Polvo de mochila

No sé si mi mochila viene del polvo. Seguramente viene de China, y no sé qué materiales usan para fabricarla. Pero sí sé que va hacia el polvo. Lo veo todos los días. Cuando saco cosas, salen cubiertas de polvo de mochila. El viaje en su interior deja huellas.
A veces, el polvo vuelve a la mochila. Nunca todo. El polvo es, por naturaleza, huidizo. Y por eso cada vez queda menos mochila. La pared que alguna vez fue robusta se va haciendo levemente más fina con cada partícula que escapa.
No sé cuánto tiempo queda hasta que la mochila deje de ser mochila. Es inexorable, tarde o temprano perderá sus propiedades de transporte de objetos, y tendré que comprar otra.
Como no sé en qué momento exacto ocurrirá eso, me encuentro que vigilo la espalda, a ver si sigo teniendo la mochila. Temo que algún día se desintegre por completo y todo lo que llevo caiga a la calle, dejándome sólo con la correa que sostiene su recuerdo.

Cambiar el mundo

De adolescente, Milton era bastante conservador. No entendía a sus amigos que querían cambiar el orden establecido. En realidad sí lo entendía, sabía que era una de las características de la adolescencia. A él le habían prevenido que iba a tener esos impulsos, y se había preparado para que no lo agarraran por sorpresa. Entonces, cuando sentía ganas de cambiar algo de su entorno, pensaba que era necesario rectificar a sus amigos, que tenían esa idea loca de cambiar el mundo.
El mundo estaba bien como estaba. Milton sabía que no era perfecto. Pero él, dentro de sus limitados conocimientos, podía ver una tendencia histórica a mejorar la calidad de vida y las libertades cívicas de las personas. Tal vez había momentos y lugares en los que se daba lo contrario, pero en líneas generales la cosa más o menos marchaba.
Le parecía, además, que las ideas de sus amigos eran bastante inoportunas. Ellos veían las mismas injusticias que él, pero las usaban como argumento para mostrar que era indispensable la aplicación de la idea que tenía cada uno de la sociedad. Algunos querían imponer distintos sabores de comunismo. Había quienes estaban convencidos de la necesidad de reforzar la aplicación de la religión católica y su respeto por parte de la ciudadanía. Otra idea que encontraba con frecuencia era la de expulsar del país a todo lo que fuera extranjero, porque resultaba en el saqueo de los recursos propios.
A Milton no le gustaba ninguna de estas cosas. Él estaba convencido de que lo que hacía falta hacer era pequeños ajustes, para aplacar problemas puntuales, pero no había que hacer cambios radicales. Y lo que Milton creía que debía pasar se parecía bastante a lo que estaba pasando. Entonces él acompañaba el rumbo y no tenía necesidad de rebeldías sociales.
Sus amigos trataban de convencerlo de que estaba en un error. Pero él rechazaba sus argumentos. “¿Qué podés saber de la vida? Sos demasiado joven”. Él veía que los adultos no tenían el apuro por revolucionar la sociedad, y pensaba que era por algo. A esto, sus amigos decían que los adultos no tenían la energía de los jóvenes, que tenían familias que mantener, que ya habían sido atrapados en el juego perverso de la sociedad. Era responsabilidad de ellos lograr que no siguiera pasando.
Milton pensaba que ninguno de sus amigos había llegado a sus conclusiones en forma independiente, sino que habían comprado alguna idea que habían visto en algún lado y estaban siguiendo recetas. Eso a él no le gustaba. Prefería hacer su camino. Y su camino estaba más cerca del de los adultos.
