Recién mañana

El pan recién hecho me espera con el sol recién salido. Yo, recién levantado, decido que es momento de desayunar en el jardín. Hago tostadas y me las llevo afuera junto con el diario recién impreso. Me gusta sentir el olor de las tostadas mezclado con el de la tinta fresca.
Afuera, pequeños pajaritos recién nacidos me reciben con cantos en estreno. En el pasto hay algunos capullos recién florecidos. Son las primeras flores de la primavera recién llegada. Me sirvo un poco de café. Me encanta el café recién filtrado. Me siento en la silla de hierro verde que está al lado de la mesa de mármol.
Lanzo un suspiro. La ropa recién planchada me da una sensación placentera cuando cubre mi cuerpo recién bañado. Hay algo mágico en esos primeros momentos que después se pierde. Por eso siempre le exijo al personal que tenga todo a punto cuando me levanto. Me gusta sentirme como nuevo.
Escucho el ruido de las cigarras, recién despiertas después de su largo invierno. Cuando termino la tostada, siento el olor del pasto recién cortado. El jardinero recién terminó. Quedan algunos fragmentos de pasto esparcidos sobre el suelo. También hay capullos vacíos pertenecientes a orugas recién mariposas. Las veo entretenerse entre las flores, sorprendidas con el vuelo recién obtenido.
El café está muy fuerte. Le vierto un chorrito de leche. Me gusta cuando está recién ordeñada. Se siente especial, mucho mejor que la que se compra en el almacén. Las tostadas que tengo en el plato ya están frías. Quiero hacer nuevas. Pero me olvidé la campana. Me levanto para pedirle a la cocinera que haga nuevas. Y en ese momento descubro que tengo la ropa toda verde. No me di cuenta de que la silla estaba recién pintada.

El silencio de la bandera

Hay dos clases de banderas: la bandera y la bandera de ceremonia. Una se iza todos los días, al comenzar la jornada escolar. La otra se usa sólo en los actos patrios. Es una bandera más gruesa, pesada, que requiere ser transportada por un abanderado y dos escoltas.
La bandera normal está en la puerta, o en el patio, y como es parte del paisaje es fácil de ignorar. Flamea sin que la miren. Sólo es observada en el momento de ser izada, por los que llegan suficientemente temprano. El ritual es recibido con beneplácito porque implica una demora de unos minutos en el inicio de las clases.
A nadie le molesta la bandera. Pero pocos se darían cuenta si faltara. La vida en la escuela seguiría igual, con sólo la indignación del personal directivo y algunos padres como reemplazo del pabellón.
La bandera de ceremonia es otra cosa. Todos quieren acercarse a ella. Ser el abanderado es considerado un honor. Hay distintos métodos para elegir quién será la persona afortunada que llevará el peso de la insignia patria. En algunos casos es la maestra quien elige al mejor alumno. Se vale de herramientas numéricas como las notas, y subjetivas como el concepto o la conducta.
En las escuelas donde cunde la democracia, el abanderado es elegido por voto popular. En estos casos, se designa a un curso como “grado abanderado”, y se organizan comicios entre sus alumnos. Quien sale elegido será el representante de sus compañeros ante la bandera, y la portará en el siguiente acto escolar.
El acto empieza con el murmullo de los asistentes. Es un día especial. Un horario que habitualmente está destinado a clases ese día se dedica a recordar algún suceso patrio. Están presentes los alumnos de todos los cursos, y también los familiares de los alumnos que participan del programa. Todos hablan a la hora señalada. Les gusta compartir la jornada cívica. Los organizadores del acto, directivos y docentes, piden silencio en forma sutil. Pero nadie obedece. Es el pueblo el que determina la hora exacta del comienzo del acto.
En un momento dado, el público se decide a hacer silencio y la celebración puede comenzar. Arranca con palabras alusivas de la señora directora, y tal vez alguna otra autoridad. Pronto llega el momento esperado: se anuncia la entrada de la bandera de ceremonias. La bandera que no se ve todos los días. La elegante. La del honor.
La bandera entra junto al abanderado, los escoltas y el grado abanderado todo, en medio de un estruendoso aplauso que se mantiene durante todo el recorrido. Cuando todos están en sus puestos, suenan los acordes del himno nacional. Aquellas personas que están sentadas saben que es hora de pararse, y los que tienen sombreros saben que deben quitárselos.
La larga introducción del himno es escuchada con entusiasmo. Pero para cuando termina, todos están cansados, y ese cansancio se nota en la manera desganada en la que se canta. El grito sagrado de “libertad libertad libertad” no recibe el honor correspondiente en la entonación. Más bien parece un canto obligatorio, de un pueblo tan acostumbrado a la libertad que no tiene la necesidad de proclamarla. Y para cuando se llega a la parte en la que los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud, el gran pueblo argentino está cansado de la cantidad de repeticiones de esa frase, y ante cada una se va oyendo el hartazgo.
Después de una pausa instrumental, viene el estribillo, que sí entusiasma a los presentes. Coronados de fervor patriótico, la escuela toda pide que sean eternos los laureles que supimos conseguir. Un pequeño bajón posterior en la melodía no impide que el final sea enérgico, y que todo el coro se proponga jurar con gloria morir, jurar con gloria morir, jurar con gloria morir. Antes de que terminen los acordes finales se oye un gran aplauso. Todos aplauden a todos, orgullosos de compartir patria, himno y escuela con los presentes.
En ese momento, la persona encargada del protocolo anuncia que se retira en silencio la bandera de ceremonia. Pero, luego del estribillo del himno, el fervor patriótico es demasiado como para permitirlo. El pueblo quiere demasiado a la patria como para obedecer los designios de las autoridades. La bandera, entonces, se retira en medio de una ruidosa ovación.

