Revolución en el estómago

Un grupo de gérmenes penetró en el aparato digestivo, como parte integrante de un choripán. De inmediato se propusieron cambiar el régimen vigente. Para lograrlo, necesitaban generar una serie de movimientos en el estómago. Así que se acercaron agresivamente, amenazando o matando todo lo que encontraran a su paso.
Las fuerzas digestivas lanzaron el alerta de fuerzas hostiles. La defensa del cuerpo se movilizó hacia la zona. Montones de glóbulos blancos llegaron desde el sistema circulatorio para solidarizarse con la campaña. Pero era tarde para evitar cualquier síntoma. Los gérmenes habían logrado una presencia dañina.
Fue necesario requerir más fuerzas para contener al enemigo. Pero el cuerpo no podía destinar todos sus recursos a un sólo objetivo, porque podían descuidarse otros frentes igualmente importantes. La solución era crear más defensas, pero eso tomaba tiempo.
Mientras tanto, se libraba una batalla desigual entre las fuerzas invasoras y las defensivas. El escenario era todo el aparato digestivo. Se daban combates en los distintos sectores, con consecuencias a veces perceptibles desde fuera del cuerpo como gases expulsados por la salida más cercana.
El ejército defensivo, en inferioridad momentánea, debió elegir las batallas. Por eso los gérmenes lograron tomar el duodeno. Iniciaron allí un plan reproductor, lo que provocó una inflamación y dolor abdominal al dueño del campo de batalla.
El cuerpo trabajaba para contener todo lo posible a los invasores y, además, producir más defensas. La frenética actividad generó fiebre y cansancio en la totalidad del cuerpo. Poco después, el cerebro impartió la orden de dar posición horizontal al campo de batalla entero, lo que descolocó a los invasores durante un momento.
Las fuerzas defensivas aprovecharon la confusión para atacar con gran número. Se produjo una gran batalla en la boca del estómago. Para ese momento ya se contaba con refuerzos, y los gérmenes debieron recurrir a las reservas que habían venido acumulando en el duodeno.
La batalla fue larga, ardua y ruidosa. Los gérmenes fueron dignos adversarios, pero finalmente no pudieron contra la provisión propia de defensas con la que contaba el cuerpo. Luego de algunas horas, sólo quedó de la batalla una pasta de cadáveres de gérmenes y glóbulos blancos. Las células sobrevivientes, una vez asegurada la victoria, aplicaron el procedimiento normal que consistía en retirar los cuerpos por la retaguardia.

Grito gutural

El grito sale de mis entrañas. Grito por fuera y grito por dentro. Todo mi ser grita al unísono. Cada una de las partes de mi cuerpo se unen en este grito unánime y estremecedor. Nunca había sentido tanto consenso interno, ni tanta necesidad de expresarlo.
Es un grito de desesperación que viene del fondo de mí, y también de otras partes más cercanas a la superficie. Necesito que el mundo exterior se entere de lo que me pasa, y me cuesta comunicarlo con los métodos habituales. Y mi cuerpo, frustrado ante la incomunicación, decide retirarle a la boca el privilegio de ser el único vocero de sus inquietudes. La boca pasa a ser sólo un canal para el sonido.
Durante la vigencia del grito, mi cuerpo vibra. En el espejo me veo fuera de foco. No veo de dónde proviene el sonido, sólo una masa amorfa. Pero lo escucho muy claramente, no es posible ignorarlo.
El cuerpo vibra a una frecuencia tal que pierdo la noción de dónde estoy. También pierdo la noción de cuál es mi boca, porque las distintas partes del cuerpo están funcionando como bocas múltiples, que generan cada una un sonido igual al de las otras. Es un gran estruendo que se realimenta.
Los decibeles me empiezan a hacer mal. Trato de taparme los oídos, pero no los encuentro, están convertidos en bocas. Se aturden a sí mismos. Quiero cerrar la boca y lo logro, pero todas las demás quedan abiertas y sólo sé cerrar la regular. El ruido que sale de mí me envuelve y me atrapa. Termino preso de él. El grito me traga, me digiere y me desintegra. Sólo queda de mí el sonido, que sigue tronando cada vez más fuerte, ya independiente de su origen dentro de mi cuerpo.