Pronto Milton creció, y fue uno más de los adultos. Estaba contento de haber terminado la adolescencia. Le había resultado un período bastante molesto. Y también recibía en su mente de adulto a muchos de sus amigos, que habían empezado a llegar a las mismas conclusiones que él. Lo veía como una reivindicación.
Cuando terminó la facultad, Milton empezó a buscar trabajo. Y se encontró con que muy seguido le pedían experiencia previa, aunque no era posible que la tuviera. No sólo eso, también había un límite de edad que hacía muy difícil que mucha gente pudiera tener esa experiencia. Tampoco esos trabajos pagaban como a él le hubiera gustado. Pero decidió que su remuneración iba a crecer a medida que su carrera avanzara.
Poco a poco fue descubriendo el mundo laboral, y el mundo externo a su escuela y su barrio. Se fue integrando a la sociedad. Conoció gente de diversos ámbitos. Y empezó a notar que muchas personas aceptaban situaciones que para él serían impensables. Él se negaría a trabajar en las condiciones que muchos de sus compañeros consideraban normales. Pretendía tener asientos razonablemente cómodos, o que no hicieran mal a la espalda. Le molestaban los controles de disciplina, la rigurosidad, tener que macar tarjeta. Le hacía pensar que no confiaban en él. Pero rápidamente descubrió que eso tenía una razón de ser. Estaba claro que unos cuantos no tenían ganas de estar ahí ni de hacer lo que hacían. Entonces procuraban trabajar lo menos posible, y para eso apelaban a toda clase de argucias.
Se encontró también con que, a pesar de los controles previos, mucha gente no estaba preparada para hacer su trabajo. Esto ocurría en todos los lugares donde trabajaba. Y se daba un fenómeno curioso. En muchos casos, los que sabían trabajar resultaban imprescindibles en su puesto, porque no podían ser reemplazados por los que no sabían nada. Y esa capacidad les impedía crecer en los escalafones. A la hora de promover a alguien, se optaba por aquellos cuya ausencia en el puesto anterior era menos problemática. Y entonces los que sabían debían reportar a los que no sabían.
Observó Milton que esas cosas pasaban muy seguido en distintos ámbitos de la sociedad. La gente, por alguna razón, estaba contenta con sobrevivir. No tenían ambiciones más allá de mantener su lugar, aun si ese lugar implicaba injusticias para ellos y para otros.
Pasaba lo mismo al elegir autoridades. Mayoritariamente se elegía no a los que ofrecían alguna posibilidad de arreglar o mejorar los problemas de la sociedad, sino que una y otra vez eran favorecidos los que prometían que nadie iba a perder nada. Ocurría, incluso, cuando los funcionarios eran notoriamente corruptos. La sociedad en su conjunto prefería no enfrentar sus problemas.
Milton se preguntaba por qué la gente toleraría corrupción en sus gobernantes, y después de un tiempo dio con la respuesta: demasiada gente toleraba corrupción en sí misma. Eran muchísimos los que intentaban sacar ventajas ilegítimas, los que trataban de poner a los demás en posición de poder extorsionarlos, los que no tenían en cuenta a los demás.
La sociedad funcionaba mal. Todos lo sabían, nadie quería hacer nada, porque eran todos adultos y tenían familias que mantener. Lentamente, Milton se fue dando cuenta de que a él no le gustaba esa manera de vivir. Quería que fuera mejor, y sabía que era posible. Era cuestión de convencer a la gente, de hacer el esfuerzo de lograr que vieran que todos podían estar mejor. Había que cambiar la mentalidad de las personas, para poder tener una sociedad mejor.
Milton no quería cambiar el mundo, hasta que el mundo lo cambió a él.

