Revolución en el estómago

Un grupo de gérmenes penetró en el aparato digestivo, como parte integrante de un choripán. De inmediato se propusieron cambiar el régimen vigente. Para lograrlo, necesitaban generar una serie de movimientos en el estómago. Así que se acercaron agresivamente, amenazando o matando todo lo que encontraran a su paso.
Las fuerzas digestivas lanzaron el alerta de fuerzas hostiles. La defensa del cuerpo se movilizó hacia la zona. Montones de glóbulos blancos llegaron desde el sistema circulatorio para solidarizarse con la campaña. Pero era tarde para evitar cualquier síntoma. Los gérmenes habían logrado una presencia dañina.
Fue necesario requerir más fuerzas para contener al enemigo. Pero el cuerpo no podía destinar todos sus recursos a un sólo objetivo, porque podían descuidarse otros frentes igualmente importantes. La solución era crear más defensas, pero eso tomaba tiempo.
Mientras tanto, se libraba una batalla desigual entre las fuerzas invasoras y las defensivas. El escenario era todo el aparato digestivo. Se daban combates en los distintos sectores, con consecuencias a veces perceptibles desde fuera del cuerpo como gases expulsados por la salida más cercana.
El ejército defensivo, en inferioridad momentánea, debió elegir las batallas. Por eso los gérmenes lograron tomar el duodeno. Iniciaron allí un plan reproductor, lo que provocó una inflamación y dolor abdominal al dueño del campo de batalla.
El cuerpo trabajaba para contener todo lo posible a los invasores y, además, producir más defensas. La frenética actividad generó fiebre y cansancio en la totalidad del cuerpo. Poco después, el cerebro impartió la orden de dar posición horizontal al campo de batalla entero, lo que descolocó a los invasores durante un momento.
Las fuerzas defensivas aprovecharon la confusión para atacar con gran número. Se produjo una gran batalla en la boca del estómago. Para ese momento ya se contaba con refuerzos, y los gérmenes debieron recurrir a las reservas que habían venido acumulando en el duodeno.
La batalla fue larga, ardua y ruidosa. Los gérmenes fueron dignos adversarios, pero finalmente no pudieron contra la provisión propia de defensas con la que contaba el cuerpo. Luego de algunas horas, sólo quedó de la batalla una pasta de cadáveres de gérmenes y glóbulos blancos. Las células sobrevivientes, una vez asegurada la victoria, aplicaron el procedimiento normal que consistía en retirar los cuerpos por la retaguardia.

La verdad de la cucaracha

La cucaracha emergió con el sol. Iluminada por los misteriosos rayos, caminó sin saber el rumbo. Era un mundo nuevo. Un mundo brillante y peligroso. La cucaracha lo recorrió estupefacta. Nunca había visto tanta actividad a su alrededor. Tampoco había visto tanto.
Tenía que tener cuidado. Si era vista, corría serio riesgo de ser aplastada por un objeto contundente y fatal. Pero tenía la ventaja de que nadie esperaba su presencia, entonces lograba pasar desapercibida. Podía, entonces, recorrer sin dificultades cualquier terreno que encontrara.
El sol no sólo lo iluminaba, también le daba calor. Habitualmente para encontrarlo tenía que excavar varios centímetros bajo la tierra. Ahora tenía la fuente directa. Descubrió que su cuerpo estaba preparado para absorber la radiación solar, sin necesidad de protegerse de ningún modo. La única razón por la que no lo hacía habitualmente eran los peligros del día, que por ahora no eran tales.
A pesar de que había bastante comida en el mundo diurno, la cucaracha decidió que lo que más valía aprovechar era el sol. Entonces decidió tirarse a tomar sol. Buscó un rincón tranquilo, libre de tránsito del que tuviera que correrse, y se dejó estar.
La cucaracha se relajó. Un rato después, se dio vuelta para que la parte inferior de su cuerpo también disfrutara de los rayos. Se puso patas para arriba y se dejó dormir, tan relajada estaba. Se durmió varias horas, y sin que se diera cuenta el día se acabó.
Se hizo de noche, y la gente otra vez estuvo atenta al posible surgimiento de las cucarachas. Una persona la encontró tirada patas arriba en el rincón antes soleado, y pensó que estaba muerta. No se le ocurrió que podría estar durmiendo. Entonces la barrió, la recogió con una pala y la tiró a la basura.
El golpe despertó a la cucaracha. El tacho rápidamente fue cerrado, por lo que no vio nada, pero no pudo creer lo que olía. La rodeaba un aroma muy potente a basura. La cucaracha nunca supo cómo llegó ahí, pero esa noche, energizada por el sol, se hizo un enorme festín.

