la policía ante cualquier ruido. Quidstock pensó que era preferible mantener la situación bajo control y tener a la policía de su lado. No quería que hicieran sufrir innecesariamente a su amigo.
Mientras el mayordomo se dirigía al cuartel policial, Lord Quidstock trató de contener al doctor Chesterton. No encontró manera de convencerlo de que volviera a su casa. Le preguntó por Alphonse, sin que el doctor lo identificara. Lo invitó a pasar la noche en su mansión, pero su amigo dijo que no quería aceptar invitaciones de desconocidos. Lo único que quería era ver al doctor Chesterton.
Un rato después, llegó Joseph con dos agentes de policía. También trataron sin éxito de comunicarse con él. Dado que preguntaba por sí mismo, a uno de los policías se le ocurrió preguntarle su nombre. El doctor Chesterton dijo ser un tal “Mister Boyd”, aunque cuando le pidieron que acreditara esa identidad no pudo hacerlo.
Los policías explicaron que debían llevarlo al cuartel para no molestar el sueño de los vecinos. Lord Quidstock estuvo de acuerdo, le pareció preferible tener a su amigo en un ambiente controlado. Pudo volver a dormir cuando los policías se llevaron al doctor Chesterton.
A la mañana siguiente, el doctor se despertó en una celda del cuartel de policía y se sorprendió mucho al ver dónde se encontraba. Se acercó a la reja y se dirigió al guardia.
—¿Qué hago aquí?
—Está usted preso por alterar la paz del hogar de Lord Quidstock. ¿No lo recuerda?
—¿Cómo voy a hacer eso? Lord Quidstock es uno de mis amigos más cercanos. Mándelo llamar, esto tiene que ser una confusión.
—¿Usted no recuerda lo que ocurrió anoche?
—Anoche estaba experimentando en el laboratorio de mi mansión, y hoy me encuentro aquí. Me parece que son ustedes los que tienen que dar explicaciones. ¿Con qué autoridad me sacan de mi vivienda, sin que me dé cuenta? ¡Exijo que me dejen ir inmediatamente!
Los policías llamaron al médico del cuartel, quien revisó al doctor Chesterton y no le encontró nada. Entonces lo liberaron, con la advertencia de que tuviera cuidado con lo que hacía.
El doctor Chesterton fue desde el cuartel hasta el Surplus Club, sin pasar por su casa. Lord Quidstock llegó bastante tarde. Su caballerosidad hizo que no hiciera ninguna pregunta sobre el incidente de la noche anterior. No obstante, estaba tratando de deducir qué ocurría con su amigo. Luego de un rato, cayó en la cuenta de que era jueves, y notó que los dos incidentes que había protagonizado el doctor Chesterton habían ocurrido en miércoles. Lord Quidstock pensó que el miércoles siguiente podía volver a ocurrir algo. Decidió urdir un plan para averiguar qué era lo que estaba haciendo su amigo.
En efecto, el miércoles siguiente el doctor Chesterton volvió a ausentarse de su casa convencido de ser Mister Boyd. Entonces Alphonse mandó a buscar a Lord Quidstock, poniendo en marcha el plan que, durante la semana, habían convenido. Joseph, el mayordomo de Lord Quidstock, recibió instrucciones de seguir discretamente al doctor Chesterton para mantener la situación bajo control.
El plan era simple: entrar en el laboratorio prohibido y ver en qué consistía el proyecto en el que el doctor Chesterton estaba trabajando con tanto entusiasmo. A ambos les parecía que el descubrimiento que el doctor decía haber hecho estaba relacionado con su extraña conducta.
Abrieron con cautela la puerta del laboratorio y vieron los frascos de diversas formas. Sobre la mesa más grande había un vaso que contenía restos de un líquido verde burbujeante. Cerca de allí había una jarra con ese mismo líquido. La jarra tenía una etiqueta escrita con la letra del doctor Chesterton, que decía “bebida de transformación”. Alphonse y Lord Quidstock conjeturaron que el doctor había bebido ese líquido.
Ambos decidieron que uno de ellos probara el líquido para verificar sus efectos. Convinieron en que debía ser Lord Quidstock. El mayordomo anotaría todo lo ocurrido.
