Muchedumbre (o Conflicto colectivo)

El público se encontró con el pueblo y avanzaron juntos. No pudieron entrar al lugar donde tenían planeado ir porque había mucha gente. Pero intervino el proletariado y los convenció de ir para otro lugar.
Resultó que allí se encontraba la minoría, que no los dejó pasar. El pueblo y el público protestaron ante esto, contando con el apoyo de las masas.
Pero la minoría confundía a las masas con la chusma y no revisó su postura. Entonces debieron recurrir a la mayoría para poder doblegar a la minoría por la fuerza.
Pronto había una multitud que reclamaba a la minoría que dejara de discriminar al pueblo y al público. La minoría contaba con el apoyo de la plebe, que se había rebelado porque estaba en contra de las actitudes del proletariado.
Rápidamente comenzaron las divisiones entre los que querían doblegar a la minoría. El pueblo y el público no querían alterar la tranquilidad de su vida, pero apareció un grupo de vecinos que estaba dispuesto a hacerlo. Estos vecinos tenían la aprobación de la chusma y el proletariado, pero no de las masas, que estaban con el pueblo, con el público y con la gente.
En eso apareció el vulgo, y un rato después irrumpió el lumpen. Ambos estudiaron la situación y agregaron complejidad al problema. El lumpen se unió al bando de la chusma, el vulgo al del público. Pero la minoría había conseguido también refuerzos y ahora estaba aliada con las diferentes razas.
Ante esta situación no pasó mucho tiempo hasta que la burguesía aprovechara la confusión y se pusiera a vender productos adonde estaba toda esta muchedumbre. La concurrencia empezó a comprar con entusiasmo. Pero una agrupación dio la voz de alarma: según ellos, la burguesía estaba al servicio de la minoría y estaba en contra del proletariado, por lo que estaba del lado de la plebe.
Esto indignó a la congregación, que hasta el momento se mantenía neutral. También hubo un gentío que se propuso tomar cartas en el asunto, pero contaron con la oposición de la colectividad, que quería que los conflictos se resolvieran naturalmente.
La minoría también tenía problemas. Una facción quería pasar al ataque y destruir a los que se oponían, pero tenía la dificultad de que un grupo muy influyente aconsejaba lo contrario.
Todos estos conflictos causaban una enorme división en la sociedad, y una división mucho más grave entre los individuos que pertenecían a distintos grupos al mismo tiempo. Esto era peligroso, porque un ejército miraba desde afuera con la intención de invadir cuando las divisiones estuvieran bien asentadas.
Eso estaba por ocurrir cuando intervino la cofradía, que logró convencer a todos de las bondades de vivir en comunidad.