Una mano lava a la otra

Una mano lava a la otra. La enjabona bien, y después la ayuda a enjuagarse. Al terminar, le llega el turno de ser lavada. Pero la otra mano no quiere. Ya está limpia. Sostiene que para lavar a la otra mano tendrá que volver a ensuciarse. Entonces se niega. Da a entender que la primera mano puede hacer lo que quiera, pero ella se mantendrá al margen del asunto. Es decir, se lava las manos.
La primera mano, entonces, para quedar limpia debe lavarse a sí misma. Es muy difícil. Lavar la palma se puede, lavar la parte exterior de la mano es mucho más complicado sin ayuda. De todos modos lo intenta. Coloca el jabón en un sector del lavatorio y trata de entrar en contacto con él para impregnarse de su poder de limpieza. Pero el jabón se cae varias veces. La mano hace un gesto de frustración.
La otra mano se apiada de ella y decide que, después de todo, puede ayudarla. Ambas tienen mucha historia juntas, no es cuestión de separarse por un capricho. Entonces la segunda mano lava a la primera tan meticulosamente como fue lavada por ella. La primera queda impecable, pero ahora la segunda mano quedó toda enjabonada, perdió el brillo que había obtenido antes.
Es necesario que la primera mano la vuelva a lavar. Pero ambas comprenden que entraron en un círculo vicioso. Deben olvidar sus diferencias y cooperar para que no les vuelva a pasar.
Ambas manos se entienden. Al estar dispuestas a enfrentar juntas a la adversidad, se sienten más unidas que nunca. Sienten el deseo de estrecharse. Al hacerlo, se dan cuenta de que ésa es la respuesta. Deben lavarse al mismo tiempo, y enjuagarse ambas bajo el chorro de agua. Ambas quedan igual de limpias. Terminan tan contentas que, luego de secarse, antes de salir del baño y en un nuevo gesto de unidad, chocan sus palmas.

Mis hemisferios

El hemisferio derecho del cerebro controla al lado izquierdo del cuerpo. Del mismo modo, el hemisferio izquierdo del cerebro controla al lado derecho del cuerpo. Se ignora el porqué de esta configuración confusa, aunque algunos sostienen que es para ayudar a unir a la persona.
En efecto, la autonomía de los lados del cuerpo podría derivar en problemáticas separaciones. Con el intercambio cerebral, si un lado del cuerpo se aleja del otro, se alejará también del hemisferio que lo controla, entonces no podrá ir muy lejos y será prontamente alcanzado por el otro lado.
En mi caso es más difícil, porque soy hemisferio izquierdo dominante. Mi hemisferio izquierdo controla al lado derecho, el cual, a su vez, domina al lado izquierdo, porque el hemisferio izquierdo tiene supremacía sobre el derecho. De este modo, el hemisferio derecho obedece las órdenes del izquierdo y controla a todo el cuerpo.
Esto tiene una serie de consecuencias importantes sobre mi persona. No sólo soy un individuo lógico y calculador, como todos los que tienen predominio en el hemisferio izquierdo, sino que el lado izquierdo de mi cuerpo se maneja como si fuera el derecho.
Si camino sin prestar atención, la pierna izquierda se comportará como la derecha, tal es el grado de sumisión que tiene el hemisferio derecho. Entonces el izquierdo debe ejercer su dominio para cambiar la conducta del derecho. El efecto que se produce que el hemisferio izquierdo hace todo el trabajo, mientras el derecho se dedica a descansar. Al faltarle ejercicio se atrofia, y el hemisferio izquierdo agudiza su dominio.
Algunos piensan que todo es una estratagema del hemisferio derecho para no tener que trabajar. De cualquier modo, existe entre ambos hemisferios una pugna por el dominio del cuerpo, porque al lado izquierdo no le gusta ser manejado por el hemisferio izquierdo y lo expresa con pulsos eléctricos desagradables hacia el derecho durante la noche.
Todo esto me produce grandes dolores de cabeza. A veces deseo que mi cuerpo se parta en dos, nomás, y cada hemisferio pueda seguir su camino en forma independiente. Pero no, no es posible, porque además de ser una gran dificultad médica lograrlo, se generaría el problema de saber con cuál de las dos mitades debo quedarme yo.