Alphonse sirvió un vaso del extraño líquido y se lo entregó a Lord Quidstock, quien lo bebió con sobria dignidad. Alphonse tenía una libreta en sus manos para documentar todo lo que sucediera. Estaba expectante. Lord Quidstock también. Sin embargo, no notó ningún efecto producido por la bebida, excepto un agradable sabor a limón. El mayordomo, como estaba previsto, le preguntó su nombre. Lord Quidstock contestó correctamente.
Pasaron las horas, y la mente de Lord Quidstock siguió sin sufrir cambios importantes. Ocurría lo mismo con el cuerpo. Llegó un momento en el que, para evitar sospechas, Lord Quidstock tenía que ir al Surplus Club y encontrarse con el doctor Chesterton, que según sus cálculos ya habría vuelto a la normalidad. Así que dieron por fracasado el experimento.
En el camino al Surplus Club, Quidstock se encontró con su mayordomo, que volvía de ahí. Según el testimonio de Joseph, el doctor Chesterton había estado toda la noche en la recepción del Surplus Club preguntando por él mismo. Los empleados al principio le habían querido explicar la situación, pero al ver que no había caso decidieron seguirle la corriente y lo dejaron entrar. Más tarde, le comentaron que se había dormido en uno de los sillones. Joseph agregó que se había quedado toda la noche en la recepción para asegurarse de que todo estuviera bien. En ese momento estaba volviendo a su puesto habitual de trabajo para comenzar con las tareas del día. Lord Quidstock le agradeció la información y se dirigió con más ganas hacia el Surplus Club.
En el club, Quidstock no se aguantó más. Venció los impedimentos de su caballerosidad victoriana y le preguntó directamente al doctor Chesterton qué era lo que estaba investigando, y cuál era el descubrimiento que había hecho. Le explicó también su preocupación por todos los extraños episodios en los que se había involucrado.
Tal confrontación agarró desprevenido al doctor Chesterton, que ante la sorpresa terminó confesando todo.
—Le voy a contar, estimado amigo. Verá, días atrás estaba revisando un viejo libro que me habían enviado de la Biblioteca de Hamburgo, cuando se cayó un manuscrito. Lo levanté con curiosidad, y me encontré con un texto en clave. Después de varias horas pude descifrarlo, y llegué a la conclusión de que lo que había en el manuscrito eran anotaciones de un viejo alquimista que había sido perseguido por la Inquisición. No había logrado hacer oro, pero el viejo papel contenía la fórmula de una bebida para convertir a las personas en otras personas.
—Y consiguió fabricarla, evidentemente.
—Después de largos experimentos. El manuscrito no sólo estaba en clave sino que llamaba a las distintas sustancias por sus nombres alemanes del siglo XVI, y tuve que experimentar bastante. Hasta que llegué a una fórmula satisfactoria.
—¿Y de ahí sale Mister Boyd?
—¿Quién es Mister Boyd?
—Es el hombre que usted dice ser. ¿Sabe quién es?
—Yo no digo ser nadie. Explíquese.
—Usted causó un alboroto en la puerta de mi casa, la noche del miércoles pasado. Hubo que llevarlo detenido. La policía le preguntó su identidad y dijo ser Mister Boyd. ¿No lo recuerda?
—Recuerdo haberme despertado en el cuartel. Pero nada más.
—Bueno, fue mi mayordomo el que acudió a la policía. No sabíamos qué hacer con usted.
—¿Cómo conmigo? Querrá decir con Mister Boyd.
—Pero Mister Boyd era usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Es que lo era. Era la misma persona que es hoy, incluso estaba vestido igual, sólo que estaba despeinado, actuaba de manera alterada y preguntaba por el doctor Chesterton, o sea usted, pero haciéndose llamar Mister Boyd. Además, ¿quién se despertó en el cuartel?
—Está usted en un error. En todo caso me habré convertido en Mister Boyd. Me desperté yo, pero el que fue preso fue Mister Boyd.
—Pero Mister Boyd es usted. Todos se dan cuenta, no hay ningún cambio en su apariencia.
—¿Cómo que no hay ningún cambio?
El doctor Chesterton quedó pasmado con esa revelación. Se apoyó en el respaldo de su sillón del Surplus Club, y se quedó meditando durante unos minutos. Finalmente, salió de su trance, se dirigió a Lord Quidstock y le dijo:
—Acompáñeme.
Lord Quidstock lo siguió hacia su casa. El doctor Chesterton lo guió hasta el laboratorio. No se dio cuenta de que alguien había entrado, Alphonse había dejado todo tal como estaba. El doctor le dio a probar el mismo líquido verde que antes no le había hecho efecto.