Poderes misteriosos

Era una noche tormentosa, pero no estaba lloviendo. Elvio volvía de la guardia médica, donde le habían sacado unas radiografías debido a un extraño dolor de cabeza que sentía, y que era distinto al dolor que sufría habitualmente. De repente, muy cerca de él, cayó un rayo. Elvio pudo sentir la energía descargándose en el suelo, y fue arrojado unos metros en la dirección opuesta. Cayó en una boca de lluvia abierta, en el fondo de la cual había un extraño líquido viscoso verde, que accidentalmente resultó ingerido por Elvio. Al caer sintió un pinchazo, proveniente de una jeringa que, evidentemente, alguien había arrojado a la boca de lluvia. También fue picado por una enorme araña que se encontraba allí. Alguno de esos incidentes lo hizo desmayarse.
Se despertó un rato después. Seguía en la boca de lluvia, pero ya no le dolía la cabeza. Trepó hacia la vereda y consiguió volver a la superficie con una facilidad inesperada. Vio la devastación que había sido causada por el rayo, y vio la gente que se había juntado, a pesar de la lluvia que había empezado a caer mientras estaba sin conocimiento. Nadie hizo ningún movimiento cuando él salió de la boca de lluvia, era como si fuera invisible.
Elvio fue hacia su casa a dormir. Cuando entró quiso prender la luz, y al apoyar el dedo en el interruptor se produjo una chispa y se cortó el suministro eléctrico. Elvio no sabía si era por la tormenta, o tal vez el rayo que había caído cerca lo había dejado eléctricamente cargado. Decidió investigar al día siguiente y se fue a dormir, aprovechando la oscuridad.
Al despertarse, notó que la luz no había vuelto. Expresó su frustración juntando sus palmas de modo de que hicieran un ruido corto y seco. En ese mismo instante se encendió la luz. Elvio pudo encender varias luces y pensó que, si el rayo le había dado a propiedades eléctricas, ese efecto ya debía haber pasado.
Elvio se vistió y fue a trabajar. En el trayecto vio cómo todos los semáforos se ponían verdes cuando él se acercaba. Al principio adjudicó ese hecho a la onda verde, pero cuando dobló varias veces, y el efecto seguía, le pareció extraño. Probó doblar en una avenida a propósito, a ver si el siguiente semáforo, que por onda verde debía estar rojo, se volvía verde. Y así lo hizo. Algo raro estaba pasando.
Cuando llegó, vio que se había olvidado la tarjeta para marcar su entrada y se agarró la cabeza. Al hacerlo, todas las personas que lo rodeaban detuvieron sus movimientos, y lo mismo hicieron los relojes. Era como si se hubiera detenido el tiempo para todo el Universo, menos para Elvio.
Elvio empezó a caminar por la entrada de su trabajo comprobando el efecto. Luego (palabra que, por cierto, es una manera de decir; el tiempo estaba detenido) salió a la calle y vio cómo la detención del tiempo se cumplía también ahí. Temió ser el causante de esa coyuntura, y más temió no saber cómo revertirla. Resolvió preocuparse después, y mientras tanto aprovechó para ir a buscar su tarjeta.
En el trayecto de vuelta a su casa los semáforos no se le ponían verdes, y de hecho ninguno cambiaba de estado. Elvio tuvo que pasar varios en rojo, lo cual no era grave, siendo que el único que se movía era él.
Al volver con la tarjeta, la colocó en la máquina correspondiente, sin ningún efecto. Se acordó de que se había agarrado la cabeza al detener el tiempo, y se la volvió a agarrar sin ningún efecto. Hizo toda clase de gestos con su cuerpo, sin resultados. Intentó adelantar su reloj y lo logró, pero eso no hizo que el tiempo se reanudara. Esto es porque la relación entre el reloj y el tiempo no es causal, y, si lo fuera, el reloj no sería más que un indicador, y cambiándolo no se cambiaría el tiempo; de la misma manera, no se puede cambiar la velocidad de un auto modificando el velocímetro.
Elvio tenía que ir al baño, y aprovechó que nadie se lo impedía para ir al más lujoso del edificio. Cerró la puerta, y cuando abrió su bragueta sintió ruidos. La paz que había se transformó en la paz que había habido. Bajar la bragueta había hecho que el tiempo volviera a la normalidad. Elvio completó su misión sanitaria y se escabulló del baño. Luego (ahora sí puede tomarse literalmente) fue corriendo a la puerta a marcar la tarjeta, lo cual pudo hacer con un par de minutos de atraso.
Al llegar a su puesto, saludó a su jefe con un apretón de manos. Cuando el apretón terminó, la mano del jefe sufrió una metamorfosis y se convirtió en la mano de un australopithecus afarensis. Elvio se percató de esto pero su jefe no, por lo que Elvio se fue de su cercanía con sigilosa rapidez. Para disimular más, resolvió silbar, pero al llegar a un Fa sostenido en su silbido oyó un ruido muy fuerte. Se había caído un puente que estaba a pocas decenas de metros del edificio y se podía ver desde la ventana. Elvio detuvo el silbido, y, en medio de los gritos, se preguntó si su silbido había tenido algo que ver con la caída de ese puente. También se preguntó qué demonios estaba pasando.
Elvio se acercó a la ventana a ver el puente caído, y al verlo deseó que eso no hubiera ocurrido. La ventana daba al este, y el sol le estaba pegando en la cara. Las glándulas sudoríparas de Elvio hicieron su trabajo, una porción del resultado del cual fue a dar a su frente. Elvio se pasó la mano por la frente, y cuando lo hizo se le cumplió el deseo. El puente caído pasó a ser un puente que nunca se había caído. Pero había algo más: la mano que se había pasado por la frente sufrió una metamorfosis similar a la de la mano de su jefe, y pasó a ser la mano de un australopithecus africanus.
En la oficina, todos se aliviaron por la rápida solución al problema del puente y volvieron a su trabajo. Rápidamente fueron sorprendidos por un grito del jefe, que había descubierto lo que había pasado con su mano. Elvio lo fue a ver y le mostró la suya. Le explicó lo sucedido, y le sugirió volver a estrechar las manos para ver si la transformación se revertía. Así lo hicieron, no sin dificultad dado que no dominaban muy bien sus manos de homínido. La mano de Elvio no tuvo cambios, pero la del jefe sí: se transformó en un garfio. El jefe entró en cólera, y amenazó con lastimar a Elvio con el garfio si no le devolvía, al menos, la mano primitiva. Elvio pensó en explicar que no sabía cómo hacerlo ni entendía bien lo que pasaba, pero optó por salir corriendo.
Salió del edificio y corrió hacia el oeste. Notó que estaba corriendo muy rápido, con velocidad sobrehumana. Luego dobló hacia el norte y sintió una disminución en su velocidad, que pasó a ser apenas superior a la de Carl Lewis.
Estaba claro para Elvio que le había pasado algo y había adquirido poderes, pero no estaba seguro de dos cosas: cómo usar los poderes y cuáles eran exactamente. Parecían ser azarosos, pero Elvio pensó que debía haber alguna lógica. Fue a ver al médico que lo había atendido el día anterior en la guardia, y le preguntó si se conocía algún efecto secundario de los rayos X que le habían administrado. El médico le dijo que únicamente en caso de embarazo, y como Elvio era hombre eso era poco probable. Elvio le explicó lo sucedido hasta entonces, y el médico no supo decirle qué le estaba pasando, pero le llamó la atención la mano. Le dio la tarjeta de un amigo que estudiaba antropología, y le pidió que lo fuera a ver.
Elvio guardó la tarjeta en su bolsillo, y al hacerlo se le acercó un diplodocus. A lo lejos había una manada de stegosaurios. Elvio se había trasladado, sin saber cómo, al período jurásico. Lo tomó como una oportunidad de conocer el mundo prehistórico, y decidió recorrerlo. Pero al caminar vio que su contexto cambiaba. Al dar el primer paso se encontró en el período cretácico, al dar el segundo en el paleógeno, y al dar el tercero en el neógeno. Fue para atrás y ocurría el fenómeno inverso. Con pocos pasos estaba en el período pérmico. Estuvo un rato recorriendo períodos geológicos hasta que olió una flor primitiva y estornudó.
El estornudo lo devolvió a la oficina del jefe, donde recibió un certero ataque de su superior utilizando el garfio. Pero ambos se sorprendieron al ver que Elvio no tenía heridas externas (sí tenía internas, que no se descubrieron hasta años después). La sorpresa le permitió a Elvio escapar otra vez de esa oficina.
En ese momento, a Elvio se le ocurrió que podía estar soñando, y se pellizcó para comprobarlo. Al hacerlo, las ganancias de la empresa donde trabajaba se quintuplicaron, pero él no lo supo porque no tenía acceso a los balances. Tampoco supieron los accionistas la causa de esta feliz circunstancia, y Elvio nunca se vio premiado por generarla.
Esa noche Elvio se fue a dormir, y notó que no podía. También notó que no tenía sueño, y que la punta del dedo derecho de su mano de australopithecus se iluminaba. Al rato se apagó, y Elvio se pudo dormir. Nunca más volvió a iluminársele el dedo.
Elvio consultó a mucha gente acerca de sus poderes. Consultó a psicólogos, neurólogos, casas de cómics, periodistas, escritores de ciencia ficción e investigadores de la UBA. También consultó a la fuente de la sabiduría, que se había instalado en la esquina de su casa un día que Elvio se había sacado una pelusa del ombligo. Pero la fuente de la sabiduría estaba de paro, y no otorgaba conocimientos. Fue también a ver al antropólogo cuya tarjeta lo había hecho retroceder en el tiempo. Este hombre se mostraba esquivo, y daba toda la impresión de saber algo. Cuando Elvio le contó el creciente corpus de anécdotas se sorprendió menos que los demás, y la cara le decía a Elvio que algo sabía. Y, efectivamente, el antropólogo sabía algo: lo que le había contado su amigo radiólogo.
El antropólogo, para sacárselo de encima y ante la insistencia de Elvio, le recomendó mantenerse varias horas por día sumergido en agua salada. Elvio se mudó entonces a una ciudad costera, de la que tuvo que irse muy rápidamente debido a que, cuando se sumergió en el agua, esa sustancia se convirtió en lava, para desagrado de los bañistas que se encontraban disfrutando del refrescante líquido.
Elvio no se desanimó, y siguió intentando sumergirse, dado el carácter azarosos de los poderes que había adquirido. Efectivamente, no volvió a convertir agua en lava, y luego de siete días de sumergido notó que no ocurrían más sucesos extraños a su alrededor.
El agua salada, efectivamente, tenía un efecto sobre sus poderes. Elvio nunca supo, pero no los anulaba sino que los alejaba, y mientras más tiempo se mantuviera sumergido más lo hacía. Fue así que Elvio se creyó liberado de su extraña condición y volvió a su vida normal, sin saber que cada uno de sus gestos producía, en lejanos países, fusiones de grandes empresas, caída de gobiernos, desastres ecológicos y toda clase de percances cuya causa nunca se pudo establecer fehacientemente.