Calle Rivadavia

La avenida Rivadavia tiene orígenes humildes. Es una de las arterias más importantes de Buenos Aires. Puede haber sido la avenida más larga del mundo. Sin embargo, si uno la encuentra en el centro, donde tiene numeración de tres dígitos, es una calle más, igual a las otras, sin atisbo de su grandeza posterior. En realidad, con uno solo: al cruzarla, las otras calles cambian de nombre. Se convierten en calles que no eran. Rivadavia es influyente desde el principio. Una base sólida para después convertirse en lo que llega a ser.

Vía aérea

Los hermanos Wright deben haber creído que cumplían el sueño del hombre. Que la humanidad iba a celebrar lo extraordinario de elevarse más allá de las nubes y trasladarse por el aire, como los pájaros.
Sin embargo, con intrépidas excepciones, resultó que a nadie le interesa volar. Sí, volar puede ser una experiencia fascinante, pero nadie se sube a un avión para eso.
Resultó que a la gente lo que le gusta es trasladarse. Y el avión es una manera muy práctica de llegar rápido a lugares distantes. Que lo haga por aire es secundario. Es la misma razón por la que no continuaron los viajes a la luna. Se logró, fue una hazaña. Pero en la luna no hay nada.
Se generó, entonces, una enorme industria de traslado de personas por aire, que se sumó a las que trasladan por agua, tierra o bajo ambas. Pocos pueden acceder a aviones privados, y aun los que tienen, deben moverse entre aeropuertos. Los hay grandes y chicos. Muchas veces la ruta que una persona quiere hacer no existe en forma directa, y es necesario tomar dos o tres vuelos sucesivos. Puede ser cansador esperar muchas horas en aeropuerto para después subirse a un avión y sentarse a esperar que llegue a destino. La gente se distrae con lectura, juegos, películas, sueño o mirando por la ventana hasta que se produce la llegada. Y al llegar, cada pasajero se alegra de, por lo menos por ese día, haber terminado de volar.

Comida de avión

A mí me gusta la comida de avión. Capaz que soy poco sofisticado. Qué sé yo. Pero me gustan esos pequeños placeres. Morder el hielo redondo del vaso de plástico transparente que recibe la gaseosa bien fría que venía en la lata traída en el carro que bloquea todo el pasillo. Cortar ese pan esférico y ponerle manteca. Abrir el aluminio de la comida caliente y encontrar algo que no está pensado para que entre por los ojos. No, no es comida gourmet, pero estoy arriba de un avión. No hay cocina. Si viajara en Primera sospecho que igual estaría limitado a lo que puede transportarse en esos compartimentos. No me van a hacer un asado en la parrilla del avión, por más que lo exija mientras le encajo el ticket de Primera en la cara a una azafata. Sería complicado concederme ese deseo. Se llenaría de humo la cabina presurizada y los detectores de los baños sonarían sin cesar. Del mismo modo, tampoco hay horno ni sartén. Si quiero una tortilla de papas tendrá que ser recalentada. Ya es bastante que puedan mantener la comida caliente. Y no tiene mucho gusto. O no a lo que dice ser. El pollo de avión puede confundirse con otras carnes. Uno puede no saber exactamente cuál es el relleno de las pastas. De hecho, todas esas comidas tienen más o menos el mismo gusto. Es el gusto del viaje, de la experiencia de estar volando hacia un lugar lejano. Del entusiasmo de lo que está por venir, o el recuerdo de lo que acaba de pasar.
Entonces, no sé si la comida de avión me gusta por el gusto. No la elegiría en tierra. Pero cuando llega el momento, la disfruto.