—Pruebe esto, y veremos qué le ocurre a usted.
Lord Quidstock bebió el líquido. El doctor Chesterton abrió muy grandes los ojos, pero no vio nada extraño. Lord Quidstock seguía siendo el mismo. Pasaron las horas, y el efecto nunca se hizo presente. Entonces el doctor Chesterton decidió encarar personalmente el asunto.
—Vea qué pasa cuando lo bebo yo.
El doctor Chesterton se sirvió un vaso y bebió, con cierta desconfianza en su mirada. Inmediatamente le agarró un ataque de hipo. Cuando terminó, Lord Quidstock le dirigió la palabra:
—¿Mister Boyd?
—No. Soy el doctor Chesterton. Me temo que mi experimento fue un fracaso. No me explico qué pudo haber pasado.
Quidstock le propuso que investigaran juntos. Le pidió ver el manuscrito que había dado origen a las investigaciones. El doctor Chesterton lo guió hasta su biblioteca y se lo entregó.
Al recibirlo, Lord Quidstock se dirigió hacia la mesa principal de la biblioteca para examinar el manuscrito. Durante algunas horas lo miró de distintas maneras. Trataba de encontrar algo que se le hubiera escapado al doctor Chesterton.
De repente, lanzó un recatado grito de “eureka”. Cuando el doctor se le acercó, Quidstock le mostró unas iniciales que estaban casi borradas del borde del manuscrito: S. F.
—¿San Francisco? —preguntó el doctor Chesterton.
—No —respondió su amigo—. Este manuscrito no está en alemán antiguo, sino en un dialecto austríaco. Vienés, para ser más preciso. S. F. no es otro que Sigmund Freud. Evidentemente, esto es un experimento de la Psique.
El doctor Chesterton miró otra vez el manuscrito, incrédulo. Lord Quidstock siguió extrayendo conclusiones.
—Fíjese que hay dos partes diferenciadas, que incluso tienen distinta letra. La primera parte son notas de un experimento con un placebo. La segunda es la receta de una bebida. Se ve que usted tenía tantas ganas de que su experimento funcionara, que no sólo mezcló todo sino que realmente creyó que estaba funcionando. Pero, como puede ver, todo es un truco idiomático.
El doctor Chesterton quedó pasmado. Fue hasta el laboratorio, mientras Lord Quidstock corría tras él. Tomó un sorbo de la extraña bebida, sin que le hiciera ningún efecto. Luego bebió otro sorbo, y rápidamente terminó todo el vaso.
Lord Quidstock se acercó y expresó que lamentaba la frustración que debía estar sintiendo. Pero el doctor Chesterton se encogió de hombros y respondió: “Sí, mi experimento fue un fracaso, pero no me he quedado con las manos vacías. He podido llegar a la fórmula de esta bebida. Es muy buena, ¿no le parece? Sospecho que puede haber un mercado para una bebida sabrosa, fresca y burbujeante. Tendríamos que fabricarla a gran escala. Le propongo que seamos socios.”
Lord Quidstock no quiso participar, pero dio el visto bueno a la operación y le deseó suerte. El doctor consiguió inversores y comenzó a embotellar la extraña bebida. El público respondió con entusiasmo. El negocio creció y el doctor Chesterton, en pocos años, pasó de ser un médico retirado a quien le gustaba experimentar sobre sí mismo, a ser el primer gran embotellador de bebidas gaseosas de toda Inglaterra.

Margaritas a los chanchos

El chancho Osvaldo, cansado de revolcarse en el barro, fue a dar una vuelta por el chiquero. No pensaba que se fuera a producir ninguna novedad, después de todo él conocía bien ese chiquero. Había estado toda su vida ahí. Pero esta vez fue diferente. En un rincón, encontró un ramo de margaritas que alguien había tirado.
Eran más de diez flores, y algo en ellas lo atrajo. No sabía bien qué exactamente, pero mirarlas le producía placer. Por eso quiso compartirlas con su novia, la chancha Ediberta. Ella estaba en otro sector del chiquero, y entonces el chancho Osvaldo agarró una de las margaritas con la boca para llevársela.
En el camino, se cruzó con el chancho Julio, quien le hizo una expresión de burla por el extraño objeto que llevaba. El chancho Osvaldo sabía que el resto del chiquero no iba a ver las flores igual que él. Por eso no le preocupó la jocosidad del chancho Julio.