Esto nunca ocurrió

Hernán entró a su casa. No, digamos que Hernán entró a una casa. No, tampoco. Hernán tocó timbre y le dejaron entrar. No. Hernán abrió la puerta de calle y subió en ascensor hasta su departamento. Pero llamarlo Hernán puede ser sospechoso. No estoy hablando de nadie que yo conozca, y menos de ningún Hernán que yo conozca. Mejor cambiémosle el nombre. Es Santiago, no Hernán. Lo dicho anteriormente de un departamento se aplica a Santiago. Olvídense de Hernán.
Santiago, decía, acababa de entrar a su vivienda. Cuando cerró la puerta notó un olor extraño. En realidad no notó un olor extraño, esto lo digo para diferenciar lo que realmente pasó de lo que estoy contando. El olor que Santiago no notó venía del baño. No, venía de la cocina. Sí, venía de la cocina pero no de la cocina en tanto electrodoméstico sino del ambiente donde se encontraba esa otra cocina. Más exactamente, había olor en el lavarropas. Créanme que el lavarropas de Santiago estaba en la cocina.
Santiago notó que el olor le era familiar. No, mentira, no le era familiar en absoluto. Él nunca había estado en presencia de un olor semejante. Bueno, eso tampoco es 100% cierto. Alguna vez había olido algo así pero no se acordaba bien cuándo. En realidad, debo decir, Santiago se acordaba pero yo no. Sepan disculpar.
Santiago supo que había algo en su lavarropas. Pero lo supo mucho después, una vez que todo esto hubo terminado. En ese momento no sabía nada. No estoy acusándolo de premeditación, que se entienda bien. Queda establecido que Santiago no sabía lo que iba a encontrar en el lavarropas. Pero tal vez sea justo decir que sospechaba que lo que encontraría de abrirlo no iba a ser nada bueno.
Santiago se dispuso a abrir el lavarropas. En verdad, esa afirmación no es completamente rigurosa. Santiago dudó muchísimo. Pensó en llamar a alguien. Pero no supo a quién. Finalmente se decidió y abrió el lavarropas.
No, no fue así. No abrió el lavarropas. Santiago no tenía lavarropas. Es más, ni siquiera se llamaba Santiago. Era Adrián. Adrián, no Santiago ni Hernán, había entrado a su departamento, no a su casa ni a una ajena, y había sentido un olor que provenía de la cocina, donde no tenía un lavarropas. Sería absurdo tener un lavarropas en la cocina, nadie lo creería. Pido disculpas por haber inventado una historia tan poco creíble.
Lo que ocurrió fue esto. Posta. Adrián entró a su departamento y sintió un olor extraño que provenía de alguno de sus ambientes. No, no debí haber escrito eso. Lo que sintió fue un ruido extraño. Eso es más razonable. Más realista también. No, más realista no es. Perdón. Es sólo más razonable. Adrián escuchó un ruido. Nop. Oyó un ruido es lo que debí haber dicho. Era un tenue ruido metálico que se repetía haciéndose más fuerte cada vez.
En realidad no era un ruido metálico. Era como pequeños golpes, como pisadas. Como si hubiera alguien más en su hogar. Alguien estaba ahí, tal vez para robar. Adrián se alarmó. No, no se alarmó, Adrián era muy valiente. Adrián tuvo precaución. Sí, eso. Adrián agarró su celular y llamó a la policía. Pero lamento decir que una vez más falté a la verdad. No ocurrió esto que acabo de decir. Sí llamó a la policía, pero desde el teléfono fijo de la vivienda a la que acababa de entrar. No tenía celular. Aunque en verdad sí tenía celular pero se le había acabado la batería.
La policía no tardó en llegar. No, en realidad sí tardó un rato, no se puede no tardar. Lo que quiero decir es que un patrullero llegó rápido, y la patrulla que contenía subió al departamento no mucho tiempo después de la llamada que realizó Adrián desde el teléfono fijo de su departamento cuando oyó ruidos extraños como pisadas que provenían de alguno de sus ambientes en el momento en el que acababa de entrar.
Pero no fue así como lo estoy contando. Tengo que corregir un par de detalles. Adrián entró al edificio pero no al departamento. Se quedó en la puerta y entró pero después de la llegada de la policía. Había llamado por celular, no por el teléfono fijo, y la batería sí se acabó pero después de esa llamada. Y se constató que los ruidos de pisadas que oía eran los de la policía que respondía a su llamado.