Aprender a aplaudir

No sabía que no sabía, sin embargo no sabía aplaudir. Hace unos días aprendí. Resultó que no era sólo juntar las manos con las palmas abiertas, sino que hay cierta técnica al respecto. Nunca nadie me la había enseñado.
Ocurrió cuando escuché una canción con ritmo pegadizo. Mi sentido musical me llevó a marcar ese ritmo con distintos golpes que involucraban a diferentes partes del cuerpo. Golpeaba el suelo con los pies, la mesa que tenía cerca con algún dedo, y también las manos entre sí, configurando un aplauso.
Estuve un rato aplaudiendo con ese ritmo, y me dí cuenta de algo que nunca había percibido. Si daba cierta forma cóncava (o convexa, no sé) a las manos, de modo de permitir que se juntara un poco de aire entre las palmas, se producía un sonido más grave que si las dejaba libradas a su suerte. Esto sólo se producía si chocaba mis manos en forma perpendicular una de otra. De modo que el pulgar de la mano derecha quede paralelo y exactamente al lado del índice de la izquierda.
Desde muy chico me había parecido que mis aplausos eran más agudos que los de los demás. Lo atribuía al hecho de que era chico, y así como mi voz era más aguda que la de los adultos, mi aplauso no tenía por qué no verse afectado por el mismo principio. Más tarde, ya grande, seguí notando la diferencia y sospeché que algo pasaba, pero no le dí importancia.
No es que siempre tuviera un aplauso agudo. A veces me salía el grave, lo que no sabía era controlarlo. Salía como salía, y no era algo sobre lo que yo tuviera una sensibilidad particular. Tampoco nunca nadie me había dicho nada al respecto. Tal vez en la escuela deberían haberme enseñado la técnica, pero no lo hicieron. Me dejaron egresar sin saber aplaudir correctamente.
Sospecho que mucha gente tiene el mismo problema que tenía yo hasta hace unos días. Aplauden de cualquier manera, con los dedos abiertos, con poca firmeza en las manos, o haciendo coincidir todos los dedos como una foca. Después van al teatro y no se nota, o piensan que no se nota, pero quién sabe, tal vez una platea de gente que sabe aplaudir sonaría mucho mejor que una llena de improvisados.

Una mano lava a la otra

Una mano lava a la otra. La enjabona bien, y después la ayuda a enjuagarse. Al terminar, le llega el turno de ser lavada. Pero la otra mano no quiere. Ya está limpia. Sostiene que para lavar a la otra mano tendrá que volver a ensuciarse. Entonces se niega. Da a entender que la primera mano puede hacer lo que quiera, pero ella se mantendrá al margen del asunto. Es decir, se lava las manos.
La primera mano, entonces, para quedar limpia debe lavarse a sí misma. Es muy difícil. Lavar la palma se puede, lavar la parte exterior de la mano es mucho más complicado sin ayuda. De todos modos lo intenta. Coloca el jabón en un sector del lavatorio y trata de entrar en contacto con él para impregnarse de su poder de limpieza. Pero el jabón se cae varias veces. La mano hace un gesto de frustración.
La otra mano se apiada de ella y decide que, después de todo, puede ayudarla. Ambas tienen mucha historia juntas, no es cuestión de separarse por un capricho. Entonces la segunda mano lava a la primera tan meticulosamente como fue lavada por ella. La primera queda impecable, pero ahora la segunda mano quedó toda enjabonada, perdió el brillo que había obtenido antes.
Es necesario que la primera mano la vuelva a lavar. Pero ambas comprenden que entraron en un círculo vicioso. Deben olvidar sus diferencias y cooperar para que no les vuelva a pasar.
Ambas manos se entienden. Al estar dispuestas a enfrentar juntas a la adversidad, se sienten más unidas que nunca. Sienten el deseo de estrecharse. Al hacerlo, se dan cuenta de que ésa es la respuesta. Deben lavarse al mismo tiempo, y enjuagarse ambas bajo el chorro de agua. Ambas quedan igual de limpias. Terminan tan contentas que, luego de secarse, antes de salir del baño y en un nuevo gesto de unidad, chocan sus palmas.