Cuando llegó adonde estaba la chancha Ediberta, ella estaba revolcándose en el barro. Al chancho Osvaldo no le gustaba mucho esa costumbre, pero sabía que era necesaria para su subsistencia. Él también la practicaba a pesar del desagrado que le producía, sin embargo creía que la chancha Ediberta la disfrutaba demasiado. Era uno de los desacuerdos que tenía con su novia, y el chancho Osvaldo no le daba importancia. Estaba seguro de que tenían muchas más cosas en común, y también tenía la certeza de que ella iba a apreciar la margarita que le llevaba.
La chancha Ediberta, al ver la margarita, pensó que era una broma y se echó a reír de una manera similar a la del chancho Julio. La reacción deprimió al chancho Osvaldo, que era fácil de deprimir. Y entonces el chancho Osvaldo se fue con la margarita al rincón del chiquero donde la había encontrado.
Las otras margaritas seguían ahí, y a pesar de algunas manchas de barro continuaban exhibiendo lo que el chancho Osvaldo percibía. El chancho Osvaldo se largó a llorar. No entendía por qué él siempre tenía que ser diferente. Pero tampoco quería ser como los demás. Más bien su frustración venía del hecho de que los demás no fueran como él.
Al verlo en ese momento, la chancha Ediberta fue hacia él para tratar de consolarlo. Ella era la que más lo entendía en todo el chiquero. Sabía que el chancho Osvaldo era muy sensible, y aunque estaba un poco cansada de estas situaciones, sentía que era su deber sacarlo del estado lacrimógeno en el que se encontraba.
Cuando llegó, le quiso preguntar por qué era tan infeliz. Pero él no le quiso contestar. No estaba en condiciones de comunicarse, y le dio a entender que quería estar solo. La chancha Ediberta, que ya tenía experiencias en ese tipo de situaciones, lo dejó con su pena.
El chancho Osvaldo se quedó regodeándose en esa pena. Deseaba irse a vivir a otro chiquero, uno donde lo entendieran y aceptaran su manera de ser. Soñaba con un mundo ideal en el que todos los chanchos tuvieran el mismo concepto de belleza que él, y además no necesitaran revolcarse en el barro. Pero sabía que era utópico, eso no iba a ocurrir nunca. Antes que seguir pensando en todo eso, prefirió irse a dormir. Y, sin darse cuenta, se durmió sobre las margaritas.
Cuando se despertó, se dio cuenta de lo que había hecho. Y se deprimió más. Había arruinado las flores. El chancho Osvaldo las agarró para tratar de limpiarlas, pero fue inútil. Las margaritas pasaron a ser grises. Habían perdido su pureza.
Sin embargo, un hecho lo sorprendió. Muy cerca de él estaba el chancho Julio, y no se reía. El chancho Osvaldo creyó que se iba a reír, pero el chancho Julio no lo hizo. Rápidamente se acercaron otros. Vinieron el chancho Arturo, el chancho Saúl, la chancha Etelvina, el chancho Rafael, la chancha Violeta y el chancho Juan Alberto. También estaban sus padres, el chancho Antonio y la chancha Josefina. Junto a todos ellos venía la chancha Ediberta.
El chancho Osvaldo creyó que se acercaban para tratar de consolarlo inútilmente. De repente, todos los chanchos se acercaron al ramo de margaritas manchadas con barro, y cada uno agarró una flor. El chancho Osvaldo creyó que las iban a tirar para que él no pensara en ellas. Pero no fue así. Los chanchos acomodaron las margaritas cerca de sus cabezas, las pegaron con barro y empezaron a caminar por el chiquero, luciéndolas.
Todos hicieron eso menos la chancha Ediberta, que se quedó al lado del chancho Osvaldo y le colocó a él una margarita del mismo modo que habían hecho todos.
En ese momento, el chancho Osvaldo comprendió lo que había pasado. El barro había hecho que los otros chanchos pudieran apreciar la belleza de las margaritas. Sólo había sido necesario adaptarlas a su esquema. El chancho Osvaldo se alegró. Dejó de sentirse un incomprendido para pasar a sentirse un visionario.

Siameses en el fútbol

El caso de los hermanos Benson, en la segunda división de Inglaterra, había causado una decisión sin precedentes en la FIFA: a partir de ese momento, los hermanos siameses en un equipo se contaban como un solo jugador, debido a la imposibilidad de separarlos.