El objeto de su amor

Un pedazo de cinta Scotch revoloteaba a pocos milímetros de la vereda. Una cucaracha lo vio y se sintió atraída. Entonces lo siguió. Luego de una ardua carrera de varios metros logró alcanzarlo y mantenerse cerca de él. La cucaracha trataba de que el pedazo de cinta le prestara atención, pero no lo conseguía. La cinta sólo obedecía al viento.
El insecto movía las antenas en forma seductora. A pesar de sus innegables atractivos y de su espléndido estado físico, no parecía impresionar a la cinta, que seguía transparente a su existencia. El viento lo continuaba llevando a lo largo de la vereda. La cucaracha, no obstante, no pensaba rendirse sin dar pelea.
Cuando el pedazo de cinta cruzó la calle con el semáforo en rojo, la cucaracha tuvo un momento de duda pero lo siguió. Quiso mostrarle su determinación. Tal vez era una prueba, supuso. Pero al llegar a la siguiente vereda, felizmente sin ser alcanzados por ningún auto, la situación continuó igual. Lo único que cambiaba era la posición del pedazo de cinta, que a veces ofrecía al viento su lado de mayor superficie, con lo cual recibía más impulso. Otras veces se colocaba paralelo a la dirección del viento, entonces iba más despacio y el aire fluía a su alrededor. Y en algunos momentos se movía vertiginosamente, como si estuviera bailando. La cucaracha lo admiraba y hacía esfuerzos por regular la velocidad mientras realizaba maniobras para obtener la atención del pedazo de cinta. También maniobraba para evitar ser pisada por los indeseables transeúntes que a esa hora abundaban en la vereda.
Pero el pedazo de cinta no tenía tanto cuidado, y en un momento resultó pisado por uno de ellos. La cucaracha, al principio, no entendía qué había pasado. Pero rápidamente se dio cuenta y se decidió a rescatarla.
Corrió y corrió hasta llegar a la vecindad del pie. Se trataba de una misión peligrosa. Existía el riesgo de recibir un pisotón fatal por parte del mismo pie del que debía rescatar al pedazo de cinta. Debía realizar el acto heroico sin ser pisada y también sin ser vista, porque sabía que en ese caso se exponía a la posibilidad de un pisotón esta vez intencional.
La cucaracha se mantuvo a la sombra del transeúnte durante unos metros, mientras calculaba los pasos a seguir. Cualquier movimiento era peligroso, porque dependía de que se mantuviera el ritmo de los pasos. Un cambio repentino podía estropear los cálculos y acabar con la vida de la cucaracha. Pero sus ganas de salvar al pedazo de cinta pudieron más que el miedo. La cucaracha se lanzó en un salto espectacular hacia el lugar del zapato donde estaba atrapada la cinta, y logró rescatarla. Luego escaparon a toda velocidad.
Desde ese momento, fueron inseparables. El pedazo de cinta ya no prestaba atención al viento, acompañaba a la cucaracha a todos lados. Y continuaron así, pegados uno al otro, por el resto de sus días.

Historia de un iceberg

Hacía frío. Hacía tanto frío que parte del mar se solidificó. Así se formó un iceberg que comenzó a navegar las aguas del Ártico. Como no tenía un recorrido prefijado, deambulaba por distintas partes del océano, y según dónde estaba iba variando su tamaño. Mientras más al norte, más grande se hacía.
Pero cuando se acercaba al norte corría el riesgo de integrarse a la capa polar ártica. El iceberg no quería perder su identidad. Aún se sentía parte del mar. De hecho, estaba casi totalmente sumergido y lo que se veía desde la superficie era sólo la punta.
Un día apareció un barco en la cercanía. Los tripulantes del barco, al ver al iceberg, se alarmaron y viraron la nave. Lograron alejarse, aliviados, pero el iceberg sintió que era rechazado. El único objeto que lo había visto no quería saber nada con él.
Con el correr de los días y las noches, varios barcos tuvieron la misma actitud que el primero. El iceberg hacía esfuerzos para acercarse y mostrarse amistoso. Pulió en su superficie espléndidos toboganes para que la tripulación de los barcos pudiera divertirse. Pero no daba resultado, los barcos seguían escapando.
El iceberg se entristeció tanto que, cuando llegó el verano, no migró hacia el norte para mantener su masa sólida, sino que se dejó desintegrar de a poco. Un gran porcentaje del hielo que lo componía volvió al mar, aunque la punta que sobresalía se mantenía igual.
Estaba en ese estado cuando un barco se le acercó más que cualquier otro. Cuando lo vio de cerca, el iceberg se emocionó. Por fin era aceptado. Fue decidido hacia su encuentro.
El iceberg y el barco se juntaron violentamente. El golpe produjo un agujero en el casco, y el barco se empezó a hundir. El iceberg, en tanto, desapareció de la vista. Ingresó al barco por el agujero y se hundió con él.
Muchos años después, los restos ya líquidos del iceberg, y los del barco que se animó a acercarse, descansan juntos en el fondo del mar.

