Compañeros de pileta

La compañía humana es mejor que la soledad, pero está lejos de ser ideal. Esta idea es notoria en el confinado espacio de las piscinas. No hay nada peor que compartir pileta con personas incompatibles. La gente se pone pesada, empiezan a salpicar a los demás, se ponen a competir innecesariamente, se tiran de bomba, acaparan las colchonetas o se pelean por ellas. Hay gente que no quiere ir a la parte honda, gente que quiere jugar a la pelota donde los demás nadan, gente que se olvida la toalla, gente que pretende meterse vestida, gente que tira a la pileta a los que no quieren meterse. La gente puede ser muy hinchapelotas.
Nadie quiere ir a una pileta pública. Incluso en los countries, donde ya ser miembro es un privilegio, la gente construye su propia pileta donde sólo admiten selectos invitados. No quieren someterse al ruido de la chusma. Y encima siempre está el peligro de que los demás tengan hongos y los contagien.
Es mejor, entonces, evitar la presencia de personas. Me parece que lo que necesito es otra clase de compañía. A mi pileta le hacen falta delfines. Tengo que conseguirme un par de delfines sueltos. Tendría que pedirles a los de Mundo Marino que me reserven un par, o tal vez rescatarlos moribundos de la orilla del mar. Pero tengo que llevarlos de muy cachorros. Así se acostumbran a mi pileta, que no es tan grande como un océano.
Será su hábitat permanente. Voy a tener siempre compañía cuando quiera ir a la pileta. Los delfines son muy sociales, entonces me van a dar la bienvenida. Van a querer jugar conmigo. Les voy a enseñar pruebas, para que las practiquen. Los días de calor, voy a tirarme a la pileta y jugar a ser un delfín más. Eso va a estar bueno. Voy a mostrarme como uno de ellos, y ellos me van a aceptar, porque me van a haber conocido de toda la vida. Cuando estén crecidos me llevarán en sus espaldas como caballos. Voy a querer estar todo el día en la pileta con los delfines. Y cuando no esté, me van a extrañar. Me van a llamar, no van a callarse hasta que aparezca y nos demos un abrazo.
Pero no voy a estar siempre en la pileta. Tarde o temprano voy a salir, porque tengo otras cosas que hacer en mi vida. Mientras esté nadando, me consideraré un delfín, y ellos también. Cuando salga, me considerarán un delfín que sale del agua. Y pronto empezarán a razonar. Los delfines son inteligentes. Se darán cuenta de que si yo, delfín como ellos, puedo salir del agua, ellos también pueden. ¿Qué se los impide? Y practicarán la forma de salir.
Lograrán trepar los escalones de la pileta, parados, hasta lograr estar afuera del todo. Empezarán a corretear por el jardín. A oler las flores, cazar abejas, revolcarse sobre el pasto. Y un día me van a golpear la puerta de la casa. O, si la dejo abierta, van a pasar tranquilos. Esquivarán fácilmente el mosquitero y se secarán la cola en el felpudo para no mojar el piso. Vendrán a ser delfines terrestres conmigo.
Yo les voy a dar la bienvenida. Los voy a dejar en casa, mirando televisión, mientras voy a trabajar. Hasta que un día los voy a ayudar a conseguir trabajo. Así los delfines tienen una vida productiva. Serán aceptados en el mercado laboral, porque ofrecen cualidades que nadie más tiene en el mercado. Los delfines son inteligentes. No les costará llegar lejos. Se harán una posición en la sociedad, y llegarán a comprarse casas propias.
Cuando eso ocurra, estoy seguro de que algún día me van a invitar a la pileta.