Comunicación facial

Cuando terminamos de comer, ella me miró con cara de cansada. Yo puse cara de estar entusiasmado, y di a entender así que me quería quedar un rato más. Ella puso cara de fastidio y después asintió con su cabeza.
Más tarde me puso una cara extraña. Yo puse cara de no entender su rostro, y ella puso cara de que yo sabía exactamente lo que estaba pasando por su cabeza. Yo puse cara de confusión y ella se llevó la mano a su rostro. Luego puso cara de enojada.
Yo le contesté poniendo cara de nada. Ella puso cara de que si la seguía ignorando íbamos a tener problemas, entonces yo puse cara de que cedía a sus requisitos.
Levanté la mano para llamar al mozo y puse cara de pedir la cuenta. El mozo me la trajo y yo puse cara de que era muy caro, pero pagué igual. En el auto, de vuelta a casa, tuvimos una plácida conversación mientras yo miraba la calle.
Cuando llegamos a casa puse cara de no tener ganas de ir a acostarme todavía. Como ella tenía cara de dolor de cabeza, yo le traje una aspirina y al rato su rostro estaba más aliviado. Luego transmitió alivio y disposición para cualquier propuesta.
Yo puse cara de querer ver una película, pero ella puso cara de que se iba a hacer muy tarde. Ella puso cara de jugar a las cartas y yo puse cara de aceptar, y luego puse cara de escoba de 15. Ella puso cara de pararme en seco, y también de que si no íbamos a jugar al truco ella no se iba a molestar en ir a buscar el mazo. Yo puse cara de resignación.
Ella fue a buscar las cartas, barajó y repartió. Cuando empezamos a jugar notamos que, cada vez que mirábamos nuestras cartas, ambos poníamos la cara correspondiente al naipe que acabábamos de recibir. Eso hizo que nos aburriéramos muy rápido del juego. Ella guardó el mazo y, sin decir nada, nos fuimos a dormir.