La ciudad cansada

Nueva York, la ciudad que nunca duerme, sentía el cansancio. Sus habitantes estaban impacientes y protestones. Su economía tenía signos de recesión. Su aspecto lucía sucio y olvidado. La ciudad apenas podía llevar a cabo las actividades básicas que permitían su subsistencia.
Era necesaria una inyección de energía, o un descanso. Como la última opción no era posible, dada la exigencia que el mundo le imponía como capital cultural de Occidente, los gobernantes de la ciudad empezaron a buscar opciones para poder darle a la gran manzana el empujón que necesitaba.
Se adoptaron políticas para agilizar el tránsito, mejorar el agua, reducir el crimen y aumentar los espacios verdes, de modo que hubiera más oxígeno para la ciudad. Pero ninguna de estas medidas logró hacer cambios trascendentes.
Todo cambió con la llegada de una cadena comercial. Starbucks proporcionó el café que la ciudad necesitaba para poder sobrellevar el ritmo de vida de una metrópolis tan grande, y en muy poco tiempo todo cambió. La economía se recuperó. El humor de los habitantes pasó a ser más llevadero luego de tomar un café cada mañana. La ciudad tenía más energía para preocuparse por su aspecto, y empezó a lucir más atractiva. También estaba más alerta, lo cual permitió mejorar la seguridad de la urbe hasta casi terminar con el crimen que la caracterizaba.
La recuperación de Nueva York es un ejemplo del poder de un buen café.

Las colinas están vivas

“The hills are alive with the sound of music”
Oscar Hammerstein II

Cuando empezó a sonar la música, las colinas comenzaron a saltar. Con ellas saltaron el pasto, los árboles, las ardillas y los arcos iris que siempre las acompañaban. Las colinas se movían al compás de la música, en armonía unas con otras. Se podría decir que bailaban.
La danza de las colinas se mostraba en gráciles movimientos del suelo, que subía y bajaba, como si latiera. También giraban sobre sí mismas mientras recorrían el circuito donde sonaba la música. Los animales que estaban parados sobre las colinas también giraban, y los que tenían la posibilidad al mismo tiempo abrían los brazos. El entorno, sus habitantes y la música eran uno.
Un riacho que pasaba cerca se contagió la alegría de las colinas, y la llevó hasta el mar. En el mar se dispersó entre los peces, los corales y los delfines, hasta llegar a la otra orilla del océano, donde la alegría cubrió el continente. Así, pronto el mundo entero estuvo vivo con el sonido de la música.

The hills are alive with the sound of music”