Ya no ser yo

Yo deseo ser vos. Y sé muy bien que si fuera vos, desearía exactamente lo mismo. O sea ser yo. Pero no este yo que soy ahora. Porque ese yo no sería en ese momento. Desearía ser vos, y ese vos vendría a ser, sin saberlo, yo.
Eso es lo que me pasa en este momento también. Cuando aspiro a ser algún otro, en realidad estoy aspirando a ser yo. A que ese otro sea yo, y yo ser ese otro. Nunca lo voy a lograr, y eso me frustra. Me hace desear ser una persona con más recursos para cambiar de persona. Y sé que no hay nadie que pueda hacer eso. Entonces me frustro más, porque ni siquiera es algo a lo que sea razonable aspirar. Una cagada.
Tengo, entonces, que conformarme con ser yo. Puedo ir cambiando, sí, no soy el mismo yo que era antes, y sin embargo lo soy, aunque distinto. Pero esa es mi naturaleza, ir cambiando, entonces lo permantente de mí se mantiene.
Tal vez lo que tendría que hacer es distanciarme de mí mismo en forma temporal. O sea, continuar mi evolución en el plano mental, pero mantener la conducta que tengo ahora. Que lo que pienso y lo que hago se vayan divorciando hasta que mi persona me resulte irreconocible, o incluso desagradable.
Sé que es difícil. Pero lo voy a intentar. Si lo logro, tenés que saber que el yo con el que estoy hablando, que para vos es el vos, no es el yo verdadero. Seré un impostor de mi propio cuerpo. Si las cosas que hago te joden, por favor sabé que es probable que a mí también. Pero no podré hacer nada. Ya no seré yo.

Garantía extendida

Ya desde el vamos no me gusta que me ofrezcan garantía. Si un producto está garantizado por un año, pienso primero que estoy comprando algo falible, y en segundo lugar, algo que no me están dando mucha confianza de que vaya a durar en buen estado más que un año. Por lo menos podrían garantizar el buen funcionamiento del equipo durante el tiempo que estoy pagando las cuotas.
Las casas de electrodomésticos se han hecho eco de esta sensación, y ofrecen el servicio de garantía extendida: se trata de complementar el período de fábrica, dando la tranquilidad al comprador de que si se le rompe va a poder arreglarlo gratis o semigratis. Lo sentimos, equipos que no se rompen no están a la venta.
Cuando compré el lavarropas me ofrecieron hacerlo. Implicaba un costo algo superior al ya importante precio del producto. Pero me pareció que valía la pena. Quedarme sin lavarropas ya es problemático, como para encima tener que pagar un fangote de reparación. Decidí que era lo mejor.
Y, efectivamente, el período de garantía original pasó sin que se rompiera. Los fabricantes debían saber que no se iba a romper tan rápido. Me puse contento de haber pedido la garantía extendida, porque estaba cubierto por dos años más.
Claro que al tiempo empecé a estar algo intranquilo. Me di cuenta de que lo que había hecho no era otra cosa que una apuesta. No sólo aposté a que mi lavarropas se iba a romper, sino que la reparación iba a costar más que lo que había pagado por esa tranquilidad de poder arreglarlo. Y me sentí mal, porque me di cuenta de que estaba deseando amortizar esa plata que puse, y eso implicaba la necesidad de que el lavarropas se rompiera.
Pero no se rompía. Resultó un producto sólido el muy condenado. Pasó el primer año suplementario, y nada. Entraba ropa sucia, salía ropa limpia. Un desperdicio. Era como las veces que voy al médico, me hace esperar una hora y después me dice que no tengo nada. No hay retorno de la inversión.
Me daban ganas de sabotear el lavarropas. Pero eso implicaba fraude, que estaba específicamente prohibido por los términos de la garantía. Era trampa, y lo entendía. El lavarropas debía romperse por sí mismo. Empecé a pensar que los de la casa de electrodomésticos también sabían lo que hacían, y tenían mucha más confianza que yo en sus productos. Estaban vendiendo una reparación que probablemente no iban a tener que hacer. Es un buen negocio. Si fuera ellos, haría lo mismo.
Pero soy yo. Y ya había pagado. No me servía para nada arrepentirme. Ya había decidido no pedir la extensión nunca más, y tomar el costo de ésa como un aprendizaje. Estaba claro que el período iba a pasar sin incidentes. Prefería pagar una eventual reparación antes que volver a pasar por esa angustia.
Hasta que, el mismo día que vencía, ocurrió lo que esperaba. El lavarropas me rompió la ropa que puse a lavar. Era la oportunidad. Pero ya no quedaba mucho tiempo. Debía llevarlo al local antes de que fuera demasiado tarde. Tuve que salir temprano del trabajo, desconectar el aparato y cargarlo en el auto. Comencé entonces una carrera contra el tránsito. Sabía que tenía hasta las 6 de la tarde. La emergencia convirtió al auto en ambulancia. Tuve que pasar semáforos en rojo, meterme contramano, subirme a veredas. Hasta que llegué al local, estacioné y bajé el lavarropas. Luego corrí con él, hasta apoyarlo sobre el mostrador, jadeante y triunfal, cuando faltaban apenas segundos para la hora de cierre.

