Gratificación dudosa

Una vez se me pinchó una goma del auto, y tuve que ir a la gomería a reemplazarla. Un empleado me atendió amablemente, y me reemplazó la llanta agujereada. Ya que estaba, aprovechamos para hacer alineación y balanceo. También me dio un café para tomar mientras esperaba.
Cuando le iba a pagar me dijo que fuera a la oficina, donde me darían la factura correspondiente. Subí la escalera que conducía al pulcro cuarto, donde un empleado administrativo, o el dueño de la gomería, me cobró.
Cuando bajaba la escalera para buscar el auto, me pareció que debía darle una propina al que había hecho todo el trabajo con tanta dedicación. Pero no estaba seguro. ¿Era correcto dar propinas a los empleados de gomería?
Como no suelo ir a este tipo de establecimientos, no conocía la etiqueta correspondiente. Y me parecía mal preguntarle, así que me puse a ver si podía deducir. Pensé que no debía ganar mucho el empleado, y que le vendrían bien unos pesos adicionales. Sin embargo, tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que le molestara recibir un dinero adicional. Tal vez estaba contento con su trabajo, y su amabilidad no era una forma de ganarse una propina sino su manera de ser.
Ahora, si su amabilidad era sólo una forma de ganarse la propina, yo tenía menos ganas de dársela. Interpretaba que no era amabilidad verdadera, sino casi una forma de adulación. Si le daba propina estaría estimulando esa forma de mentira, y eso era algo que no quería hacer.
En cambio, si era verdadera su amabilidad, al darle una propina estaría recompensando su actitud, y sería una obra de bien darle. Pero en ese caso también podría haberlo ofendido, él podía pensar que yo pensaba que su amabilidad era sólo para obtener la propina. Así iba a quedar mal yo, y no tenía ganas de que esa fuera mi imagen final ante un tipo tan amable.
Por todo esto, decidí que era más seguro no darle nada. Pero no me gustaba demasiado. Entonces se me ocurrió una solución parcial. Podía comprarme una gaseosa en la máquina de la gomería y dársela. Para no hacer ver que le estaba comprando alevosamente una gaseosa a él, luego de adquirirla la abrí y tomé un poco. Después le ofrecí el resto, pero no quiso. Entonces le dí la mano y me fui.
La siguiente vez que fui a la gomería, habían puesto un letrero que decía “su propina no molesta”.