Un país libre y democrático

Había una vez un país democrático y libre. Todos sus habitantes estaban orgullosos de la democracia y la libertad, que habían sido conseguidas por sus antepasados con grandes demostraciones de valentía y patriotismo. Eran conscientes de que su democracia y su libertad no estaban exentas de peligros, y sabían que debían defenderla.
Ese país limitaba con otro país, que tenía democracia y libertad, las cuales habían sido conquistadas en épocas pretéritas gracias a la hidalguía y el coraje de sus héroes históricos, y habían sobrevivido a los escollos de la Historia. No obstante, los habitantes de de ese otro país estaban al tanto de los riesgos a los que se exponía esta forma de vida, y estaban preparados para resguardarla.
El primer país sentía la amenaza de que el segundo país impregnara su cultura con sus ideales foráneos, y eso les hiciera perder su libertad o su democracia. Al mismo tiempo, el segundo país veía el peligro de que el primero impusiera sus formas políticas y ellos se vieran obligados a prescindir de su democracia o de su libertad. Ninguno de los dos países estaba dispuesto a dejar que el otro se metiera en sus asuntos.
[Nota: llamamos a los países “primero” o “segundo” de acuerdo al orden en el que se presentaron en este texto, el cual es alfabético, dado que “primero” viene antes que “segundo” en el diccionario. No obstante, queremos aclarar que no pensamos que ninguno de los dos países fuera superior en alguna u otra manera, ni que ninguno de ellos tuviera ciudadanos de segunda o una forma de gobierno menos válida.]
Ambos países estaban decididos a defender su democracia y su libertad de todas las maneras posibles. Urgido por su ciudadanía, uno de los países mandó agentes para que difundieran las ideas de democracia y libertad en el otro. Allí, donde estos agentes eran llamados subversivos, se decidió contrarrestar la medida reforzando el cuerpo propio de agentes libredemocráticos, que fueron bautizados en su país de destino con el nombre de insurrectos.
Los ciudadanos de los dos países no se tenían simpatía. Entendían que la manera de ser de cada uno de ellos implicaba una cierta soberbia respecto de los otros. Era como si los otros se sintieran superiores. La antipatía, cada tanto, ocasionaba conflictos diplomáticos que, a su vez, alimentaban el uso político de los sentimientos de los ciudadanos de los países. Los presidentes, ambos elegidos democráticamente en elecciones libres, poco a poco fueron eliminando sutilezas en la manera de referirse cada uno a su par. Llegó un tiempo en el que las relaciones entre los presidentes eran por demás hostiles, debido al miedo que cada uno tenía de que el otro le quitara no sólo su puesto, sino la libertad y la democracia que tan caras venderían cada uno de los dos países.
En cada país, los medios partidarios de la versión local de democracia y libertad instaban a enlistarse en el ejército para hacer frente a la atroz invasión que se veía venir. Los medios infiltrados por insurrectos o subversivos, según el caso, se dedicaban a descubrir agujeros en las respectivas democracias y libertades, de modo tal de preparar el terreno para la llegada inevitable de la verdadera democracia y la verdadera libertad, que eran, según su visión, las del otro país.
Finalmente uno de los dos países invadió al otro, con el propósito de liberarlos del yugo en el que se encontraban sometidos, y proporcionarles la libertad y la democracia. El otro país, para contrarrestar esta afrenta, rápidamente envió a su propio ejército, integrado por centinelas de la libertad y la democracia.
En la guerra, ambos países sufrieron una importante cantidad de muertos, que se convirtieron en mártires de la libertad y la democracia y merecieron grandes honores. Uno de los dos países, sin embargo, logró prevalecer en el conflicto y darlo por ganado.
Por suerte, ganó el país correcto. Triunfó la democracia. Triunfó la libertad.

Alquiler de opiniones

La cadena de alquiler de opiniones es un negocio que ha tenido mucho crecimiento en los últimos años. Alquilamos cualquier opinión a cualquiera que lo requiera, sin distinción de razas ni sexos. También proveemos el servicio de asesorar al interesado si no está del todo seguro sobre qué opinión quiere alquilar.
Tenemos un stock muy amplio, y estamos seguros de que vamos a poder alquilarle la opinión más adecuada para usted, o al menos alguna muy similar. Nuestros precios son muy accesibles y el período de alquiler es variable. Hay opiniones que se alquilan por unas horas, y otras cuyo alquiler dura años. También, para los interesados, tenemos opiniones a la venta a precios muy razonables, aunque aconsejamos primero alquilarlas por unos días.
Nuestra clientela es muy variada. Tenemos un programa de distribuidores que hace que nadie tenga que venir a nuestros locales para alquilar su opinión. Muchos de ellos tienen la capacidad operativa para entregar y retirar las opiniones en el domicilio del cliente.
Muchas veces ocurre que alguien viene con la demanda de una opinión y nosotros le alquilamos otras opiniones relacionadas. Tenemos un paquete con el que, si uno alquila cuatro opiniones, la quinta es gratis.
Recientemente ampliamos nuestro campo de negocios e incorporamos productos asociados, que colocamos cerca de los mostradores para facilitar la compra impulsiva. Se venden muy bien las remeras sobre distintas opiniones, e incluso viene gente que no alquila las opiniones pero igual compra las remeras. Estos productos se venden en forma definitiva, no se devuelven cuando expira el alquiler de la opinión. Al incorporar esta modalidad también trajimos opiniones respecto de la modalidad misma, que uno puede alquilar agregándolas a cualquier transacción hecha con nosotros.
No es necesario que el cliente entienda la opinión que está alquilando. Muchos se las llevan sin terminar de darse cuenta de las implicaciones que tiene la opinión que está alquilando sobre, por ejemplo, su modo de vida. Nuestro personal está, igualmente, capacitado para despejar cualquier duda sobre nuestros productos. Las opiniones solían venir con un manual explicativo, pero nos dimos cuenta de que la mayoría de los clientes nunca lo miraba. Todavía se puede conseguir, pero ahora es opcional y tiene un recargo.
Nuestro stock es variable. Hay opiniones que se alquilan muy seguido durante años y luego decaen. También hay opiniones pasajeras que duran algunos meses en el mercado, y luego son retiradas, manteniendo un muy limitado stock para las pocas personas que aún las puedan llegar a alquilar.
Un ejemplo es la opinión de que la violencia es una excelente forma de llegar al poder. Hace algunas décadas esta opinión salía muy seguido, y la llegamos a alquilar a vastos sectores de la sociedad, que fuera de eso no tenían nada en común. Luego este alquiler fue decayendo y hoy no es muy popular, aunque todavía sale.
También hay opiniones estacionales, que tienen ciclos de popularidad. Hoy, por decir una, está en boga la opinión de que el dólar alto favorece a la industria de un país. Hace algunos años empezó a salir con mucha asiduidad esta opinión, y sigue siendo popular. Aunque estamos viendo que esa popularidad empieza a bajar. Probablemente se deba a que es una opinión importada, y con el aumento del dólar hemos tenido que trasladar el costo a los clientes.
Como se ha dicho antes, no solemos tener problemas en alquilar cualquier opinión a cualquier persona. Incluso podemos alquilar opiniones contradictorias al mismo individuo, aún en la misma transacción. Algunos lo hacen para quedarse una y distribuir la otra, y otros usan cada opinión según la conveniencia. También alquilamos opiniones a gente que tiene comprada desde hace décadas la opinión contraria, y se van muy contentos con ella. En algunos casos se requiere un adaptador que proveemos sin cargo.
Si usted quiere incorporarse a nuestro programa de distribuidores de opinión, puede acercarse a cualquiera de nuestras sucursales y le daremos las instrucciones correspondientes, junto a nuestra lista de precios. Verá que tenemos los mejores precios, y las mejores opiniones, del mercado.