Explicar este mundo

El mundo es grande y complejo. Ocurren fenómenos que no estamos en condiciones de comprender del todo. Pero igual lo intentamos. O yo lo intento. En algún lado tengo la idea de que voy a poder entender, en algún momento, cómo funciona el mundo. Sé que es imposible, pero eso no es motivo para abandonar la búsqueda. La cantidad de variables, aunque enorme, es necesariamente finita. Aunque sé que no voy a poder solo, por lo menos puedo hacer aportes para que, tarde o temprano, la humanidad se acerque a explicarlo todo.
Hay cosas fáciles de comprender, cosas difíciles. A veces lo que parece está peleado con lo que es. Se requiere análisis, detenimiento, pensar cosas distintas. Y voy encontrando respuestas, que a su vez me iluminan para generar nuevas preguntas, preguntas que nunca se me habían ocurrido. Siento, entonces, un avance que me anima a seguir.
A veces, sin embargo, me choco contra misterios que sé que nunca voy a poder resolver. ¿Cómo se puede explicar un mundo en el que existe el alfajor de fruta? Acumulo experiencia, lecturas, estudios, conclusiones, y mientras hago todo eso, distintas fábricas elaboran alfajores rellenos con mermelada indefinida. Pero no es eso lo que requeriría explicación. Eso es fácil de explicar: la gente experimenta. Lo que no se puede explicar es que los alfajores de fruta tengan mercado. Existe gente que va voluntariamente a los quioscos y pide un alfajor, no de dulce de leche, no de mousse, sino de fruta. Se animan a hacerlo. No les importa si los van a mirar mal. Y no sólo piden, sino que consiguen. En el quiosco hay alfajores de fruta esperándolos.
Después van y se los comen. Puede ser que no todos los coman. Es posible que alguna gente crea que sus hijos o nietos tendrán mejor salud si comen un alfajor de fruta. Después de todo, tiene fruta, y la fruta hace bien. Eso lo puedo entender. Y puedo entender también que esa gente interprete la resistencia de los destinatarios como un obstáculo superable con educación, similar al de las verduras.
Sin embargo, he visto personas que además de comprar un alfajor de fruta, lo comían. Y no sólo eso: hacían como que lo disfrutaban. Y no era el último alfajor disponible. Era exactamente lo que querían. No entiendo cómo puede ocurrir eso, y creo que nunca lo voy a entender.
Vivimos en un mundo donde hay alfajores de fruta. También hay volcanes y terremotos, pero ésos son hechos de la naturaleza que no se producen por voluntad de nadie, al contrario que los alfajores de fruta. Tal vez un día entendamos todo lo que tiene que ver con terremotos. Puedo tener esperanza en eso. Pero los alfajores de fruta me matan la esperanza.

Volver a nacer

Nací demasiado joven. No sabía lo que hacía, porque no tenía experiencia previa. Ahora sí, pero no me sirve para nada. No sólo no está en mis planes volver a nacer, sino que ni siquiera me acuerdo cómo lo hice. Entonces es lo mismo que si no hubiera aprendido nada.
Traté de leer libros sobre partos, pero ninguno está escrito desde el punto de vista del protagonista. De la única persona en cuya ausencia no hay parto. Todos son para guiar a la madre, o a los médicos, o a los personajes misceláneos que se reúnen en torno a un nacimiento. Pero ninguno me da instrucciones sobre cómo nacer. No hay ejercicios de respiración, ni posturas, ni relajaciones para sobrellevar mejor ese traumático momento.
Sin embargo, estoy seguro de que ahora me saldría mejor. Ahora sé que respirar no es la muerte de nadie. No le tengo miedo a la luz. De hecho, si me encuentro en un medio líquido, tengo la misma sensación que sospecho que tuve la primera vez que me vi fuera de esa morada inicial. No puedo corroborar que me haya sentido así, pero me conozco.
No es que tenga muchas ganas de volver a nacer. El tema es que la primera vez que uno hace algo, no es la que mejor le sale. Me imagino cómo sería el mundo si unos cuantos malnacidos hubieran tenido un poco más de práctica.
Por eso envidio a los canguros.