El último diploma

En los actos de fin de año, toda la escuela observa orgullosa a los egresados. Es su último acto. Atraviesan un momento que vieron ocurrir varias veces, pero nunca lo vivieron en persona. Están vestidos formalmente, con sus familias entre el público, esperando el momento en el que subirán al escenario a recibir los diplomas que conmemoran la finalización del camino escolar.
Muchos están nerviosos. Algunos se comportan como si no lo tomaran en serio, pero son arrastrados por la marea de los que sí. No es momento para andar con rebeldías: es el final del ciclo escolar. El momento previo al comienzo de lo que la escuela los ha preparado para enfrentar: “la vida”.
Tratan de escuchar con atención el himno nacional y los discursos de los directivos. Tal vez también el de algún representante de los docentes o padres. El ceremonial sólo incrementa los nervios. A veces hay algún número musical en el medio. Es la última espera antes de terminar la escuela.
Tarde o temprano arranca la entrega alfabética. El mismo alumno que era nombrado primero cuando se tomaba lista pasa al escenario a recibir su diploma. Es entregado por uno o dos docentes de su elección. El momento recibe un estruendoso aplauso. Todos los presentes muestran su orgullo por el logro obtenido. El tiempo para sacar una foto arriba del escenario, y es momento de bajar, a unirse a los compañeros, con el diploma enrollado.
Al mismo tiempo sube el segundo egresado, que recibe un aplauso similar. Y luego el tercero, y el cuarto. La escena se hace algo repetitiva. El público empieza a mostrar arrepentimiento por haber aplaudido tan efusivamente al primero. Ahora, piensan, tendrán que aplaudir igual a todos. Son decenas. Es posible estar media hora aplaudiendo.
Entonces, algunos integrantes del público desisten, o reducen la fuerza de sus manos. Sólo volverán a aplaudir con ganas cuando le toque el turno a quien fueron a ver, o a alguien que les caiga bien. El acto de egresados se convierte en un concurso involuntario de popularidad.
Mientras, tras bambalinas, algunos de los que reciben el diploma ceden a la tentación de abrir el rollo, aun sabiendo que luego no lo podrán volver a enrollar tal como estaba. Y ven el contenido del diploma. Grande es su sorpresa al darse cuenta de que ése no es el diploma oficial. Es un papel que emite la escuela, felicitando al alumno por haber completado el último año. Todos tienen claro que el diploma oficial es emitido por el ministerio de educación.
Es lógico, dice alguien, todavía hay varios que tienen que rendir materias e igual están recibiendo el diploma como si hubieran egresado. La ceremonia, antes de terminar, se revela como una farsa. Los diplomas no valen nada. En algún momento tendrán que ir a buscar el diploma verdadero. Será entregado en un acto administrativo, sin glamour, por un burócrata.
La escuela no se deja terminar tan fácilmente.