Piedra cartón de

Cerca de casa hay un negocio de ropa. En la vidriera había un maniquí que, según me pareció en una ocasión, me miraba con ganas.
Desde ese día, empecé a prestarle más atención. Y todos los días aparecía con ropa distinta, como para encender mi curiosidad. Me dio la sensación de que estaba probándome, a ver qué me gustaba. No quería devolverle las señales porque, por más que representara a una mujer atractiva, yo sabía que se trataba de un maniquí.
No sabía si me estaba volviendo loco o qué. Pero no me pasaba con ningún otro objeto. Las horas transcurrían normalmente, y siempre recibía sutiles señales del maniquí. Podía ver que, cada vez que me acercaba, al maniquí se le iluminaban los ojos plásticos. De cerca podía ver un tinte rojizo en su cara que de lejos no estaba.
Resolví hacerme un test psicológico, por las dudas. No quise contar el motivo, dije que era para sacar el registro de conductor. Me hicieron una batería de exámenes que dieron normales. Se me otorgó el visto bueno para manejar autos. Al regreso, pasé por la vidriera y el maniquí, al verme, me guiñó un ojo. Fue algo muy sutil. Pregunté con delicadeza a algunas de las personas que miraban la vidriera: “¿no les dio la sensación de que este maniquí como que guiñaba un ojo?”. Pero nadie me contestó la pregunta, prefirieron ignorarme. Varios dieron un paso hacia atrás para alejarse de mí.
Ahí me dí cuenta de que explorar este asunto no podía traer nada bueno. El interés del maniquí ya había logrado que yo mismo dudara de mi cordura, y no tenía intención de generar esa misma duda en otras personas. Así que decidí evitar pasar por la vidriera.
Fue difícil, porque el negocio estaba muy cerca de casa. Para no pasar por ahí tenía que dar una vuelta de como cuatro cuadras. Pero prefería hacerlo. Hasta que, meses después, decidí pasar discretamente, en auto, para ver si ya lo habían retirado de servicio. Pude ver que aún estaba ahí, con cara de melancolía.
Al ver el maniquí, aceleré. No quería que me viera. Llegué a casa y me senté a mirar televisión.
Unos minutos después oí el timbre y tuve una sensación rara. Atendí el portero y nadie contestó. Entonces fui a la puerta y vi que ahí, en el umbral de mi casa, estaba el maniquí. Tenía una expresión que interpreté como un enojo. Pero no me dijo nada, porque era un maniquí.
Decidí que lo mejor sería llevarlo al negocio antes que alguien lo encontrara en mi domicilio. Cuando llegué con el objeto a cuestas me encontré con que la vidriera estaba rota. Un ladrillo yacía en la vereda junto a un montón de vidrios rotos.
Me presenté ante una empleada y dije que había encontrado el maniquí en la puerta de mi casa, y que pensaba que era de ellos. La empleada no me creyó. Llamó a uno de los policías que estaban investigando el robo del maniquí y me señaló como el culpable.
Me llevaron a la comisaría, y me alojaron entre cuatro paredes blancas. Después me llevaron a declarar. En ese momento evalué la situación. Tenía que explicar lo que había pasado y conseguir que me creyeran. Me pareció más fácil aceptar los cargos y pagar la multa.
Cuando me retiraba de la comisaría, pasé por la sala de evidencias. Desde el pasillo vi que se encontraba ahí el maniquí. No tuve tiempo para detenerme a mirar, pero me pareció ver lágrimas en sus ojos.

Monedas mágicas

Dicen que existió una moneda de la fortuna. Aquel que la poseía era afortunado en los negocios y prosperaba rápidamente. Cuando la gastaba, el receptor pasaba a ser el afortunado. Así, la suerte se turnaba entre muchas personas.
Existió también la moneda de la felicidad, que proporcionaba la dicha durante el lapso en el que su poseedor la mantuviera en su poder. Había, además, monedas del amor, de la salud y de la inmortalidad.
Junto con ellas, el Banco Central había emitido monedas de la desdicha, el desamor, la enfermedad y la muerte. Todas las monedas circulaban entre las de curso legal y afectaban la vida de quienes se topaban con ellas.
Los poseedores no sabían que estaban ante monedas mágicas. En ocasiones alguien mantenía una en su poder durante un tiempo prolongado, por casualidad, y experimentaba los poderes de la moneda sin atribuirlos a ella. Luego, indefectiblemente, la gastaba y su suerte volvía al cauce normal.
Con el tiempo, las monedas de la suerte dejaron de circular. Los cambios de denominación hicieron que la gente ya no aceptara dinero sin vigencia. Los dueños transitorios de las monedas de la suerte las guardaron y olvidaron su existencia. Su fortuna sigue siendo afectada por las viejas monedas, y siguen sin saberlo.
El Banco Central, por su parte, hace muchos años que abolió la práctica de acuñar monedas de la suerte. Hoy sólo se dedica a la fabricación de meros centavos.