En un equipo de la ciudad de La Plata, que no será nombrado, se decidió aprovechar la regla. Era un club que estaba acostumbrado a jugar con los límites del reglamento, y se lo veía como una nueva treta. La reglamentación autorizaba, en efecto, a salir a la cancha con doce jugadores. Pero el presidente del club vio una posibilidad más ventajosa: si usaba todos futbolistas siameses, podría jugar con veintidós. De este modo, se razonó, no habría quién les ganara al tener una ventaja numérica de 11 jugadores.
Durante la pretemporada el club se desprendió del plantel que tenía, y contrató un equipo íntegramente formado por hermanos siameses. El equipo fue inscripto y los abonos anticipados se agotaron en pocas horas, algunos porque pensaban que el equipo iba a arrasar con todos, y otros que querían ver el curioso espectáculo.
Cuando empezó el campeonato se vio que la idea no era tan buena. Los siameses se enredaban con la pelota, y se estorbaban para correr. A la hora de cabecear, debían levantar el doble de peso y ganarle a la marca, lo cual era muy difícil de hacer sin cometer falta. Algunos jugadores siameses más o menos podían llevar la pelota, pero para la mayoría el hermano resultaba un estorbo. De este modo, empezaron a perder todos los partidos por goleada.
El presidente se vio en problemas. Todos lo acusaban de ser el ideólogo del desastre ocurrido, y tenían razón. Entonces supo que para salvar su futuro político debía recurrir a medidas drásticas.
Cuando llegó el receso de la mitad de la temporada, el equipo tenía 19 partidos perdidos, con 64 goles en contra y ninguno a favor. No le habían cobrado un penal en todo el campeonato, y el equipo estaba irremediablemente último en la tabla.
A lo largo del campeonato, el presidente había empezado a hacer gestiones. No le dejaban contratar más de cuatro refuerzos para el siguiente tramo del torneo, y era muy evidente que necesitaba más. Por ese motivo, se le ocurrió que podía someter a los siameses a cirugías para separarlos. La idea contó con la resistencia de algunos hermanos, salvo de unos pocos que eran conscientes de que debían hacer algunos sacrificios por el bien del equipo.
Pero el presidente no contó con un aspecto de la reglamentación: si se separaban los siameses, cada hermano separado contaba como un refuerzo. De este modo, no tuvo manera de reconstituir el plantel, y el equipo se fue al descenso al final de la temporada.
Tiempo después, luego de destituido el presidente, el club pudo volver a ascender con un equipo de jugadores autónomos. Pero el apodo de “los siameses” les quedó para siempre.

Otra vida

Cada niño nace casi como feto. Juan, cuyo hijo está allí, sabe esto. Sexo: nene. Juan está como loco. Mira esos ojos. Mira cómo abre bien cada mano este pibe. ¡Está vivo! Esta hora será rara, como toda gran hora. Juan goza. Baja baba como agua.
Buen plan, gran idea tuvo Mara, supo Juan. “Esto anda”, dijo. “Este amor está bien”. Allí está Mamá Mara. Juan mira cómo Blas toma teta. Ella hace algo para usar cada mama. Juan hace clic. Saca foto tras foto. Todo esto será film.
“Juan, poné allá este moño azul”, dice Mara. Juan hace caso.
Cayó Mimí. Ella está algo mala, ayer hubo vino. Pero todo bien. Este olor dice algo: Blas hizo caca. “Dale Juan, hacé como dije”, pide Mimí. Será raro usar tela, pero todo está caro.
¿Será gran tipo Blas? Juan, dice, será buen papá. Blas hará gran obra, cree Juan. Hará todo bien. Todo será goce.
Todo está bien. Blas está sano. Mara yace. Juan reza. Dios dará.

Escape de la isla

Delfo era un prestigioso arquitecto cubano. Su talento hacía que fuera el favorito de los líderes del régimen comunista que en esa época gobernaba la isla. Construía toda clase de edificios para los máximos exponentes del gobierno, y a veces también hacía construcciones públicas. Se destacaba, además, por su habilidad manual y su capacidad para arreglar cualquier objeto con los precarios elementos con los que contaba el pequeño país.