Enojo de arriba

Se oyó un gran temblor. El cielo se oscureció. Luego se abrió. Una luz salió de la división entre los dos cielos. La población miró hacia arriba. Algo imposible de ignorar comandaba la atención de todos. En ese momento tronó la gran voz celestial.
Imbéciles.
Las personas se miraron. ¿De quiénes está hablando? Todos estaban de acuerdo en que había mucha gente, entre los demás, que correspondía a ese adjetivo. Hasta que la voz fue más específica.
Todos imbéciles.
La gente se enojó. Algunos miraron hacia abajo, en señal de aceptación. Pero otros desafiaron la conclusión y pidieron, por lo menos, un motivo para decir semejante cosa.
¿No se dan cuenta de que hago todo lo necesario para que vivan sin mí?
“No parece”, gritó una voz perdida en la multitud. Pero el mensaje del Altísimo continuó, ignorándola.
¿Quién los manda a tratar de complacerme? ¿Cuándo les dije que tenían que obedecer mis designios? ¿Por qué les creen a los que dicen que saben lo que pienso?
Se produjo un murmullo. Había opiniones diversas entre las personas. Algunas estaban contentas. “¿Vieron? ¿Vieron?”, exclamaban con soberbia. Otros ensayaban expresiones de justificación. “Y bueno, ¿qué otra cosa íbamos a hacer?” “Es que nunca dices nada.” “Siempre me criaron de esa manera.” “Yo sólo quería hacer tu voluntad.”
Salames. ¿Se piensan que me importa lo que hagan en cada momento de sus miserables vidas? ¿Quién se creen que son? ¿Se les ocurre que voy a dedicar mi tiempo a juzgarlos individualmente? ¿A ver quién es digno de mí y quién no? Qué idea imbécil tienen de mí.
“¿Es que no te importamos?” fue la expresión popular.
Ustedes, imbéciles, ustedes se tienen que importar. Quiéranse, ámense entre sí. Déjenme afuera. Pertenecemos a magnitudes diferentes. No tienen por qué intentar comunicarse conmigo. No hay forma de que me entiendan. Pero yo sí los entiendo, y la verdad, lo que piensan es cualquiera. Pfft.
Dios resopló su fastidio con forma de viento y lluvia. Las personas quisieron refugiarse, temiendo el castigo divino. Pero Dios volvió a increparlos.
¿Ven? Ustedes me temen, pero al mismo tiempo se cubren, pensando que pueden escapar a mis designios. ¿No se dan cuenta de la contradicción? Sí, yo puedo hacer lo que quiera con ustedes, pero no me interesa, son demasiado insignificantes. Sería muy fácil para mí destruir sus sociedades, o curar sus males. Es aburridísimo.
“Pero, ¿qué debemos hacer?” gritó el pueblo a su señor.
Hagan su vida, la puta que los parió. Sigan su camino. No crean en mí: crean en ustedes. Algún día quisiera levantarme y verlos tomar el control. Quisiera que estuvieran a la altura de lo que prometen. Créanme, yo sé que ustedes pueden. Me encargué de eso.
“Dinos cómo”, exclamó un líder espontáneo entre la multitud. “No queremos decepcionarte. Ayúdanos”.
Basta. Olvídense de que pueden decepcionarme. Olvídense de que existo. Hagan como si no estuviera. Vayan, sean felices. Es lo único que me importa. Todo lo demás es secundario. No sé cómo hacer para que me den pelota y empiecen a ignorarme de una buena vez. Ya probé desaparecer durante miles de años, y nada. Lo único que hacen es generar dogmas de mierda.
La humanidad hizo silencio. Casi todos miraban para abajo, avergonzados. Todos sabían que lo que hacían era para complacer a Dios, y ahora se venían a enterar de que era exactamente lo contrario que lo que tenían que hacer. Tenían, igual, el impulso de pensar que la intención era buena. Nadie lo dijo, pero Dios sabe lo que piensan todos.
La intención no importa un carajo. Tienen que pensar. ¿Para qué les di esa capacidad? ¿Para que obedezcan a cualquier mamerto que dice cosas con tonito solemne? ¿Para eso me gasté en darles ese cerebro enorme, en erguirlos para liberarles las manos? ¿Eh? La verdad, veces me parece que me equivoqué de especie.
Un relámpago muy brillante iluminó la atmósfera. La humanidad se atajó ante la próxima aparición de un trueno extraordinario. Pero el trueno nunca se oyó. Y Dios tampoco. Las personas, poco a poco, fueron retomando su vida. Muchos quedaron con miedo a una nueva aparición, a un nuevo castigo divino. Y se dedicaron a averiguar, por todos los medios que tuvieran disponibles, cuál podía ser la mejor manera de hacer su voluntad.

El flerzo verlederino

Cuando mi flerzo salió por la sertena, corrí joltiendo a ñapar la serta. Pero, a pesar de mis quiñones, el flerzo terminó gortando todo el lapot, desde el hudón hasta el rófolo. Tuve, entonces, que quinitizar. Pero no necía el sortozo en ese fultancio. Fue intálajo conseguir huntoros para el clorto. Hasta que, por zozozo, flarcilipé la sertónica. Y entonces bística, la giracité.
No obstoncio, turultenca continuaba sintacticando. Musca el flerzo, musca los huntoros. El rocorío humbaba al yulco. Toda la noche. Cuando queradía, yusté la sinca hasta que la fera jitaba el íboro.
Pensé que galto era sufortonde, como si retero fuera tan voliz. Unta punté al faltón, hasta que trofé la cofta y, sortó, fortata. Pero momentos después sirtupetó Horacio. Me dijo que la jurta debía ser giracitada sin rófolo, que todo el sócolo sabía eso, y que antes de hacer tenía que preguntarle, cartajo. Pedí sintorpas, no sin flarme de gonor y besadumbre. Horacio comprantió mi colgosidad, pero me abfortó que no podía hertintear de esa latera.
Decidí entonces artifar mi comprosaco, para que todos huciéramos las gosas y no rubiésemos fartonos en el retanco. Desde ahora rendé más goldado. Espero que todo salga bien.