El abedul que quería caminar

Había una vez un abedul que quería caminar. Pero no podía porque tenía las raíces clavadas en la tierra. Pasaba todos los días en el mismo bosque, aburrido de contemplar siempre el mismo paisaje.
Veía cómo distintos animales llegaban a su cercanía. Algunos se trepaban a él, otros se colgaban, otros volaban hacia las ramas y formaban allí su hogar.
El abedul quería conocer el mundo. Sólo podía ver los alrededores desde lo alto de su copa, pero eso le bastaba para darse cuenta de que el mundo no se agotaba en lo que era capaz de apreciar.
Para poder zafarse del lugar donde estaba atrapado, el abedul decidió hacer crecer las raíces hacia arriba. Pensó que así por lo menos no se estancaría más, y tal vez conseguiría ser libre de alguna manera. Con mucha paciencia esperó el crecimiento de las raíces hasta que comenzaron a verse saliendo del suelo alrededor del tronco. Parecían pequeños árboles que lo rodeaban.
Los distintos animales comenzaron a treparse de las raíces, y poco a poco las fueron sacando de la tierra con su fuerza. El abedul pudo ver que su plan estaba funcionando, aunque le costaba más tomar agua. Pero no era problema, porque llovía seguido y las raíces todavía podían obtener lo necesario para que el abedul subsistiera.
Llegó un momento en el que sus raíces estuvieron completamente fuera de la tierra. El abedul se sintió libre y quiso usarlas para alejarse del bosque. Pero no sabía caminar y las raíces no estaban acostumbradas a soportar el peso de todo el árbol.
El abedul, entonces, decidió armarse de paciencia una vez más. Sólo iba a dar pasos cuando estuviera seguro de que podía darlos. Si quería cumplir su sueño de caminar debía aprender a hacerlo y no podía darse el lujo de cometer un error.
En las siguientes semanas pudo por fin alejarse unos centímetros del lugar donde había estado toda su vida. El abedul estaba contento porque su sueño se estaba haciendo realidad, aunque sabía que aún debía aprender mucho para poder llegar a un lugar distinto.
Un día de viento todo cambió. El abedul no sabía qué hacer. Sus intentos de caminar lo desestabilizaron. La confianza que había generado con el éxito de los días anteriores lo traicionó. Dio un paso en falso y cayó al suelo del bosque. Aunque no había nadie para escucharlo, la caída causó un gran estruendo.
El abedul supo que no podría levantarse. Pero no se sentía derrotado, porque se había esforzado para concretar su sueño. Era mejor caer así que morir de pie.
En los meses siguientes, varios hombres entraron al bosque y vieron al abedul caído. Nadie se pudo explicar por qué la base del tronco estaba tan lejos de su huella.

Medias finas

Se acercaba el verano, ya estaba haciendo más calor. Ese día decidí alterar la rotación habitual de las medias. Hurgué en el cajón y encontré unas que hacía mucho que no me ponía. Eran medias muy finas que con el uso se habían vuelto aún más finas. Justo lo que necesitaba para un día de calor.
Me puse las medias y los zapatos. Cuando empecé a caminar noté que los zapatos se iban de mis pies. Las medias no eran lo suficientemente anchas como para mantenerlos en el lugar. Pero no quería cambiarlas, eran muy refrescantes. Decidí vivir con ese pequeño problema.
Salí de casa. Tenía que ir al supermercado. En el camino tuve dificultad para controlar el escape de los zapatos. Me hubiera ajustado los cordones, pero eran mocasines. Llegó un momento en el que los zapatos lograron su cometido y se escaparon. Los seguí, pero al haberse liberado de mi peso iban mucho más rápido y los perdí de vista.
Llegué al supermercado. Antes que nada me compré un par nuevo, más ajustado. Hice todas las compras, la cola de la caja, los trámites del envío a domicilio, pagué y me fui. Tenía que ir al banco a pagar una factura. También, ya que estaba, pasé por el agente de mi celular para que me cambiaran el chip. Antes de volver a casa, como gracias a las medias finas no sentía calor en los pies, aproveché para comprar cartuchos para la impresora y cambié monedas para poder viajar en colectivo al día siguiente.
Cuando volví a casa, en el umbral estaban mis zapatos. Habían vuelto. Me dio alegría, porque suponía que no los iba a ver más. Así que los agarré con las manos y los entré.
Cuando los iba a dejar en el piso, noté que las suelas tenían restos de papel picado. Miré con más atención y encontré enganchado en la hebilla el talón de una entrada. La reconocí: era la entrada a la montaña rusa a la que me gustaba ir, aunque no podía hacerlo seguido. En ese momento me dí cuenta de que mis zapatos acababan de tener un día mucho más interesante que el mío.