Mercado de religiones

Cuando la gente no encuentra una religión cerca, empieza a desesperarse. Un porcentaje importante de la humanidad necesita apoyarse en certezas. No importa si esas certezas son equivocadas, la necesidad es de saber cosas que no se discutan, pilares en los que cada uno puede apoyar su vida.
Desde el principio de la Historia existieron esos pilares. En general fueron muy fuertes. Abarcaban a mucha gente, y mientras más gente se apoyaba en ellos, más fácil era persuadir a los otros de que las certezas sobre las que todo descansaba eran tales.
Actualmente, la situación es distinta. Las religiones están ahí todavía, pero no son tan atractivas. Han sido reemplazadas en muchos casos por otras formas de pensamiento mágico. La gente ya no dura toda la vida en una religión. Se va mudando, salta de una a otra.
Existe un mercado de religiones muy activo. En todos los ámbitos aparecen los vendedores de religión, que ofrecen a las personas que pasan cerca la posibilidad de sumarse a su selecto club. Ellos tienen todas las respuestas, todas la certezas que la otras religiones sólo fingen tener. La gente puede obtener el privilegio de pertenecer mediante un módico pago.
Cada una de estas religiones ofrece un mundo nuevo, una manera de ver la vida que difiere un poco o mucho de lo que cada persona antes hacía. Marcan un camino fácil, bien delineado, que permite dar un marco de previsibilidad a las acciones futuras. El azar queda afuera, uno es protegido por la pared que se construye alrededor. Nada la puede penetrar si uno tiene la fuerza de voluntad suficiente. El único que la puede romper es uno mismo.
A veces esa pared se rompe, y uno queda desprotegido. Pero por suerte, no pasará mucho tiempo hasta que venga el representante de otro club a ofrecerle la construcción de otra pared, mucho más sólida, que le permitirá volver a sentirse respaldado, ya no intimidado, por un mundo mucho más grande que uno.

Formato no válido

Está bien, a los hijos hay que educarlos, tienen que poder manejarse en la sociedad. ¿Pero cómo hago para que no me los formateen? No quiero que me los devuelvan en paquete, con un diploma que dice “listo, ya puede realizar esta tarea”. No quiero que piense lo mismo que piensan sus compañeros.
Pero, al mismo tiempo, quiero que se entienda. Quiero que pueda relacionarse, entenderse, intercambiar información. Y no quiero que absorba información. Quiero que aprenda, que se tome el trabajo de aprender. No que le enseñen. Que lo guíen, en todo caso. Y sé que eso no es posible. En la escuela no hay tiempo para que cada uno aprenda. Por eso prefieren formatearlos a todos.
¿Cómo lo prevengo? Tengo que vacunarlo contra el formateo. Enseñarle que no tiene que confiar en las autoridades sólo porque son autoridades. Enseñarle a aprender, que se irrite cuando le sirven en bandeja, que objete cuando le quieren meter caca en la cabeza. Para eso la tiene que saber reconocer.
Tiene que ir sabiendo algunas cosas. Tengo que llevarlo preformateado, con algunas ideas fuertes de las que se pueda aferrar. Y esas ideas hacerlas de sólo lectura, al menos hasta que salga de la escuela y esté en condiciones de ver si las quiere conservar. Pero antes hay que protegerlas, porque si no se las van a tratar de borrar.
También puedo mandarlo a una de esas escuelas diferentes, de las que le dan importancia al desarrollo intelectual y emocional de cada uno. Pero no sé. Tengo miedo de que ahí también me lo formateen, y encima me lo hagan de un formato incompatible con el del resto de los chicos. Después se va a tener que desenvolver en la misma sociedad.
No. Lo que tengo que hacer es un formato de bajo nivel. Y pasarle un scandisk periódico, para ver si tiene sectores defectuosos y neutralizarlos si están. Tengo que instalarle un buen firewall y un buen antivirus, que no sean invasivos. Que dejen pasar las ideas pero generen una advertencia de “idea sospechosa”, así después se puede revisar bien.
Con eso más o menos lo dejo equipado. Después voy a ver cómo funciona. Si tiene notas malas, voy a saber que algo está fallando. Y si tiene notas buenas, es una alarma. Voy a tener que saber diferenciar si está conformando a las autoridades o si está aprendiendo de verdad. Tendré que hacerle mis propios exámenes, integrales, a ver cómo anda de la cabeza.
Y, mientras, tengo que apoyarlo, hacerle saber que la vida no es como la escuela. Es sólo un obstáculo que hay que pasar para después formar parte de la sociedad sin hacer ruido. Sólo que hay que tener cuidado, y no dejar que la preparación para la sociedad le saque toda la libertad antes de que tenga la opción de ejercerla.

