El origen de los agujeros

Sin que los fabricantes lo planeen, el queso Gruyere se ve habitualmente poblado por intempestivos agujeros. En lugar de formar un cuerpo bien sólido, el queso se ve interrumpido por hoyos de diferente tamaño, casi siempre de perfecta redondez. Para mucha gente, los agujeros forman parte de su concepto de este queso, más que el queso mismo. Hay quienes disfrutan de la textura que provocan, y piensan que no sería lo mismo si se normalizara la situación.
¿De dónde provienen estos agujeros? Nadie lo sabe. Existen muchas teorías sobre ese origen. Algunas son descabelladas, como la existencia de bacterias invisibles que comen partes del queso o la presencia de burbujas de dióxido de carbono durante la elaboración, como si el queso fuera una gaseosa.
Es mucho más interesante pensar que los agujeros son producto de la acción de seres extraterrestres. Al encontrar en Suiza un terreno montañoso, no les resulta fácil la generación de crop circles para identificarse, y han encontrado refugio en el queso. El material proporciona un material tridimensional para poder realizar los más intrincados diseños, que habitualmente pasan inadvertidos porque las personas no se ponen a investigar un queso entero. Las porciones que se venden al público sólo contienen partes irreconocibles de los diseños, perdiéndose el todo en la distribución.
Los extraterrestres colocan en el queso marcas propias de cada expedición, que permiten a las mentes sagaces identificar dónde estuvo cada una. Los ufólogos pasan mucho tiempo estudiando diferentes quesos y sus orígenes para poder tener pistas sobre las trayectorias de los seres de otros mundos en la Tierra. Es un trabajo arduo, que requiere mucha paciencia, como la dendocronología. Se trata de reconstruir paso a paso todos los trozos de queso, y a través de ellos las ruedas originales. Es necesario deducir el contenido de aquellas porciones que ya han sido consumidas, y se hace a través del estudio de otros quesos que proporcionan información complementaria. A través de ellos se puede identificar el código que identifica a cada expedición, y se puede saber, al cotejar con los círculos de los campos del mundo, cuánto duró cada una y qué lugares visitaron.
Está en estudio la posibilidad de decodificar más información a partir de los distintos patrones de agujeros. Con la ayuda de matemáticos y lingüistas se intenta no sólo identificar los patrones, sino extraer la información existente en esas secuencias, desde la teoría de que no son arbitrarias sino producto de inteligencias mucho mayores que las del hombre, capaces de inscribirse en los quesos con toda facilidad.
Existen también aquellos que piensan que las manchas verdes del roquefort tienen el mismo origen, pero en la comunidad de quesólogos estas personas no son bien vistas. Teniendo en cuenta las leyes de neutralidad y no intervención universal, es razonable que haya una marca, pero no genera respeto la idea de que los extraterrestres se puedan hacer cosas tan desagradables a los quesos que visitan.

El hombre debe hablar fútbol

El hombre debe hablar fútbol. Es fundamental para poder desenvolverse en un mundo de hombres. Todos esperan que entienda ese idioma. Si no lo hace, lo mirarán mal. Será marginado de la sociedad, porque está fuera del lenguaje de los hombres.
No es necesario saber todo. No hace falta conocer la actualidad, los jugadores de ahora, cómo salió Boca el domingo pasado. Eso sólo les importa a los que les importa.
Lo necesario es entender el idioma, para poder comunicarse con sus pares. Poder retrucar, entender cuando la conversación, no importa de qué se trata, empieza a usar términos o conceptos futbolísticos.
Un poco de cultura general futbolística permite defenderse, ganarse el respeto de los hombres. Una vez logrado, no molestarán. No considerarán las actividades que uno haga como sospechosas. Porque, al demostrar que se habla fútbol, uno se incluye, es considerado, para siempre, “uno de nosotros”.