Mi nube

Vivo en el último piso de un edificio alto. Además de tener una vista magnífica de toda la ciudad, la altura me da un panorama meteorológico amplio. Veo venir las tormentas con anticipación.
Ese día vi que se acercaba una tormenta, y noté que las nubes estaban inusualmente bajas. Algunas estaban muy cerca del edificio. Me preparé para una tormenta fuerte. Fui a cerrar las ventanas. Cuando llegué, encontré que una nube solitaria se dirigía hacia mi balcón. Era una pequeña nube, rodeada de densos nubarrones y con movilidad propia. Como me dio ternura, mantuve la persiana del balcón abierta para invitarla a pasar.
La nube entró a mi departamento. La quise agarrar pero no pude, mis manos la atravesaban. Hacía su camino por el departamento. Cambiaba de forma cuando encontraba algún obstáculo. Cuando se encontró con la biblioteca, se escabulló entre los libros convirtiéndose en decenas de nubecitas. Unos minutos más tarde, las nubecitas salieron de la biblioteca y se volvieron a unir.
Cuando volvió a integrarse la nube original (o, quién sabe, una nube nueva) estaba más oscura que antes. En ese momento me dio miedo de que lloviera adentro. O peor, de que lanzara alguna descarga eléctrica. Entonces decidí guardarla para devolverla al cielo en un día más agradable. Tomé una caja de galletitas y la puse en el camino de la nube. Cuando estuvo adentro, la cerré.
Al día siguiente, mis hijos vieron la caja de galletitas y pensaron que había comprado algo para la merienda. La abrieron con interés. La nube había recuperado su color blanco saludable. Mis hijos la vieron y no supieron que era una nube. Creyeron que era un copo de nieve. Entonces llevaron cucharas para comerla. Cuando entré a la cocina y los vi los quise parar, pero no hacía falta. Las cucharas atravesaban la nube y no podían sacar ningún trozo.
Comprendí entonces que una casa de familia no es el lugar más adecuado para una nube y decidí liberarla. Salí al balcón con la caja de galletitas y la lancé hacia el cielo, como un balde de agua.
La nube salió de la caja y se quedó unos minutos cerca de mí. Me la quedé mirando mientras derramaba algunas gotas de lluvia, como si llorara. Luego se levantó un viento que la llevó hacia nuevos horizontes.