Oscar Hammerstein II

Concha tomada

Un caracol tenía ganas de salir un rato. Dejó su caparazón atrás de un tronco caído y se dedicó a andar por los alrededores. Tomó sol, disfrutó del aire fresco y se sintió liviano por un rato. Arrastrar el caparazón era una carga que, aunque útil, le significaba un peso del que era agradable liberarse.
Cuando se hacía de noche, el caracol volvió a buscar su caparazón. Grande fue su sorpresa al descubrir que estaba siendo ocupado por una babosa. El caracol estiró las antenas en señal de protesta, pero la babosa hizo caso omiso a la objeción.
Esa noche, el caracol estuvo a la intemperie. Trató de refugiarse en el tronco, pero no tenía la comodidad de su caparazón. El caracol maldijo el momento en el que se le había ocurrido sacárselo. Decidió quedarse cerca y vigilar a la babosa que ocupaba su hogar. Por suerte, con el peso extra le iba a ser muy difícil tomar velocidad.
La babosa, en tanto, no dejaba de sorprenderse por las comodidades del caparazón que se había encontrado. Pensó que era un descubrimiento muy fortuito, casi se convenció de que algo o alguien lo había dejado ahí para él. Cuando estuvo cerca de desarrollar el concepto de determinismo místico, se asustó ante la inmensidad de lo que no comprendía, y escondió todo su cuerpo en el caparazón. De esta manera volvió a sorprenderse. Empezaba a considerarlo su hogar.
El caracol no sólo lo consideraba su hogar, sino parte de su cuerpo. Sentía la ausencia del caparazón, y también la sombra de su presencia. Cuando al caracol le picaba el caparazón no sabía qué hacer. Podía ir hasta donde estaba la babosa y rascarlo, pero se arriesgaba a espantarla y que se fuera con su propiedad. Entonces se quedaba con la picazón. Trataba de solucionarlo pensando en otra cosa.
Mientras vigilaba atentamente los movimientos de la babosa, el caracol trataba de urdir un plan para recuperar su vivienda. ¿Cómo podía hacer que la babosa cometiera el mismo error que él? Dio con una respuesta: hacerla pasar por debajo de una rama que no permitiera el paso del caparazón. Al ser ajeno a la babosa, se deslizaría y lo dejaría libre. Pero, ¿cómo hacerla por un lugar determinado? Era una solución simple, pero impráctica.
Luego de pensar durante un buen rato, el caracol tuvo otra idea. Si se subía al tronco y se tiraba sobre el caparazón, tal vez el ruido de la caída podría espantar a la babosa. El caracol dedicó las siguientes horas a subir al tronco, sin reparar en que se avecinaba una gran tormenta.
La babosa se refugió de la lluvia en el caparazón. Cada trueno le daba un miedo más profundo. Temía a la inmensidad que estaba al acecho. En eso, una ráfaga de viento hizo caer del tronco al caracol. Cayó todo mojado justo delante de la babosa.
La babosa, al verlo, lo tomó como un presagio de su futuro y abandonó el caparazón. Lentamente el caracol se recompuso y fue a ocupar su hogar. Pero cuando logró encajarse se dio cuenta de que estaba todo babeado. Algo había sucedido durante la ocupación de la babosa. Ya no era el mismo caparazón de antes. Y el caracol tampoco.
El caracol, entonces, estiró su antena derecha, golpeó el hombro de la babosa que se alejaba y la invitó a compartir su hogar. La babosa, encantada, expresó su alegría con un aullido inaudible y se quedó a acompañar al caracol.
El caracol y la babosa empezaron a vivir juntos. Se turnaban en el uso y el aseo del caparazón. El caracol le enseñó los secretos que había aprendido durante su vida para aprovechar mejor el caparazón, y la babosa lo aconsejó sobre la supervivencia fuera de él. Cuando llovía, el que estaba con el caparazón se subía al que estaba libre para protegerlo. Se volvieron inseparables.
La babosa, más aventurera, empujó al caracol a salir a conocer los alrededores y compartió con él los pareceres místicos que había descubierto gracias al caparazón. El caracol era más sedentario pero estuvo dispuesto a acompañar a la babosa. Cuando advertía algún peligro, el caracol se salía del caparazón y se acercaba para prevenir a la babosa, que siempre agradecía el gesto.
Juntos, el caracol y la babosa se lanzaron a explorar el mundo.