El destinatario

Tiburcio caminaba. Seguía caminando. No tenía un rumbo preciso ni demasiado apuro. De pronto vio algo que lo hizo detenerse. Veía, allá a lo lejos, una luz intermitente. Se quedó embobado mirando la luz para ver qué le estaba diciendo. Pensó que existía el propósito de que él viera esa luz cuando, inmediatamente después de que él enfocara su vista sobre ella, quedó fija. Luego de pensarlo unos instantes, comprendió el significado. Cuando se apagó y se encendió la de abajo, que era verde, cruzó la calle.
Ante él, se detuvo un colectivo que tenía un letrero que decía “vamos a la Rural”. Tiburcio pensó que era una invitación para él, y se subió. Pidió un boleto hasta la Rural y se sentó del lado de la ventanilla, a la derecha de la unidad. Tenía un asiento vacío a su izquierda, que no tardó en ser ocupado por una persona que subió minutos después. Tiburcio se alegró de haber sido elegido por esta persona como compañero de viaje, y se corrió lo que pudo para hacerle el trayecto más cómodo. Algunas cuadras después se bajó un señor de uno de los asientos individuales de la izquierda, y la persona que Tiburcio tenía a su lado se levantó para sentarse en el lugar que había quedado libre, abandonando así la compañía de Tiburcio, quien se puso mal y fue, entre lágrimas, hacia la puerta a bajarse. La persona que lo había herido no se habría enterado de nada, de no ser porque Tiburcio, cuando se abrió la puerta, se acercó y le gritó “ya vas a venir a pedirme algún favor”. Seguidamente le dijo al conductor que el viaje a la Rural iba a tener que postergarse para alguna otra ocasión, y se bajó.
Caminó unos metros y pasó por un quiosco que tenía un enorme cartel que decía “tome Coca-Cola”, por lo que aceptó la invitación y le pidió al quiosquero si no tenía una botella de esa gaseosa. El quiosquero le dio una y Tiburcio se la tomó. Al terminar le agradeció y atinó a irse, pero el comerciante le indicó que debía pagar. Tiburcio se indignó y dijo que lo habían engañado, pero para no armar un escándalo pagó la gaseosa, mientras exclamaba que nunca más iba a aceptar una invitación de ese lugar.
Tiburcio llegó a la esquina y no sabía para dónde ir. Pensó que, de todos modos, podía ir para la Rural y reencontrarse con el colectivo, que, después de todo, no era el que lo había ofendido. Pero no sabía si lo iba a encontrar ahí. Mientras dudaba, pasó una paloma en la dirección contraria a la que debía tomar para ir a la Rural, y Tiburcio vio en su vuelo un mensaje que le decía que no fuera. Entonces dio media vuelta y caminó hacia el lado de su casa, que era el mismo que llevaba la paloma y lo que le había dado la pista de que la paloma le estaba diciendo algo a él y no a otra de las muchas personas que había en ese momento en la calle.
Un rato después, pasó por la vidriera de un local de electrodomésticos que tenía una cantidad de televisores encendidos, todos en el mismo canal. En ese momento se veía en la pantalla de los televisores la promoción de un canal que decía “estás en casa”. Tiburcio se alegró de haber llegado, y entró. Se sentó en un sillón que estaba para promover unos equipos de home theatre, agarró su teléfono celular y se pidió una pizza. Como no llegaba, luego de un rato llamó para reclamar, y le dijeron que se habían cansado de tocar timbre en su casa sin recibir respuesta. Tiburcio pidió disculpas, y atribuyó su falta de audición a todos esos aparatos que alguien había instalado en su vivienda, y también a toda la gente que, por alguna razón, se sentía libre de recorrerla.
En eso se le acercó un hombre vestido de rojo que le preguntó si lo podía ayudar. Tiburcio le agradeció la amabilidad y le pidió una pizza. Este hombre consultó con otro, que tenía una chapa en el pecho similar a la que él también tenía, pero de otro color. Entre los dos lo sacaron del local y cerraron la puerta. Vio Tiburcio que era de noche, y quiso abrir la puerta para poder pernoctar en lo que creía que era su domicilio. Pero la llave que tenía no funcionaba, no podía hacerla girar en la cerradura de la puerta del local. Tiburcio interpretó este hecho como un mensaje que le decía que no debía quedarse ahí. Entonces se fue.
Al rato pasó por un quiosco de revistas, y miró los ejemplares que estaban a la venta. Una de ellas tenía un letrero que decía “reclame póster de San Lorenzo”. Tiburcio increpó al quiosquero, reclamándole el póster. El quiosquero explicó que debía comprar la revista para acceder a ese objeto, entonces Tiburcio la compró. La abrió y encontró un póster pero no de San Lorenzo sino de once futbolistas con camiseta rayada. Tiburcio volvió entonces a increpar al quiosquero y le reclamó la imagen prometida de Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia. El quiosquero, como Tiburcio ya lo tenía cansado, lo mandó a llorar a la iglesia.
Cuando llegó a la iglesia, Tiburcio inquirió cuál era el lugar más adecuado para llorar. Le contestaron que el confesionario. Fue entonces ahí, y entre sollozos le preguntó al cura adónde podía conseguir el póster del padre Giustiniani. El cura le preguntó quién era. Tiburcio se lo explicó, y le contó que le habían prometido ese póster luego de comprar una revista. El cura le explicó que ahí no tenían ningún póster, pero tal vez le podía conseguir alguno usando algún contacto con El Vaticano. Tiburcio pidió hablar con el dueño del lugar, y el cura le explicó que la Iglesia no tenía dueño, a lo cual Tiburcio respondió que había visto afuera un letrero que decía que esa era la casa del Señor, y pidió hablar con el Señor. El cura le contestó que el Señor lo escuchaba permanentemente. De este modo, Tiburcio vio que no se podía razonar con esa gente, y se fue de ahí.
Siguió caminando hasta que llegó a un cartel que decía “Doblas”, al que obedeció. Supuso que el destino tenía algo para él en esa calle. Y efectivamente, a un par de cuadras había una pared con una leyenda que decía “esta pared es suya, cuídela”. Tiburcio aceptó la misión, y aún se encuentra ahí, montando guardia y asegurándose de que nada le ocurra a esa pared.