La conversación

Estábamos conversando. Mejor dicho, yo estaba ahí, pero ellos estaban conversando. Yo seguía la conversación. Iban saltando de un tema a otro. Primero hablaron de cómo hizo cada uno para llegar. Se intercambiaron consejos para llegar más rápido. Después pasaron al clima, porque justo ese día se había dado un fenómeno climático que algunos habían visto en el camino. Otros lo habían visto en el noticiero, y eso provocó que la charla pasara a ser sobre otra cosa que habían visto en el noticiero: las novedades sobre un hecho policial del que se venía hablando hacía tiempo, y justo esa semana se había producido un acontecimiento decisivo. En eso, uno de los que estaban ahí comentó que se había visto envuelto en otro hecho policial, de envergadura menor. Contó cómo consiguió que no pasara a mayores. Rápidamente todos intercambiaron relatos de las últimas veces que sufrieron robos, vieron el riesgo de ser asesinados o vieron cómo a algún tercero le pasaba lo mismo.
En el medio de lo que se decía, volaban chistes, que eran recibidos con distintos grados de risa. Cuando terminaron las anécdotas policiales, alguien asoció la palabra “ladrón” con un futbolista en particular, que había protagonizado una jugada curiosa en un partido jugado pocos días atrás. La charla viró hacia lo acontecido en ese partido y en los otros que se habían jugado en esos días. Pronto la perspectiva se concentró en los que se jugarían en las jornadas siguientes. Se produjo un intercambio de opiniones firmes sobre lo que pasaría. Algunos de los participantes tenían razón, y en pocos días se sabría quiénes. Las mujeres participaban de esta parte de la conversación, aunque su parecer no era tenido en cuenta como especialmente válido por los hombres.
Pronto las mujeres llevaron la conversación hacia temas de farándula. El puente fue una modelo que estaba saliendo con un futbolista, que justo esa semana había protagonizado una pelea pública con otra modelo, de la que se había hablado bastante en la televisión, en los momentos en los que no se hablaba del hecho policial. Todos estaban al tanto de lo que había ocurrido, pero no duró mucho ese segmento. En su lugar, pasó a hablarse de un comercial que protagonizaba la otra modelo, la que se había peleado con la novia del futbolista.
Comenzó en ese momento el segmento de comerciales, que duró unos cuantos minutos, muchos más que un corte comercial típico. Comentaron los avisos que más les habían llamado la atención en los últimos meses. Pero algunos no los habían visto todos, entonces los que los habían visto se los contaron y explicaron que, en realidad, era mejor verlos que escucharlos contados. Luego alguien cantó un pedazo de un jingle de algunas décadas atrás, pero equivocó la marca que promovía. Se produjo entonces una polémica. Algunos decían que era de una marca de detergente, otros que eran de su competencia. Unos pocos pensaban que se trataba de un yogur. Es posible que alguno tuviera razón, aunque la cuestión no se llegó a aclarar porque alguien se acordó de una película que había visto el fin de semana anterior, y preguntó si alguien más la había visto. Los dos que compartían la experiencia empezaron a comentar el film, y a recomendar a los demás que fueran. Entonces los otros, que no habían visto esa película pero habían visto otras, mencionaron cuáles habían visto, y también adónde habían comido después, y el precio del estacionamiento. Esto derivó en una charla sobre los precios en general, que desembocó en comentarios de la actualidad política. En ese momento la conversación adoptó un tono más fuerte. Se produjo un debate caluroso, en el que dos bandos rápidamente diferenciados se acusaban mutuamente de no entender cómo funciona el mundo. Encontraron un poco más de consenso cuando se pasó a la actualidad internacional, ámbito en el que justo esa semana se había producido un conflicto entre dos países, que amenazaba con escalarse. Todos acordaron que era preciso asegurarse de que hubiera paz, aunque no a cualquier precio, pero no hubo acuerdo sobre qué precio era aceptable. En ese momento uno de los participantes me vio, notó que hacía mucho que no hablaba y me preguntó mi opinión.
Le dije que no sabía. Yo era sólo el narrador.