Febrero de huelga

Cansado de verse en inferioridad respecto de los otros meses, febrero decidió declararse en huelga. Llamó a conferencia de prensa para explicar su decisión de no hacerse presente en el año que estaba por iniciarse, el cual pasaría directamente de enero a marzo. Fuentes cercanas al segundo mes del año afirmaban que la medida de fuerza sólo se levantaría cuando le fueran asignados 31 días, de modo de no ser menos que ningún otro mes.
Desde el calendario se anunció que no era posible complacer a febrero sin poner en peligro el delicado equilibrio astronómico que representaba el año entero. Los rebeldes de febrero respondían que un año de once meses era peor para el equilibrio que un año de tres días más.
Una solución posible era esperar que algunos de los otros meses donaran días a febrero, de modo que la cantidad de días en el año se mantuviera constante. Las autoridades, sin embargo, no querían que eso sucediera, porque podía llevar en el futuro a nuevas rebeliones de los meses que se vieran perjudicados.
Se propuso un sistema de rotación, según el cual, alternativamente todos los años, tres meses distintos donarían un día cada uno a febrero. Pero el segundo mes del año se mantenía intransigente y quería una suma fija. No tenía intención de transitar todos los años una negociación para determinar quién le prestaría las jornadas que consideraba que le correspondían.
Se acercaba el final de enero, y las gestiones estaban estancadas. Marzo se encontraba cerca, en alerta para el caso de tener que adelantar su llegada. Era necesario encontrar, al menos, una solución transitoria para que el calendario no se adelantara un mes al otoño. El calendario encontró una forma de mantener la cantidad de días a pesar de la ausencia de febrero. Se llamó de urgencia a brumario, que estaba retirado, para que reemplazara por ese año al mes rebelde. Brumario aceptó volver, aún cundo sabía que era sólo por ese año y con sólo 28 de sus 30 días.
Solucionada la urgencia, los meses restantes vieron que tenían casi un año para solucionar el problema de febrero. Varios meses pensaban que el reemplazo de febrero le había quitado poder de negociación, porque ya no podría presionar con causar una carencia de días a todo el año. Por eso, desde febrero surgían ataques contra brumario, que lo acusaban de no tener idoneidad para reemplazar a un mes como febrero.
Mientras tanto, iban surgiendo ideas. Algunos sectores proponían una reforma total del calendario, que incluyera meses parejos de 30 días cada uno. Los días que sobraran quedarían sin mes. De este modo, ningún mes se vería superado en días por otro. Sin embargo, hubo resistencia a esa idea, porque los meses de 31 días no querían perder sus privilegios.
Pronto, la reducción de capacidad de maniobra hizo que se produjeran divisiones en el mes rebelde. El 11 de febrero llamó a conferencia de prensa y anunció su disconformidad con la posición oficial del mes. Declaró su intención de volver a integrar el año. Afirmó también que había varios días que estaban evaluando una medida similar.
Así, el 5, el 14, el 12 y el 9 de febrero pronto se unieron a la rebeldía del 11. El poder de febrero se iba debilitando. Llegó un momento en el que toda la primera quincena se desafectó. Febrero quedó en una posición vulnerable, con sólo 13 días fieles.
En la Asamblea Anual, con sede en octubre, se decidió aceptar a los días escindidos para el siguiente año. Se consideraba probable un cambio de actitud del resto de febrero, pero por las dudas se decidió contratar a 13 días sueltos de un viejo mes lunar para cubrir las vacantes, llegado el caso.
Mientras tanto, el año continuaba con las presiones para que lo que quedaba de febrero se reincorporaba. Se anunció una moratoria para los días que quisieran volver al año. También se le ofreció a febrero un ultimátum: tenía hasta el 31 de diciembre para volver al año intacto. Si lo hacía después, se le quitaría un día por cada mes que demorara en reincorporarse.
Con esto, el 26, 27 y 28 de febrero, los días que veían más cercana la amenaza, empezaron a presionar al resto del mes para terminar la medida de fuerza. Argumentaban su evidente fracaso y la división que había causado en el mes. Pero el líder de la revuelta, el 20 de febrero, no quería saber nada con volver al año.
Pero el 20 iba perdiendo poder. Los días que aún se mantenían en febrero se sentían inútiles y no querían ser reemplazados nuevamente. Luego de muchos tironeos con los días del círculo inmediato del 20, el 19 y el 21, se llegó a un acuerdo. Los días restantes reclamaron al 20 que depusiera su actitud y concretara el regreso al año. Si no lo hacía, amenazaron con volver todos ellos y reemplazarlo. El 29 de febrero, que no era un miembro oficial pero participaba en las asambleas en calidad de invitado, estaba dispuesto a tomar su lugar si era necesario.
Al ver que su base de apoyo estaba acabada, el 20 de febrero renunció a su cargo de delegado del mes. Fue reemplazado en esa función por el 16, que tenía una postura anualista.
De este modo, poco tiempo después febrero volvió al calendario. Fue recibido con júbilo por el resto de los meses, que consideraban que el año no era lo mismo sin él.
Para evitar una acción similar por parte de otro mes, las autoridades del año decidieron sancionar al líder de la revuelta por su actitud. Establecieron que, por ese año, el cambio de hora de verano se haría el 20 de febrero. Así, el día sufrió la humillación adicional de perder una de sus horas.
Desde entonces, ningún mes volvió a amenazar con escindirse del año.