Nativa

Fue un levantamiento social poco frecuente. Es raro ver que grandes hordas de gente compartan una opinión y se manifiesten con tanta vehemencia hasta conseguir lo deseado. La anécdota confirma el poder de los pueblos, cuya voluntad no puede ser contradicha sin consecuencias devastadoras para el que lo hace.
A mediados de 2004, la Coca-Cola Company decidió cambiar la fórmula de la Nativa, su gaseosa basada en la yerba mate. Parecía una buena idea. Las pruebas de sabor a ciegas daban excelentes resultados, todos disfrutaban más el nuevo gusto de la gaseosa que el anterior. Pero como la operación era secreta, no se había podido preguntar en las encuestas previas si el público estaba dispuesto a aceptar el reemplazo de la fórmula original por la nueva, más sabrosa. Y resultó que era una pregunta decisiva.
El martes 6 de julio de 2004 se lanzó la campaña publicitaria de la Nueva Nativa. Los avisos alababan las virtudes del nuevo producto al enfatizar el nuevo sabor, que decían que era más agradable y refrescante que el de la Nativa que hasta ese momento se podía conseguir.
Pero el público no quería saber nada. La Nativa, desde su lanzamiento a fines de 2003, se había convertido en un símbolo nacional y el pueblo argentino no iba a quedarse quieto mientras le quitaban sin justificación una bebida que había llegado a ser tan importante como la bandera.
Grandes demostraciones tuvieron lugar en el Obelisco porteño, y muchedumbres enojadas cortaron los accesos a la Capital Federal exigiendo el regreso de la nueva fórmula. Los fabricantes insistían con que la Nueva Nativa era mejor que la anterior, pero el público no la quería probar. La identidad nacional requería que no se tocara la fórmula de la Nativa.
La situación para los fabricantes de esta bebida era grave. Las ventas de la Nueva Nativa eran pésimas, y sólo se conseguía un buen volumen en los mercados cautivos, como los clientes de locales de comidas rápidas. El resto de la población rechazaba de plano la nueva fórmula. Algunos ciudadanos, desesperados, empezaron a importar Nativa desde Uruguay, donde la fórmula todavía era la anterior.
Era una forma de rebelión social que hacía palidecer a las revueltas de fines de 2001, cuando se había intentado cambiar la proporción de limón de la Pepsi Twist.
Ante tanta presión, la compañía se vio obligada a ceder. En agosto, sin discontinuar la Nueva Nativa, se presentó la Nativa Clásica. Los consumidores se volcaron masivamente hacia la gaseosa recuperada, y pronto las ventas superaron con holgura el pico máximo anterior al cambio. El público había sentido la amenaza y, al recuperar su bebida predilecta, se había volcado hacia ella fervientemente.
El mercado de la Nueva Nativa pasó a ser ínfimo, y luego de unos meses era raro encontrarla. Años más tarde se le cambió el nombre a Nativa II, y actualmente sólo se la puede conseguir en San Luis.