Cuestión de marketing

El público en general no está interesado en la poesía. Puede haber muchas razones por las que eso pasa. Pero el fenómeno existe: cuando se publicita poesía, concurre un público pequeño y estable, que muchas veces consiste en poetas. Son muy pocas las personas que consumen poesía sin intentar hacerla.
Sin embargo, mucha gente acepta la poesía cuando está mezclada con otras formas. Por ejemplo, con música. Cuando una poesía recibe música y se convierte en letra de canción, tiene mucha más llegada. Y ni siquiera es exclusivamente por la música. El público escucha la canción y presta atención a la letra. Muchos la memorizan, la analizan, la modifican. La poesía produce en ellos los efectos deseados, sin que la música necesariamente esté involucrada en esos efectos.
Lo que ocurre es que la poesía tiene fama de difícil. Como la matemática. Mucha gente, cuando se le dice que algo es poesía, piensa que está ante algo inalcanzable, algo que sólo personas con mucha capacidad logra apreciar. Y la verdad es que eso es mentira. Los que tengan mucha capacidad apreciarán más que los que no. No hace falta ser sobrehumano para disfrutar la poesía.
Y tampoco se puede olvidar de que no toda la poesía es buena. Sin embargo, al cargarse con el peso de ser “poesía”, muchas personas no se animan a cuestionarla. Piensan que debe tener algo que ellos no ven, a pesar de que es perfectamente factible que el texto en cuestión sea una porquería.
Es necesario terminar con esos prejuicios. Hace falta acercar la poesía al gran público. Lo que se necesita es una acción de marketing. Será de gran beneficio para los poetas, al menos aquellos que no disfrutan de la pobreza y la indiferencia. Lo que hay que hacer es cambiarle el nombre. Hacerla conocida como otra cosa.
Ya hay quienes usan esa táctica. Lo que hacen es insertar la poesía en toda clase de formas que el público consume. Y el público no rechaza la poesía. En muchos casos es bienvenida. El público recibe la poesía, y el poeta tiene un público. Sólo que no se lo llama poeta.
“Poeta” y “poesía” son sólo palabras. La poesía está acostumbrada a darle nuevos nombres a todo. Es su dominio, lo que mejor hace. La iluminación poética consiste, entre otras cosas, en encontrar relaciones no sospechadas entre palabras y conceptos distintos y distantes. En algunos aspectos es como la matemática. Y el marketing también lo hace: el marketing es una forma de poesía.
Entonces, ¿por qué no puede el marketing, como forma de poesía, aplicarse a la poesía en general. Está claro que a muchos poetas no les gustará. Ven al marketing como una irrupción molesta del mercado, y piensan que todos estaríamos mejor sin él. Pero se equivocan. El marketing es una manera de comunicarse, de persuadir a los demás de que vengan hacia uno y presten atención a lo que uno hace. Si se usa para el mal, no es porque el marketing en sí mismo sea malo.
El marketing tiene toda clase de técnicas lingüísticas que permiten construir puentes y símbolos en una dirección específica controlada por quien lo hace. Sólo que tiene un fin específico fuera del lenguaje. Podemos pensar que el marketing no sólo es una forma de poesía, sino que es la forma original de la poesía. Después de su invención, hubo quienes se entusiasmaron con las formas y aplicaron los distintos métodos a objetivos distintos, no mercantiles, de exploración.
Puede ser que el marketing sea el origen de la poesía. Es necesario que ambas disciplinas, que todavía se nutren una a otra, reconozcan su afinidad y trabajen juntas para el bien de la poesía. O como sea que se llame de ahora en más.

La complicidad de los buenos

Los malos tienen la misma apariencia que los buenos. Si fuera distinto, serían malos malos. Los podríamos identificar fácilmente, y entonces quedarían neutralizados. Cualquier malo debe mimetizarse con los buenos. El mundo, entonces, es habitado por buenos y malos, que a simple vista no se pueden diferenciar.
Los malos se aprovechan de los buenos. Abusan cualquier ventaja que los buenos puedan darles. Y eso va en detrimento de los buenos, que deben defenderse. No quieren ser agresivos, pero sí deben esconder su bondad, porque si caen en manos de un malo, su bondad será una debilidad. Por lo tanto, los buenos, en cierta medida, tienen que mimetizarse con los malos para protegerse de ellos.
Los buenos no saben si se cruzan con buenos o malos, y por las dudas toman las precauciones necesarias por si hay malos cerca. Los malos tampoco saben, y están atentos para ver si encuentran alguna debilidad que identifique a un bueno. Pero los buenos quieren ser buenos, y buscan identificar a otros buenos como ellos.
Lo hacen a través de gestos. Los mismos gestos que los malos buscan. Los buenos, ocasionalmente, muestran su debilidad a propósito. Y cuando se cruzan con otro bueno que no la aprovecha, ambos se reconocen. Y mediante un gesto y una mirada se dan aliento para las luchas contra los malos que están por venir.