Mis hemisferios

El hemisferio derecho del cerebro controla al lado izquierdo del cuerpo. Del mismo modo, el hemisferio izquierdo del cerebro controla al lado derecho del cuerpo. Se ignora el porqué de esta configuración confusa, aunque algunos sostienen que es para ayudar a unir a la persona.
En efecto, la autonomía de los lados del cuerpo podría derivar en problemáticas separaciones. Con el intercambio cerebral, si un lado del cuerpo se aleja del otro, se alejará también del hemisferio que lo controla, entonces no podrá ir muy lejos y será prontamente alcanzado por el otro lado.
En mi caso es más difícil, porque soy hemisferio izquierdo dominante. Mi hemisferio izquierdo controla al lado derecho, el cual, a su vez, domina al lado izquierdo, porque el hemisferio izquierdo tiene supremacía sobre el derecho. De este modo, el hemisferio derecho obedece las órdenes del izquierdo y controla a todo el cuerpo.
Esto tiene una serie de consecuencias importantes sobre mi persona. No sólo soy un individuo lógico y calculador, como todos los que tienen predominio en el hemisferio izquierdo, sino que el lado izquierdo de mi cuerpo se maneja como si fuera el derecho.
Si camino sin prestar atención, la pierna izquierda se comportará como la derecha, tal es el grado de sumisión que tiene el hemisferio derecho. Entonces el izquierdo debe ejercer su dominio para cambiar la conducta del derecho. El efecto que se produce que el hemisferio izquierdo hace todo el trabajo, mientras el derecho se dedica a descansar. Al faltarle ejercicio se atrofia, y el hemisferio izquierdo agudiza su dominio.
Algunos piensan que todo es una estratagema del hemisferio derecho para no tener que trabajar. De cualquier modo, existe entre ambos hemisferios una pugna por el dominio del cuerpo, porque al lado izquierdo no le gusta ser manejado por el hemisferio izquierdo y lo expresa con pulsos eléctricos desagradables hacia el derecho durante la noche.
Todo esto me produce grandes dolores de cabeza. A veces deseo que mi cuerpo se parta en dos, nomás, y cada hemisferio pueda seguir su camino en forma independiente. Pero no, no es posible, porque además de ser una gran dificultad médica lograrlo, se generaría el problema de saber con cuál de las dos mitades debo quedarme yo.

Alegría por dentro

Aunque no se note, en mi interior estoy lleno de alegría. Debo mantenerla bajo control, porque no quiero que se me escape. Hay que conservarla. Cada vez que consigo algo de alegría, la almaceno en mi profundo interior, así me queda para mí.
Mi apariencia de estar siempre enojado se debe al esfuerzo por mantener el nivel de alegría interna constante. Por eso ando habitualmente con esa cara de pocos amigos que me caracteriza. No es tanto una expresión de falta de alegría, sino de su presencia lejos de la superficie.
Por supuesto que cada tanto se me escapa algo de alegría. Es inevitable. Lo que trato de hacer es reparar rápidamente cualquier pérdida, para no tener que rellenarme de repente. Tengo que moderar también la ingesta de alegría, porque tampoco quiero que rebalse.
Un episodio así sería problemático, un enorme desperdicio de alegría que, bien usada, podría alegrarme la existencia durante bastante tiempo. De hecho, como viene ocurriendo desde que se me ocurrió acumular la alegría.
Así es más fácil vivir. Si uno está todo el tiempo mostrando su alegría a los demás, incluso intercambiándola con los otros, corre el riesgo de que venga gente a robársela. En cambio, cuando nadie se entera de que uno tiene alegría, van a buscarla a otro lado. De esta manera, además, no hay que cumplir expectativas que alguien se puede hacer.
Por eso no hace falta que vengan a calmarme, consolarme o ponerme música. Yo llevo mi alegría adentro.

A ver esos marsupios

No sé cómo hace la gente para andar por la vida sin bolsillos. Veo por todos lados cómo muchos se manejan con pantalones ajustados, con los bolsillos vacíos y sin que se note dónde llevan las cosas. Pero a la hora de pagar algo, sacan de algún lado una billetera. Me gustaría ser como ellos, pero no lo soy. Entonces debo recurrir a ropa con múltiples bolsillos.
Pero queda feo en ocasiones. Cuando tengo que vestirme formal debo prescindir de esa comodidad. Mejor dicho, debía. Porque me hice poner marsupios en la cintura.
Luego de la operación, tengo bolsillos incorporados a mi cuerpo. Es la mejor manera de llevar los elementos que necesito transportar: llaves, plata, celular, documentos, anteojos. De esta manera libero la ropa de la responsabilidad extra, y sólo se tiene que dedicar a vestirme. De repente, mis opciones al respecto se multiplicaron.
La mayor ventaja es que puedo meter las manos en los bolsillos aún estando desnudo. No hay mayor comodidad que ésa. También puedo guardar controles remotos y evitar así que cualquiera que ande cerca me cambie el canal. Y cuando hay alguna aglomeración pueden venir todos los delincuentes que quieran a revisarme los bolsillos de la ropa, que no van a encontrar nada.
Tengo pensado instalarme puertos USB en los marsupios para cargar los distintos electrónicos que transporto conmigo. Así, de paso, gasto energías sin hacer ejercicio. Pero eso es otra operación, quería estar seguro de querer conservar la novedad antes de instalar el marsupio 2.0.
El único problema que encontré hasta ahora es que a veces me voy a bañar y me dejo cosas en los bolsillos. Ya quemé cuatro celulares. Pero creo que es cuestión de acostumbrarme. Me dieron la opción de poner cierres relámpago en los marsupios, pero me pareció poco higiénico. Yo me conozco. Sé que si no me obligo, no me los voy a lavar nunca.
Así que les recomiendo el marsupio personal. Hay varios modelos, se puede colocar uno en la espalda para funcionar como mochila, en el vientre o en los brazos. Sospecho que pronto será algo muy popular.