Sin embargo, Delfo era opositor al régimen. Trataba, con suma cautela, de colaborar con los esfuerzos desestabilizadores. También soñaba con emigrar a países que le ofrecieran más oportunidades para desarrollarse profesional y personalmente.
Delfo tenía un hijo, Iker, cuya madre había muerto en un intento de fuga de la isla. Delfo había colaborado con la construcción de la balsa en la que su mujer había embarcado su esperanza de libertad, y se quedó muy contrariado con el desenlace. Quería buscar un método mejor para salir de la isla.
El gobierno, consciente de su talento y sus ideas políticas, no quería que Delfo se escapara. Le prohibieron la salida del país y, para intimidarlo, le recordaron que si se intentaba escapar su hijo pagaría las consecuencias.
Delfo pasaba largas horas en la playa, reflexionando sobre su situación. La arena y el mar le daban ánimo. Un día encontró sobre la orilla una pluma de gaviota y tuvo una inspiración. Pensó que tal vez podía construir un par de alas, y burlar con ellas a la vigilancia costera.
Así que Delfo convocó a su hijo para que lo ayudara a buscar plumas. Mientras tanto, iba bocetando secretamente diseños de alas. No podía hacer prototipos porque iba a resultar sospechoso, pero sus conocimientos de diseño le proporcionaban suficiente confianza como para lanzarse a la conquista del aire.
A medida que pasaron los meses y su hijo le fue trayendo plumas, fue confeccionando dos pares de alas, una para él y otra para Iker, a quien pensaba llevar hacia el estado americano de Florida. Había llegado a la conclusión de que el mejor material para unir las alas era la cera. El único inconveniente era que la cera podía derretirse cuando había altas temperaturas, pero Delfo sabía que, a medida que uno se eleva en el aire, el calor disminuye.
Al cabo de un tiempo, llegó el gran día. Las alas estuvieron listas. Delfo le enseñó a su hijo cómo usarlas, haciendo pequeños vuelos dentro de su casa. Esa noche fue a buscar la ración de 100 gramos de carne que le correspondía para ese mes, y la compartió con su hijo. Planeaban irse al día siguiente, y necesitaban estar bien nutridos. Era un vuelo de unos 100 kilómetros, distancia accesible pero difícil.
A la mañana siguiente, le colocó las alas a Iker y ambos salieron. Volaron un rato sobre su barrio para acostumbrarse a la sensación y aprender a controlar las alas. El vuelo llamó la atención de los vecinos y, naturalmente, también de las fuerzas de seguridad. Pero, al estar en el aire, nadie tenía chances de alcanzarlos. La policía no podía más que gritarles que bajaran.
Cuando entraron en confianza, fueron hacia el mar, en dirección a Miami. Delfo se preocupaba por las cuestiones de dirección, mientras Iker estaba encantado, disfrutando el vuelo y revoloteando por todos lados. Delfo le había advertido que podía encontrar distintas corrientes de aire, e Iker se divertía dejándose llevar por ellas.
El vuelo fue placentero, y las alas se mantuvieron en excelente forma durante el trayecto. La cera se mostró como un material óptimo para unir las plumas sin agregar demasiado peso a las alas. En un momento, Delfo e Iker divisaron tierra. La Florida estaba cerca.
Desde el continente, a su vez, divisaron a los voladores. La ley de los Estados Unidos decía que los inmigrantes cubanos que llegaban a la costa debían ser recibidos como refugiados, pero al mismo tiempo el Estado tenía la obligación de proteger la frontera, sin dejar entrar a ningún intruso.
Y debido a ese último aspecto legislativo, la guardia de la frontera envió un misil para derribar a los que estaban violando su espacio aéreo. Delfo pudo esquivarlo, pero el misil impactó en las alas de Iker y las incendió. El fuego derritió rápidamente la cera y consumió las plumas. Delfo sintió el ruido y, al mirar atrás, vio cómo caía al mar su hijo.
Gracias a su habilidad manual, Delfo pudo maniobrar entre los misiles y aterrizó satisfactoriamente en Miami. Fue recibido como refugiado y se integró a la comunidad cubana de esa ciudad, ya libre de las amenazas del régimen de su país. Con el tiempo pudo formar una familia y establecerse como arquitecto en los Estados Unidos. Pero le quedó para siempre el dolor de la pérdida de su hijo en el trayecto hacia la libertad.