El rey de las polillas

El rey de las polillas gozaba de un enorme prestigio en toda la comunidad polillal. Sin embargo, era una polilla más. De lejos, no se lo podía diferenciar de las otras. Esto le causaba problemas de autoridad. Era fácil que cualquier otra polilla se hiciera pasar por él, y emitiera órdenes contradictorias.
“Vayamos todos hacia esa luz”, decía uno de los impostores, y las polillas, que tienden a obedecer sin analizar, se lanzaban sin saberlo hacia su muerte. El verdadero rey, sin embargo, cuidaba a las polillas, y les indicaba el camino hacia los más grandes reservorios de lana.
Por eso era necesario diferenciarse. Tenía que tener un atuendo en el que se emplearan muchos recursos, que no sólo le diera dignidad de rey, sino que fuera difícil de falsificar por cualquiera. El rey forjó una alianza con una población de gusanos de seda. A cambio de protección polillal al hábitat, los gusanos le proveerían una serie de vestidos de colores brillantes.
Cuando le entregaron el primer atuendo, el rey se lo colocó trabajosamente. Era necesario que tres o cuatro polillas de su séquito lo ayudaran a vestirse. Esto también dificultaba el establecimiento de impostores. Una vez colocado, el rey lució muy distinto. Sus alas beige pasaron a estar cubiertas de un azul brillante, lleno de detalles en negro y con volados que colgaban.
Sin embargo, cuando el rey estuvo vestido, todas las polillas de su séquito se fueron de su compañía. Quiso impartir órdenes, pero ninguna lo obedeció. De repente, ya no lo reconocían como el rey de las polillas. No había dejado de ser una polilla, pero ya no lo parecía. Había pasado a ser visto como una mariposa.

Sin palabras

En este momento de tanta emoción, las palabras no alcanzan para describir lo que estoy viviendo. Es como si mi capacidad de descripción quedara paralizada por la capacidad de emocionarme. Y estoy tan ocupado emocionándome que no me queda tiempo para abstraer. Entonces, mi parte racional protesta, pide input que no recibe. Sólo le llega que no alcanzan las palabras.
Pero no puede ser, piensa. ¿Qué hay aparte de palabras? Claramente nada. Entonces trata de arreglárselas para describir en palabras algo de lo que no tiene información. Porque quiere participar, y el lenguaje es la única manera que tiene para hacerlo.
El momento emocionante deja afuera a la razón. La experiencia, entonces, no es completa. Porque las palabras están de más. Y por eso, faltan las palabras.

Canillas públicas

Las canillas de los baños públicos siempre son un misterio. Una aventura que nos espera a cada paso. Están pensadas para hacernos ejercitar el cerebro, además de las manos. Al llegar al sector de lavado, se nos presenta un misterio: ¿cómo hacer salir el agua? Hay muchas opciones y pocas pistas.
Tal vez haya que estar cerca. O mover la mano. Debe haber algún sensor. Lo que parece un grifo no se mueve. Será necesario reconstruir la lógica del diseñador de interfaces sanitarias. Meterse en la mente de las demás personas. O ver si aparecen otros que sepan cómo hacer. En caso de ser varios, será de gran utilidad el trabajo en equipo. Probar distintas alternativas para dar con la adecuada, que todos disfrutarán.
El agua está ahí, tarde o temprano saldrá de la canilla. Sólo hay que saber cómo. El sistema fue pensado por alguien con la idea de hacerlo más fácil e higiénico. Se puede confiar, por más que no se hayan dado cuenta de dejar instrucciones. Es intuitivo, sólo que para la intuición de los demás. De todos modos, siempre viene bien un desafío. Ayuda sentirse bien. Es mucho mejor salir del baño luego de superar una dificultad, que hacer uso de las instalaciones sin reparar en su mecánica.
Sólo mentes sagaces tendrán manos limpias.