Fuga del cuerpo

Sentí como una presión en el pecho. Me faltó un poco el aire, y atiné a toser instintivamente. Tosí algunas veces pero supe que no era suficiente. Entonces seguí tosiendo más fuerte hasta que expectoré a mi corazón.
El corazón se alejó de mí mientras rebotaba en el piso. Lo quise seguir pero no pude acercarme. Se estaba escapando de mí. Antes de que lo pudiera asimilar, noté que mi ombligo se abría y una masa rojiza salía de mi interior. Era mi hígado, lo reconocí aunque nunca lo había visto. El hígado siguió los pasos del corazón y se llevó consigo a los intestinos, que estuvieron un rato largo saliendo de mi cuerpo.
Decidí que era prudente ir al médico. No sabía qué decirle, pensé que lo mejor era explicarle la situación aunque le resultara extraño. Pero mis piernas tenían otra idea. Yo fui hacia el consultorio y ellas a otro lado. Primero se liberó de mí la pierna derecha, que comenzó a renguear en la dirección a la que se habían ido mis órganos. La izquierda lo siguió rápidamente, y cuando la alcanzó ambas piernas pudieron dar verdaderos pasos.
Me pareció prudente llamar a un médico. Tenía miedo de perder más partes del cuerpo en el camino. Cuando quise agarrar el teléfono mi oreja izquierda se negó a recibir el tubo. Lo mismo hizo la derecha. Ambas orejas empezaron a girar cuando acercaba la mano. Con ellas giraba la cabeza. Pronto la cabeza giró a tal velocidad que se desenroscó de mi cuerpo y se fue en la misma dirección.
El hueco dejado por la cabeza fue aprovechado por varios órganos que todavía se encontraban en mí para fugarse. Perdí las amígdalas, los pulmones, el estómago y la vesícula. Luego de un rato mi interior quedó vacío.
Sólo me quedaba la fidelidad de los brazos. En un momento sentí que se desprendían y también me abandonaban, pero lo que se desprendió fue el envase del torso, que se fue rodando a encontrarse con sus compañeros.
Cuando llegó el médico sólo encontró mis brazos, salvo la mano izquierda y el codo derecho, que para entonces ya se habían ido. El médico no se dio cuenta de mi presencia. Creyó ver sólo un par de fragmentos de restos humanos. Y en cierto sentido tenía razón.
Cuando me vi desde los ojos del médico, que era la única posibilidad de verme, comprendí que no tenía sentido pretender lealtad por parte de los brazos, y los liberé.
Con un gesto de tristeza se marcharon en la misma dirección que el resto de mi cuerpo. Nunca supe adónde. Me llegó el rumor de que el cuerpo se volvió a ensamblar en un lugar lejano, libre ya de mi influencia.
Espero que, lejos de mí, mi cuerpo pueda ser feliz.