Progreso y Armonía

El 15 de noviembre de 1889, Brasil dejó de ser imperio y pasó a ser una república. Sé muy bien la fecha porque vivo a media cuadra de la calle que tiene como nombre justamente esa fecha, con año y todo. Una rápida búsqueda me permite saber que fue viernes. Esta información que no figura en el nombre oficial de la calle, a pesar de que es tan completo que, durante muchos años, en la señalética figuraba con letra más chica que las otras calles.
No tengo nada contra Brasil. Estoy a dos cuadras de la avenida con su nombre. Tampoco tengo nada contra su forma de gobierno. Me parece muy bien. Pero no sé si me gusta tanto tener como entrecalle a la conmemoración de la fecha en la que se estableció esa forma de gobierno, en lugar de conmemorar a la forma en sí. No está la calle Repúblicas Limítrofes, ni la calle Abolición de Imperios. Sólo esa fecha, que hay que buscar meticulosamente para saber a qué corresponde. Sólo me enteré porque en una visita a Brasil (el país) encontré una calle llamada como la misma fecha. Los lugareños me supieron decir.
No sé si está bien celebrar con una calle la forma de gobierno de un país. Está la calle Chile, que sigue siendo así independientemente de las circunstancias políticas de la vecina nación. Homenajea a ese territorio, sus habitantes y su hermandad con nuestro pueblo, o algo. Por otro lado, la calle República de la India no parece homenajear a la India, sino a la república fundada en 1948. En el mismo año fue establecido el Estado de Israel, que tiene también su calle, sólo llamada así una vez que ese estado fue reconocido internacionalmente, a pesar de que el territorio ya existía.
No hay ninguna calle llamada 1948, a pesar de que dos países de larga data establecieron sus repúblicas en ese año. Posiblemente se decidió hacer un doble homenaje al país y a su forma de gobierno en el mismo acto. Las calles sin nombre no abundan.
Pero eso no impide cambiar los nombres de las calles que ya están. Por ejemplo, mi otra entrecalle se llama Cátulo Castillo, en homenaje al poeta y autor de tangos. No sé mucho sobre él, ni tengo nada en su contra. Puedo suponer que ese homenaje es merecido. Pero pronunciar ese nombre siempre me hace un poco de ruido, porque me acuerdo cuando la calle se llamaba Pedro Echagüe. Con ese nombre la conocí, y para mí es su nombre “verdadero”. Muchos todavía la llaman de esa manera, y a veces yo también, por más que el cambio fue hace más de veinte años.
Pero hace poco me enteré que no ése no fue primer nombre. Antes de ser Pedro Echagüe, esa calle se llamaba Progreso. Y resulta que 15 de noviembre de 1889, antes de llamarse así era Armonía. O sea que, de no haber sido por esos cambios, yo en este momento viviría entre Progreso y Armonía. No puedo evitar sentir que me sacaron un poco de magia.

Mafaldaland

En Mafaldaland, el Lugar Más Triste de la Tierra, los niños del mundo aprenden con humor a desesperanzarse. Llegan desde todas partes para disfrutar con los entrañables personajes de aquellas cosas de las que todavía es posible disfrutar.
El espacio, réplica de una ciudad, permite ser recorrido de diferentes formas. Se puede visitar una réplica del Almacén Don Manolo, donde es posible observar en tiempo real el aumento constante de los precios de los productos de calidad pésima. Actores entrenados improvisan excusas ante las protestas de los clientes, y responden a cada pregunta sobre la calidad de los productos con “dátis decuéstion”.
Se puede visitar la plaza del barrio, y comprar elementos para jugar a ser cowboys que están simulando la masacre de los pueblos originarios. Se debe estar atento a hacer sonar las pistolas con “bang”, no “pum”, y a tirarse en el suelo si uno es asesinado.
La escuela, toda rota, es el lugar donde los alumnos van a prepararse para un mundo que no los quiere. La atracción estrella es la simulación del sueño de Felipe, el alumno más aplicado, de la demolición accidental del establecimiento educativo.
Al mediodía, el patio de comidas sirve un menú a base de sopas, aunque siempre está la alternativa de comer un cadáver de pollo.
Después de comer es el mejor momento para visitar la recreación del departamento de Mafalda, lleno de plantas a las que se les puede hablar con suavidad. En el living funciona un televisor que muestra las diferentes guerras y conflictos que se desarrollan en el mundo en ese momento. Para ubicar los países de los que se habla, se puede usar el globo terráqueo. Aunque por disposición de las autoridades, está prohibido invertirlo.
Por todos lados aparecen personajes con los que se puede interactuar. Debe tenerse en cuenta que son actores disfrazados, y es alta la probabilidad de que los actores cuenten a los visitantes, en clave de humor, las penurias por las que pasan en su vida real, y los salarios bajos que cobran. Es un servicio de Mafaldaland para aumentar el realismo del mundo que se crea.
Los niños reirán mientras aprenden que el mundo está lleno de penurias que ellos son incapaces de arreglar, y también de evitar notar. Experimentarán el genuino amor que siempre existe entre los semejantes, a pesar de estar todos sometidos a los caprichos de gobernantes despóticos, de su propio país o de otro.
Los niños aprenderán a soñar con el desarme, con el fin de las guerras, con el entendimiento final de los países a través de intérpretes maliciosos en las Naciones Unidas. Pero aprenderán que ninguna de estas cosas es probable que ocurra. Saldrán, así, más sabios, más aptos para enfrentar el mundo que, lo supieran o no, se empeña en perjudicarlos porque el amor es contraproducente para los negocios.
Pero no se preocupen, señores padres. Si sus hijos son demasiado sensibles a estas verdades, siempre puede pasar por la heladería de Mafaldaland y comprarles un escapismo de vainilla y pistacho.