El gato Perro y el perro Gato

Tengo un perro que se llama Gato, y un gato que se llama Perro. Uno puede pensar que esto causa confusiones, pero es mucho menos grave que lo que parece porque ni el perro, Gato, ni el gato, Perro, saben que son perro y gato. Sólo fueron adiestrados para reconocer sus nombres, Gato y Perro.
Los animales no tienen consciencia de la especie a la que pertenecen. Ni siquiera saben que pertenecen al reino animal. Es posible que se den cuenta de la diferencia entre ellos y las plantas, pero es difícil que se separen mentalmente de otros objetos animados como los autos.
De manera que, cuando yo exclamo “vení, Gato”, muy obediente viene el perro. De la misma forma, el gato a veces se acerca cuando llamo a Perro. Esto no ocurre tan seguido porque los gatos tienden a ser más reservados en su comportamiento.
Los que sí se confunden son los vendedores de alimento para mascotas. Ocasionalmente voy a la veterinaria con mi gato. Varias veces me pasó pedir alimento para Perro y que me trajeran alimento para perro. Esa gente no funciona bien cuando uno la saca de su esquema.
Más grave fue cuando a Perro le dieron las vacunas que correspondían a Gato y viceversa. Pero eso se solucionó, ya pertenece al pasado.
Gato es muy peleador con los otros perros. Cree que la calle es su territorio. A veces al pasearlo encontramos otros perros y Gato se pone a ladrar como loco. Yo trato de apaciguarlo, lo acaricio detrás de las orejas y le digo “tranquilo, Gato”. Pero suelo tener que arrastrarlo con la correa hasta que se pierde de vista, o de olfato, el perro que Gato considera invasor.
Al que tampoco puedo enseñar bien la diferencia entre nombre común y nombre propio es a mi loro, Sultán. Si alguien visita con su perro, Sultán cree reconocerlo y exclama “Gato, Gato”.
Hoy estoy tratando de que disfruten sus últimos momentos juntos. Voy a tener que separarlos y quedarme sólo con Gato porque mi novia se viene a vivir conmigo y ella es alérgica a los pelos de Perro.

Confianza

A la mañana Pablo, como todos los días, se tomó el subte. La línea estaba funcionando con demoras y cuando vino el tren estaba muy lleno. Por los altoparlantes avisaban que se estaba haciendo todo lo posible para solucionar el problema en poco tiempo, por lo que Pablo viajó tranquilo.
Al llegar a su trabajo vio que le faltaban algunos de los elementos necesarios para realizar sus tareas habituales. Habló con el encargado de obtenerlo, quien le aseguró que estaban pedidos e iban a llegar ese mismo día.
Antes de la llegada de estos elementos se comunicó que a partir del mes siguiente se otorgaba un aumento del 15% a todos los empleados de la empresa. Pablo se alegró, pero su alegría fue mayor cuando su jefe lo llamó aparte y le dijo que sería ascendido a un puesto de mayor responsabilidad y que, por lo tanto, se vería recompensado con un aumento del 15 por ciento respecto de lo que venía ganando hasta el momento.
Al mediodía fue a comer. Pidió una tortilla de papas y le costó el doble de lo que venía pagando. Pablo no se preocupó porque había visto que el índice de inflación presentaba una suba mucho más leve, por lo que estaba claro que numerosos productos habían bajado su precio y compensaban el aumento de la tortilla.
Al llegar a su casa quiso conectarse a Internet y vio que su conexión no funcionaba. Llamó entonces a su proveedor y lo atendió una grabación que le aseguraba que la llamada que él estaba haciendo era de gran importancia para la empresa, independientemente del ínfimo porcentaje que representaba su cuenta en la facturación total. Pablo se alegró de que lo tuvieran en cuenta. Un rato después lo atendió un operador, quien le hizo saber muy amablemente que su problema estaría resuelto en apenas 24 a 72 horas. No sólo eso, una vez solucionado podía llamar a la parte administrativa y pedir la devolución proporcional del abono pagado por el servicio no provisto. Pablo se alegró de haber elegido a una empresa tan considerada para sus necesidades de comunicación.
Mientras cenaba miró por televisión un programa que contenía un concurso. Había una serie de participantes y el público podía llamar a un teléfono con un pequeño cargo extra para votar al que le parecía que había hecho más méritos para ganar. Pablo llamó, contento de que lo dejaran ser parte de la magia de la televisión.
Al día siguiente se levantó sintiéndose muy mal. Tenía un fuerte dolor en el abdomen. Llamó a su trabajo para avisar que no podría asistir, le dijeron que no se preocupara y le desearon suerte. Luego llamó a su obra social para pedir un médico. Inmediatamente lo atendieron, le tomaron los datos y le informaron que estaban enviando un doctor que tocaría timbre en su casa dentro de las siguientes tres horas.
Cuando llegó el médico lo revisó y comprobó que el mal que aquejaba a Pablo necesitaba atención quirúrgica inmediata, y así se lo hizo saber. Pablo estuvo aliviado de la chance que tenía de curarse y no puso reparos. Un par de horas después llegó una ambulancia para llevarlo al hospital.
Cuando esperaba para someterse a la cirugía lo fue a visitar el anestesista, quien le dijo que podía estar tranquilo, que los médicos de ese lugar sabían lo que hacían, y que estaría saltando en una pata en pocos días. Pablo agradeció el gesto.
Pero una operación siempre tiene riesgos. Pablo sabía que existía la posibilidad de que no sobreviviera a la intervención, pero estaba tranquilo. Había sido bautizado, estaba libre de pecados y en el peor de los casos le esperaba una eternidad de contemplación de la divinidad.