Ejecución tensa

Luis XVI se dirigía al patíbulo. La guillotina estaba preparada. Su buen funcionamiento había sido certificado horas antes por un notario público. Se vivía el momento más tenso de la historia de Francia. Aunque todos los reyes anteriores habían muerto, no era frecuente que el monarca fuera ejecutado. La inusual situación provocaba mucho nerviosismo en el país.
El más tenso, aunque intentara mostrarlo como gallardía, era el rey. De cualquier manera la tensión era palpable en todo el trayecto desde la cárcel hasta el patíbulo. Algunos tenían miedo de que la conexión entre el rey y la divinidad fuera cierta y gracias a ella el rey pudiera hablar luego de que se le cortara la cabeza y arengara al pueblo para que se levantara contra la Revolución. Otros temían que el rey, antes de someterse al castigo, motivara a los presentes con su oratoria.
Pero nada de eso ocurrió. El pueblo acompañó el trayecto hacia el patíbulo con un silencio que mostraba el respeto por la investidura del rey y también dejaba percibir la tensión extrema del momento. El rey permanecía con la frente en alto.
Cuando llegó el momento de llevar a cabo la condena, el verdugo guió al rey hasta la guillotina. No era una ejecución más para el verdugo. En general el condenado estaba nervioso, pero esta vez eran ambos. Con hidalguía, el rey se colocó en la guillotina, se ajustaron los últimos detalles y se ordenó la caída de la cuchilla. La canasta esperaba el instante de recibir a la cabeza del rey.
La cuchilla comenzó a caer, y en ese momento ocurrió algo extraordinario. La tensión del entorno se había transmitido al cuerpo del rey, y su cuello estaba tan duro que al entrar en contacto con la cuchilla la partió en dos.
Los asistentes expresaron su estupor por lo ocurrido durante unos segundos. Inmediatamente se ordenó a la policía dispersar a la muchedumbre, para evitar nuevos inconvenientes. El rey se sorprendió por haber vencido a la guillotina. Sonrió en secreto mientras se cambiaba la cuchilla por una de repuesto.
Cuando estuvo lista, el rey fue acostado de nuevo en la máquina. Aceptó las instrucciones con confianza. Creía que la nueva cuchilla también se iba a partir, y por eso se relajó. El cuello relajado permitió el buen funcionamiento de la cuchilla, y Francia se quedó sin rey.

Sed

En la Cervecería Modelo de La Plata dan maní gratis. La idea es que el cliente pida cerveza, y en general lo consiguen. Por eso cuando se acaba el maní vuelven a traer. Pero no es eso lo que destaca a la Modelo entre los muchos lugares que tienen esa costumbre. Lo que distingue a la Modelo es que las cáscaras de maní se tiran al piso, lo cual genera un placer inigualable.
En todas las mesas los clientes de la cervecería reciben maní, lo comen y tiran la cáscara al piso. El piso queda cubierto de ellas. Parece el suelo peludo de una peluquería. Al caminar por ese suelo, muchos pisan intencionalmente las cáscaras descartadas para que se genere el ruido crocante característico.
No paré de comer maní en mi visita a la Modelo. Empleé distintas modalidades para descartar las cáscaras. Rompía una y la tiraba al suelo. Rompía varias, juntaba un montón y tiraba todo el montón al piso. Después, cuando me levantaba por cualquier motivo, pisaba con alegría el suelo crocante. Comí cualquier cantidad de maní.
Todo el maní me terminó dando una sed como nunca había sentido. Tenía tanta sed que me tomé toda la gaseosa que pensaba que me duraría la cena entera. Pedí otra, luego una más, luego otra, y otra. La sed no se me iba. Terminé las existencias de gaseosa, y tuve que pedir cerveza, a pesar de que no acostumbro tomarla. La sed resistió a las cervezas y a todas las otras bebidas. Llegó un momento en el que me echaron del baño porque no paraba de tomar agua de la canilla. Me tuve que ir del lugar, pero mi sed seguía intacta.
Vacié los quioscos y estaciones de servicio en el camino hacia la autopista, sin que mi sed sufriera modificaciones. Al contrario, era cada vez mayor. Estaba tan desesperado que cuando pasé por los piletones del sistema de distribución de agua, me bajé de la autopista y me tomé toda el agua. La sed se calmó un poco, pero minutos después volvió en todo su esplendor. Entonces salí definitivamente de la autopista, me interné en el Río de la Plata y me lo bebí completo.
Bebí también el Riachuelo y el arroyo Maldonado. Mi sed seguía aumentando.
La desesperación que tenía era enorme. Ya no me hacía nada tomarme una botella de agua o un bidón de veinte litros. La sed ni se mosqueaba con esas cantidades. Me tomé los lagos de Palermo y el Parque Centenario, luego me fui hasta el delta del Tigre y bebí, así como venían, el Paraná y el Uruguay.
Como no era suficiente, fui hacia el otro lado y me tomé el océano Atlántico, luego el Índico y más tarde el Pacífico. Pero el agua salada me hizo peor. La sal me dio aún más sed, y tuve que ir a las altas montañas, a los deshielos, a los grandes lagos y a todos los ríos del mundo.
Cuando terminé de beber el último río, noté que la sed se estaba yendo. Bebí los últimos sorbos lentamente, hasta que sentí que me saciaba. En ese momento suspiré aliviado y me relajé. Pero me duró poco tiempo, porque al relajarme me vinieron ganas de ir al baño, y supe que todavía faltaba la mitad de la experiencia.