Ningún pibe nace psicólogo

Como sociedad, siempre nos quejamos de su accionar. Están por todos lados, al acecho, listos para aplicarnos sus métodos destructivos. Nos sentimos sus víctimas. Y es lógico, porque vemos su acción directa sobre nosotros. Pero, si lo pensamos bien, nos daremos cuenta de que, en realidad, ellos son las verdaderas víctimas. Es la sociedad la que los empuja hacia la psicología.
Ellos son personas, igual que nosotros. No nacieron con mala intención, ni con ganas de psicoanalizar a nadie. Pero crecieron en esta sociedad enferma, y no todas las personas reaccionan de la misma manera. No todos pueden sobrellevar las presiones sin caer en la psicología. Hay que comprenderlos.
Está bien que tomemos precauciones para mitigar el impacto que puedan tener sobre nosotros. Pero no tenemos que mirarlos mal sólo por ser psicólogos. Debemos tener en cuenta que son gente de personalidad débil, que han sido víctimas de un sistema perverso que no les da la oportunidad de tener una salida laboral digna. Entonces se hacen psicólogos, en parte para ejercer una venganza sobre esa sociedad que los oprime. Como el sistema les quita todo anhelo, ellos tratan de hacerse un lugar a fuerza de tests y conclusiones acerca del resto de las personas. No entra en consideración el daño que puedan hacer. No hemos sabido enseñarles que no hay que hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
Con un poco de esfuerzo, los psicólogos pueden recuperarse. Necesitamos cambiar este sistema para darles lo que siempre se les ha negado. El daño hecho ya está hecho. Debemos concentrarnos en el futuro, para otorgar a los psicólogos que ya existen la oportunidad de hacer algo productivo con el resto de sus vidas. Y para evitar que los niños de ahora dilapiden su adultez en la psicología.
De nosotros depende.

Vidente natural

No se deje engañar. Elija un vidente natural. No contrate videntes de laboratorio. No tienen la sinceridad de lo natural. Están llenos de hormonas y preconceptos. Un vidente artificial le otorgará visiones preprogramadas, según lo que le hayan informado a la persona en la Facultad de Ciencias Paralelas.
Un vidente natural, en cambio, le entrega espontaneidad. Es una persona que nació con el don de la videncia, no lo obtuvo en el mercado en forma impura. Es alguien que no se sorprendió al ver la luz, porque ya desde entonces veía más que la luz. Sabía lo que iba a ocurrirle en ese día, y lo enfrentó con toda su sabiduría fetal. Un vidente natural no tiene más remedio que ver, todo el tiempo lo hace, es lo que mejor le sale. Un vidente artificial, en cambio, lo eligió como profesión, como podría haber sido médico, arquitecto o verdulero. ¿En quién prefiere confiar?