Discapacidad

Ignacio era, salvo por un detalle, una persona normal. Hacía y sabía todo lo que se supone que una persona normal debe hacer y saber. Era la definición del promedio. Cuando al citar estadísticas se hablaba de “el hombre promedio” siempre mencionaban actividades que él realizaba, como comer 245 huevos por año y tomar 3,3 tazas de café cada día. Lo único que lo apartaba de la media era un defecto de nacimiento: no tenía olfato. Eso no lo afectaba demasiado, dado que el hombre no tiene tantos usos para este sentido, pero sí sentía a veces curiosidad por saber qué era lo que la gente llamaba aroma.
En una oportunidad notó que no veía tan bien como antes. Fue a su oculista de cabecera y salió con una receta de anteojos, que convirtió en realidad en una óptica convenientemente ubicada a pasos de la clínica oftalmológica. Días después lucía anteojos sobre su cara.
La mala noticia era que su trastorno visual era progresivo y severo. Se le pronosticó que quedaría ciego en un par de años, debía irse acostumbrando. Ignacio se decepcionó, pero al menos tenía la suerte de poder saber lo que le iba a ocurrir. Así, pudo tomar la precaución de aprender braille y de mirar todas las películas que le parecía que no podía dejar sin ver por su riqueza de imágenes.
Lo consolaba un poco la expectativa de mejorar el rendimiento de sus otros sentidos, como le ocurre a la gente que no ve. Iba a escuchar música sin distracciones y más detalladamente, iba a notar sutiles diferencias de texturas, iba a degustar mejor la comida. Y no le iban a importar cosas tan poco trascendentes como si alguien tiene corbata o no. No le alcanzaba para estar feliz por su situación, pero al menos tenía una visión optimista acerca de la futura ausencia de la otra clase de visión.
En el invierno siguiente, se resfrió muy fuerte y se le taparon los oídos. A veces le ocurría, pero luego de un tiempo no logró que se le destaparan. Fue a ver a su otorrinolaringólogo de confianza, quien le informó de la necesidad de intervenirlo quirúrgicamente. Luego de pensarlo bastante, Ignacio se sometió a la operación. Pero algo salió mal e Ignacio quedó sordo.
Se trataba de una novedad muy poco grata. Sabía que estaba por perder uno de sus sentidos más útiles y de repente, aunque no sin anestesia, había perdido otro muy valioso. Eso lo llevó a una gran depresión.
La depresión fue muy grave y tuvo consecuencias en su salud, dado que, según el equipo de psicólogos que lo trató, este estado fue lo que le hizo perder el habla. La depresión se podía curar y se intentó, pero fue imposible, dado que no podía escuchar a los terapeutas ni hablarles, y la ceguera ya estaba demasiado avanzada. Veía tests de Rorschach por todas partes.
Al poco tiempo estaba completamente ciego, además de mudo, sordo y anosmiático. Se comunicaba con la ayuda de una computadora que tenía incorporado un sintetizador de voz. Por suerte sabía tipear reconociendo las marcas que hay en las letras F y J de los teclados, y deduciendo la posición de las demás. Era importante hacerlo bien, porque no podía ver el resultado ni escuchar lo que decía.
Un día de verano, tiempo después, Ignacio estaba almorzando al aire libre. Alguien había dejado mal ordenados los condimentos. En el lugar donde habitualmente se ubicaba la salsa de soja colocaron por error la esencia de habanero, con la que inadvertidamente roció su plato. Al probar un bocado lanzó el más grande alarido posible para una persona muda y fue corriendo hacia la fuente más grande de agua que podía encontrar: su pileta. Nunca había probado algo tan picante en su vida y la lengua le latía. Sumergió repetidas veces y durante varias horas la lengua en el agua, como un perro bebiendo.