El agua corporal

El cuerpo de Silvio tenía aproximadamente un 60% de agua. Esta proporción no había sido constante durante su vida: de bebé estaba compuesto por más agua que como adulto. Luego había engordado, lo que redujo el porcentaje. Pero cuando adelgazó el agua recuperó terreno y llegó al 60% que se menciona más arriba.
El agua no estaba distribuida de la misma manera en todo el cuerpo. El cerebro de Silvio era 70% ese líquido. Los pulmones tenían más agua: cerca del 90%. Más que la sangre, que a pesar de ser líquida sólo tenía 83% de agua.
Todos los días Silvio reemplazaba más de 2 litros de agua que perdía en el curso natural de su vida. Lo hacía bebiendo agua líquida, pero también extrayéndola de los alimentos que consumía, los cuales también tenían un porcentaje importante de agua.
Dos tercios del agua que componía en gran parte a Silvio estaba en el líquido intracelular o citosol. El otro tercio formaba los fluidos extracelulares. De ellos, un cuarto era el plasma, el componente líquido de la sangre. Los otros tres cuartos estaban en el líquido intersticial, que se podía encontrar entre sus células. Una cantidad ínfima se encontraba en el fluido transcelular contenido dentro de los órganos de Silvio.
Pero esta composición no duró mucho tiempo. Silvio consiguió un paquete barato para viajar a la India. El precio era por temporada baja, y lo que Silvio no sabía era que la temporada baja se daba por las temperaturas extremadamente altas. Y a causa de esas temperaturas un día el 60% de Silvio se evaporó. Quedaron en el piso su 18% de grasa y su 22% de proteínas y carbohidratos. Estas sustancias formaron un polvo que, tiempo más tarde, fue esparcido por la superficie del planeta gracias a la acción del viento. El resto de Silvio pasó a ser parte de la atmósfera y después de unos meses se condensó y volvió a la superficie como parte del monzón.

Cosmos literario

Los humanos vivimos en un universo que no tiene por qué ser el único. La palabra universo se inventó para definir a todo lo que existía, y la ciencia se dedicó a investigarlo. Hasta que se estableció la idea teórica de la posible existencia de otros universos, y la palabra quedó chica. Entonces se decidió emplear el vocablo cosmos para definir a todo lo que existe, existió y existirá. De este modo, el Cosmos es más universal que el Universo.
No obstante, a la ciencia que se encarga de desarrollar modelos de universos posibles se la denomina cosmología, y no universología. Un fenómeno similar ocurre con la palabra átomo, que se inventó para determinar a la partícula más chica posible, y se empezó a usar como tal antes de que se descubriera que el mal llamado átomo estaba compuesto de partículas aún más chicas.
Hasta ahora, la ciencia no ha descubierto ningún universo fuera del que conocemos. Pero la literatura crea universos todo el tiempo. Son lugares que existen dentro de la ficción, que viene a ser como un superuniverso paralelo al de la no-ficción. Ambos superuniversos están contenidos en el cosmos literario, que incluye todos los universos posibles.
De cualquier modo, que sean universos posibles no significa que se hayan inventado. Esos universos aún no forman parte de la ficción ni de la no-ficción, por lo que están en un tercer superuniverso que podríamos denominar todo lo demás. A continuación, vamos a hacer unos cambios drásticos en la estructura del cosmos literario.
Declaro que existe una novela en la que el protagonista recorre todos los universos posibles. Nunca ocurrió lo que dice la novela, por lo que pertenece a la ficción. Pero al existir esta novela, el superuniverso de la ficción se ha tragado al de todo lo demás. El superuniverso de la ficción pasó, a partir de este párrafo, a ser el más grande de la literatura. Ya era mucho más grande que el de la no-ficción, pero ahora se convirtió en un hiperuniverso de un tamaño tal que se lo confunde con el cosmos literario. La literatura de no-ficción quedó reducida a un pequeño porcentaje.
Pero vamos a hacer una prueba más. Declaro que existe un catálogo de todos los universos que existen en el superuniverso de la ficción. El catálogo, al existir y hablar de algo real, pertenece a la no-ficción. De este modo, el casi inexistente superuniverso de la no-ficción se ha tragado al de la ficción, y pasó a integrar la totalidad del cosmos literario.
Todo esto nos lleva a una conclusión ineludible: los géneros literarios no existen, son todos una ilusión que el Hombre creó para poder entender el complejo mundo del cosmos literario, que a partir de este momento se simplificó enormemente.