El glóbulo feo

Había una vez un glóbulo blanco que pertenecía a un grupo de leucocitos. Ellos se dedicaban a patrullar las arterias y venas por las que circulaban. El glóbulo tenía un aspecto algo distinto al de los demás leucocitos, y por eso era excluido de su grupo. Cuando se encontraban con un cuerpo extraño que debían rechazar, los demás se ocupaban de que no fuera parte de la batalla. Algunos, en ratos de ocio, intentaban rechazar al glóbulo feo y se producían algunos combates, que eran dispersados por las células madre.
Debido a esa situación, el glóbulo blanco no era feliz. Las células madre detenían las agresiones más graves que sufría pero no podían hacer nada para parar la discriminación de la que era objeto. Los demás leucocitos lo cargaban, lo amenazaban y lo mandaban a hacer tareas indeseables, que el glóbulo cumplía en un vano intento de hacerse respetar.
A veces pasaban cerca de grupos de linfocitos y granulocitos, que también lo cargaban por su aspecto y conducta. El glóbulo feo no tenía consuelo, y no encontraba su lugar en el flujo sanguíneo.
Un día decidió irse del torrente y probar suerte en el tejido linfático. De ahí venían todos los integrantes de su grupo, y creyó que en su lugar de origen lo iban a entender. Pero no fue así, las células linfáticas le cerraron la entrada. Lo mismo ocurrió en la médula ósea, y el glóbulo feo volvió resignado al grupo de donde había querido escaparse.
Cuando los encontró vio que había una batalla en desarrollo. Era una batalla muy grande, la más grande que había visto en su vida. Y desde el oeste venía una luz muy brillante, también la más brillante que el glóbulo feo había visto en su vida. Un glóbulo rojo, que esperaba que se abriera paso para continuar transportando su carga de oxígeno, le informó que se había producido una herida y que lo que veía era un operativo tendiente a evitar la entrada de sustancias ajenas. Estaban esperando a las plaquetas, que en cualquier momento llegarían para cerrar la herida.
Al escuchar esto, el glóbulo feo fue hacia el lugar de donde venía la luz, que era la herida misma. Al llegar, instintivamente formó un coágulo de fibrina y cerró la herida. Todos se sorprendieron al verlo, y cuando volvió a su lugar lo recibieron como un héroe, al grito de “la sangre coagulada no será derramada”.
Y entonces el glóbulo feo descubrió que en realidad era una plaqueta que se había mezclado accidentalmente entre los glóbulos blancos. Los demás, arrepentidos, le ofrecieron sus disculpas, y el ex glóbulo feo se fue a ocupar el lugar de honor en el grupo principal de las plaquetas, donde vivió feliz el resto de sus días.

Desorientado

¿Dónde estoy? Está oscuro. Estoy solo. Estoy perdido. Tengo miedo. Oigo ruidos. Quiero irme. Salir corriendo. No puedo. No veo. Sólo escucho. Oigo voces. ¿Hay gente? Sí, hay. Son dos. ¿Serán buenos? ¿Habrá otros? ¿Me salvarán? Busco contactarlos. Me oyen. Se sorprenden. Me contestan. No entiendo. Hablan raro. Son extranjeros. O extraterrestres. Quién sabe. Me acerco. Me juego. Les hablo. Pido ayuda. No responden. Pasa tiempo. Son tímidos. Hablo nuevamente. Hago gestos. No entienden. Me miran. Me estudian. Me tocan. Son fríos. Me sueltan. Se sonríen. Se van.
Arranco mi caminata. Busco la salida. Si la hay. Elijo una dirección. Son todas iguales. Agarro para allá. Pasa un rato. No ocurre nada. Sigo mi camino. Es muy aburrido. Sigo con miedo. Estoy algo apurado. También estoy intrigado. No entiendo nada. ¿Qué estará pasando? ¿Será un sueño? Trato de pellizcarme. No lo logro. Intento otra vez. Ahora sí puedo. No me avivo. Sigo sin saber. Ya me enteraré. Alguna vez despertaré.
Empiezo a tener hambre. Esto sigue siendo misterioso. No hay ninguna señal. No veo a nadie. Esto es un desierto. Un desierto particularmente oscuro. También me agarra sed. ¿Dónde podré conseguir agua? Tal vez haya algo. Continúo el camino iniciado. Es difícil ubicarme acá. Puedo sentir mis huellas. Eso me permite orientarme. Saber para dónde voy.
¿Cuándo se acabará esta pesadilla? Mi hambre sigue estando presente. Incluso se fortalece cada vez. Me gustaría poder ver algo. Pero sigue estando muy oscuro. ¿Cómo es que llegué acá? ¿Quién demonios me pudo traer? ¿Habré fallecido sin darme cuenta? ¿Estaré en el más allá? Se supone que es blanco. Pero no se puede confiar. Son chismes sin mucha credibilidad. No se pueden verificar científicamente. Podría ser el más allá. Tal vez sea el infierno. Pero no, acá hace frío.
Basta de especular así. Me conviene no pensar. No hacerme la cabeza. ¿No habrá más gente? No hay ningún signo. Aquellas personas no aparecen. Tal vez fueron espejismos. Eso es muy posible. Yo las pude ver. Pero está muy oscuro. No se ve nada. Por eso no contestaban. Era que no existían. Pero sí me tocaron. Tal vez lo imaginé. ¿Me estaré volviendo loco? ¿Qué será de mí?
No sé nada. ¿Qué me pasa? Estoy muy nervioso. Tengo que calmarme. Ya podré salir. Esto se terminará. Es una etapa. Hay que pasarla. Tomarla con humor. Reírme un poco. Ja ja ja. No, no funciona. Sigo estando igual. ¿Habrá una salida? ¿Busco en vano? ¿Me moriré acá? No quiero eso. Tengo que perseverar. Cambio la dirección. Busco tener suerte. Quiero una explicación. Quiero ver algo.
Pasan horas. Sigo caminando. No termino. Nada cambia. Mucha oscuridad. Tengo hambre. Tengo sed. Estoy cansado. Me duermo. Me despierto. Camino más. Hago ruido. Bato palmas. Chasqueo dedos. Escucho eco. Hay límite. Lo busco. Pruebo nuevamente. Otro eco. Me acerco. Voy corriendo. Corro muchísimo. Sigo probando. Más eco. Estoy cerca. Sigo corriendo. Repentinamente choco. Una pared. ¡Una pared! ¡Hay algo! Me apoyo. Descanso algo. La abrazo. Siento algo. Algo escrito. Es Braille. Puedo leerlo. ¿Qué dice? Una palabra. Sólo una. La clave. Explicará todo.
“Rosebud”.