Pero al hacerlo no tuvo en cuenta que el sol del mediodía es el más perjudicial para la piel, y no se había colocado crema protectora. A la noche no sabía si le ardía más la lengua o el cuerpo. La ropa que tenía se había hecho cenizas. No necesitaba ver para darse cuenta de lo rojo que estaba.
Como pudo se durmió, y al despertarse la mañana siguiente comprobó que la lengua y la piel ya no le ardían, pero tampoco respondían a estímulo alguno. Había perdido el gusto y el tacto.
No pudo saber si esta pérdida era transitoria o permanente, dado que el haber perdido todos estos sentidos le impedía comunicarse de cualquier manera, además de causarle graves dificultades al intentar caminar. Era muy difícil que no se chocara contra las paredes, y aún chocándose no se daba cuenta por su falta de tacto. Esta falta de tacto lo convertía, a la vista de los que no estaban informados, en una persona muy torpe.
Sus amigos se apiadaron de él y le consiguieron una silla de ruedas con un sensor incorporado, que frenaba y doblaba cuando veía un obstáculo. También lo alimentaban de forma intravenosa: la falta de tacto le impedía a Ignacio agarrar cubiertos, si llegaba a poder encontrarlos pese a su falta de vista. No era un problema muy grande si se tenía en cuenta que al no tener gusto no se estaba perdiendo nada. Y al no tener tacto, la aguja del suero no le dolía. Y, si de alguna manera le llegaba a doler, su mudez impedía cualquier manifestación al respecto.
Ignacio, entre tanto, no se daba cuenta de lo que ocurría. No tenía forma. Tenía todos los atributos de un autista adquiridos de forma separada, no tenía forma de comunicarse con nadie, de forma saliente ni entrante.
Como, hasta donde sabía, no tenía forma de hacer nada más, Ignacio se dedicaba a pensar. Pensaba todo el día. No tenía una gran preparación en filosofía y física, pero luego de un tiempo, al no tener distracciones, llegó a abordar los grandes problemas de esas disciplinas. Era capaz de resolver ecuaciones de segundo grado y hacer experimentos mentales.
Con el tiempo desarrolló un idioma para poder revelar las cosas que pensaba al mundo. Era un idioma de dos bits, y se codificaba con sus párpados. La letra variaba según la apertura de los ojos. Podía tener ambos abiertos, ambos cerrados, abierto el izquierdo y cerrado el derecho o la viceversa de esto último. Desarrolló un código para indicar que estaba iniciando un mensaje, así la gente no estaba las 24 horas mirando sus ojos. También se tomó la molestia de repetir cada cosa un número importante de veces, por si no lo entendían desde el principio. También acompañaba los discursos con ruidos provocados en su boca, como la imitación de un trote de caballo.
Sus amigos, que seguían apiadándose de él, nunca se dieron cuenta de que tenía algo para decir. Supusieron que el movimiento de los párpados y los ruidos de la boca eran producto de los nervios. Mientras tanto, lo llevaban a distintos médicos y curanderos para ver si podían hacer algo por él.
Uno de ellos descubrió el problema que tenía en el habla, y anunció que le podía devolver esa facultad. Realizó algunos complejos tratamientos experimentales, y parecieron haber dado resultados positivos. Todo indicaba que Ignacio podía hablar.
Lo que faltaba era que Ignacio efectivamente hablara. Sin embargo, como no hubo manera de informarle que ya podía volver a hablar, nunca llegó a pronunciar ninguna palabra.