El carro que me quería

Elegí en la entrada del supermercado un carro de los muchos que tenían disponibles. Podía haber elegido cualquier otro, pero me quedé con ése. Lo llevé con las dos manos hasta la entrada del salón de ventas.
Una vez adentro, el carro empezó a dictar dónde ir. No respondía a mis mandos, sino que tomaba la iniciativa y cambiaba la dirección. El carro me llevaba, y aunque al principio me resistí un poco, yo me dejé llevar.
El carro me guió hasta donde estaban los productos que quería comprar. Cuando yo quería ir a una góndola específica, el carro se negaba y me instaba a tomar otra dirección. Varias veces en esa otra dirección podía encontrar los mismos productos en marcas más baratas.
El carro estaba de mi lado. Formábamos un equipo estupendo. Yo le daba impulso y él me llevaba a las partes más convenientes del supermercado. Conocía muy bien el lugar, lo recorría todos los días. Y evidentemente yo le había caído simpático.
Cuando terminé la compra me guió hasta una caja en la que había más gente que en otras, pero fue la primera que se desocupó. Me esperó pacientemente mientras lo descargaba, pagaba y volvía a cargarlo con los mismos productos, ahora embolsados.
Luego de pagar me llevó hasta el auto, y pronto llegó el momento de despedirnos. No lo pensaba dejar en el medio de la playa de estacionamiento. Quise llevarlo hasta su sitio de descanso. Pero el carro se resistía. No quería volver a la rutina del supermercado. Quería quedarse conmigo, acompañarme a mi casa y tal vez guiarme en mi vida. Pero no era posible. No tenía lugar en el auto, ni uso para un chango de supermercado en casa. Aunque pudiera doler, era el momento de separarnos y seguir cada uno su camino.
Tuve que levantar las ruedas de adelante para poder llevar al carro a su lugar. Supongo que se habrá sentido decepcionado, pero estaba seguro de que a la larga lo entendería.
Lo estacioné y me quedé unos segundos contemplándolo. En ese instante se acercaron dos viejas, y una de ellas tomó el carro y enfiló hacia la entrada del supermercado. Yo sentía que el carro me extrañaba, pero igual debía irme. Ya no tenía nada que hacer ahí. En eso, una de las dos viejas le dijo a la que llevaba el carro “no, mejor otro, éste tiene la rueda trabada”, y cambiaron de carro.
Me alejé entristecido. Hay gente que no tiene sensibilidad.

Umbrales

Subí a un umbral. Creí que estaba llegando, que me esperaba un mundo mejor, o por lo menos algo distinto. Pero no fue así. Para mi sorpresa, me encontré con otro umbral.
Entonces subí al otro umbral. Ahora sí, pensé, ha llegado el momento que estaba esperando. Iba a pasar del blanco y negro al color. Iba a convertirme en una persona mejor luego de dar aquel paso. Sin embargo, el umbral sólo conducía a un tercer umbral.
Decidí que, ya que la vida me había llevado hasta ese lugar, me debía a mí mismo subirlo. Al hacerlo, podría encontrar la respuesta a todas las preguntas de la vida, podría tener revelaciones nunca imaginadas por nadie, podría ver el mundo de otra manera. Lo subí entusiasmado, sólo para encontrarme con un umbral más.
Fastidiado aunque optimista, lo tomé como un desafío. ¿Quién podía saber adónde me conduciría ese umbral? Estaba claro que me iba a elevar, y tal vez esa pequeña diferencia de altura en mi cuerpo tendría efectos inconmensurables en mi alma. Era dudoso que ocurriera algo así, pero no podía dejar pasar la oportunidad, por más pequeña que fuera. Entonces subí al umbral.
Al apoyar los pies en ese umbral, vi que lo seguía otro.
Decidí que debía subir ese nuevo umbral aunque no me llevara a ninguna parte. “El camino es la recompensa”, y me vi inmediatamente recompensado con un nuevo umbral para seguir caminando.
En ese momento comprendí lo que ocurría. Supe que en vez de dar pasos sobre umbrales estaba subiendo una escalera. Era así. Miré hacia atrás y vi la escalera con una claridad inmensa, como nunca había visto nada en mi vida. Pensé que tal vez esa revelación, a esa altura de mi existencia y de la escalera, era trascendente. Era posible que mi intención de subir un umbral y la acción sucesiva de terminar en una escalera tuvieran un significado profundo para mi vida. Tal vez subir esos escalones era, en algún sentido, lo mismo que vivir. Me encontraba en la escalera de la vida.
Entusiasmado, decidí que debía seguir subiendo. Levanté mi pie derecho para subir no ya un umbral sino el siguiente escalón, y me propuse pisar con firmeza, aferrado a la vida y a la armonía con mi entorno.
El entusiasmo me había generado tanto impulso que quise seguir subiendo. Al dar el último paso busqué un escalón que no existía, pisé en falso y me caí. Fue en ese momento cuando supe que estaba en el final de la escalera. Ya no había más escalones para subir.