Tribuna italiana

“Tribuna italiana” es una revista destinada a la comunidad italiana local. A los inmigrantes, o descendientes de ellos. Trata asuntos de interés para ambos países y las relaciones entre ciudadanos de ellos. Se publica semanalmente en Buenos Aires. Se edita en italiano, porque está establecido que los que están interesados en esos asuntos saben el idioma.
Como cualquier periódico, acepta avisos. Pero los avisos no necesariamente están en italiano. Salen en el idioma que decide el anunciante. Al publicitar en Tribuna Italiana, debe tenerse en cuenta que es una revista con un público muy definido. La leerán quienes son italianos y quienes se sienten italianos.
Cuando hay elecciones parlamentarias en Italia, los italianos que viven en el exterior eligen también legisladores. Los partidos buscan votos, y una revista como Tribuna Italiana es muy atractiva para esa clase de anunciantes. Hay muchos potenciales votantes entre esos lectores. Es mucho más efectivo que publicitar, por ejemplo, en las lunetas de los colectivos.
Algunos candidatos, sin embargo, pautan el aviso en español. Probablemente el razonamiento es no excluir a nadie al hablar en un idioma extranjero. Pero en Tribuna Italiana el español es un idioma extranjero. No es razonable escribir en español para asegurarse la comprensión de los suscriptores de una revista que sale en italiano. Particularmente cuando se quiere conseguir su voto, no hay mejor forma de parecer condescendiente.
Otros anunciantes son más perspicaces, y redactan sus avisos en italiano, para que no desentonen con el resto del periódico. Es el caso de un servicio de traducciones, que también encuentra a su target en una revista de colectividad. Su aviso reza “traduzioni immediate”, y ofrece servicios de traducción del italiano al español. Servicio destinado a todos los que puedan entender entender su aviso, publicado en italiano.

El país donde se usa la luz de giro

El país donde se usa la luz de giro es un país algo predecible, sí, pero qué lindo. Los parpadeos permiten ver el futuro, y adecuarse a él. Todos marcan el camino, no para que los sigan, sino para que los otros elijan qué hacen. Es porque es un país en el que la gente piensa en los demás. Todos se acuerdan de que existen los otros, y lo tienen en cuenta. No dejan de hacer lo que pensaban hacer. Sólo avisan cuando es adecuado. Así deja de ser necesario adivinar. Uno se puede manejar mejor en la sociedad. Y al no tener que ocuparse de saber qué van a hacer los otros, queda el cerebro libre para dedicarlo a actividades que le permiten florecer.

Mi tolerancia

Sepan que hay gente que no acepta lo que yo acepto. No todos son tan tolerantes como yo. Ojo, uso la palabra “tolerante”, pero no es que esas cosas que alguna gente no acepta y yo sí sean cosas que tenga que hacer un esfuerzo por tolerar. En realidad no me limito a tolerarlas, las acepto. Que es lo que dije en el primer momento.
Hay gente que no. No sé por qué, no sé en qué les afecta, pero no aceptan estas cosas que para mí son perfectamente aceptables y ni siquiera tengo que reprimir algún instinto de rechazarlas. Ellos son al revés. No sólo se les ocurre rechazarlas, sino que las rechazan. Algunos lo hacen en público, exhibiendo su intolerancia para que los demás lo sepan. Piensan que es un ejemplo para los demás, y creen que los que aceptamos esas cosas estamos locos.
Yo no soy de ésos. Yo soy mucho más abierto. Lo pueden ver en esto que estoy diciendo. Yo no rechazo esas cosas que rechazan los demás, y que sé que ustedes tampoco rechazan. Sé que el zeitgeist está de mi lado, y estoy contento de que por fin me haya alcanzado. La verdad, no sé por qué se demoró tanto. Estaba tan mal informado que no me daba cuenta de que me salía de la norma. Por suerte eso se corrigió y ya está, ahora somos mayoría los que aceptamos estas cosas. Y estoy contento.
Aunque quedan algunos que todavía rechazan todo eso. Queda claro que yo no soy de ésos. Me parece que tenemos que hacer algo. Convencerlos, o destruirlos. Pero lo tenemos que hacer todos juntos, desde la fortaleza que nos da tener razón.