Si no no es no

Cuando te dicen sí, en realidad es más o menos. Cuando te dicen más o menos, es una manera suave de decirte no. Así no te duele. Pero puede ser que no entiendas el código, entonces hay momentos en los que te tienen que decir no directamente. Ese no quiere decir no.
Pero ojo, porque hay algunos no que dicen más que eso. Por ejemplo, si el no es demasiado enfático, significa que lo que sea que está en cuestión ocupa un lugar destacado en los pensamientos de quien lo niega. Entonces puede ser que el no sea un no sé si me animo, o un todavía no.
Es necesario recibir muchos no para saber diferenciarlos. Hay que evitar cometer el error de tomarlos literalmente. Un no repetitivo, sobre todo si no está provocado, indica interés. Está plantando la idea.
¿Cómo se indica desinterés? Con indiferencia. Salvo que la indiferencia sea estratégica, como irse a la pesca en el truco. Requiere sutileza conseguir que el otro plantee lo que uno no quiere plantear. En esas ocasiones hay que abrir la puerta y aguantar el no que vendrá inmediatamente.
Abrir la puerta hace notoria la presencia de la puerta. Cuando se la cierra, puede volver a abrirse. Está ahí, y el tema reaparecerá, tal vez inesperadamente. El no se hará más suave, se convertirá en un todavía no, después en un sí condicional, hasta convertirse en un sí.
Cuando llega el sí, hay que actuar rápido, antes de que pierda su sentido y se convierta otra vez en más o menos.

Las manos secas

Estaba por salir del baño, y no me parecía que me hubiera ensuciado especialmente las manos. Pero siempre me las lavo después de ir al baño. Es una cuestión de higiene. Aunque, más que eso, es una costumbre. Una necesidad psicológica que tengo incorporada. Si no me lavo las manos después de ir al baño, por más que las tenga limpias, después las siento sucias.
Entonces las lavé. Había una de esas canillas sin rosca, en las que uno aprieta un botón y no sabe exactamente con qué fuerza va a salir el agua. Me alejé instintivamente, pero fue al revés de lo que temía. El chorro era débil y corto. Era necesario apretar muchas veces el botón, algo que no era muy higiénico. Pero ya no podía arrepentirme, me había enjabonado y era necesario sacarme eso de las manos.
Con un poco de paciencia lo logré. Pasé entonces al secador. Era de los que tiran aire caliente. O mejor dicho, de los que alguna vez tiraron aire caliente. Era lo suficientemente moderno como para no tener interruptor. Se daba cuenta de la presencia de una mano, y emitía el soplido acorde.
El problema era que el sensor no estaba en su mejor momento. Entonces había que colocar las manos en un lugar en particular, y eso limitaba los movimientos. Si me corría de donde el sensor actuaba, el aparato se apagaba. Y resultó que el lugar donde estaba el sensor no era justo abajo del extractor. Me llegaba a las manos sólo una pequeña brisa semicaliente.
Y el tiempo empezó a pasar. La gente entraba y salía del baño sin lavarse las manos. “Sucios”, pensaba yo. Algunos se lavaban y después se las secaban con los pantalones, que quién sabe por dónde habían andado.
Miré al costado y me reflejaba en el espejo. El mismo espejo dejaba ver la puerta, donde entraba gente vestida cada vez de manera distinta. Empezaron a abundar las camisas manga corta, ya no había tantos sacos. Y después no hubo más camisas. Fueron reemplazadas por algo que nunca había visto, pero que hacía la función de camisa. Los pantalones seguían estando, y la gente los seguía usando para secarse las manos, aunque las telas tenían patrones cada vez más extraños.
En los períodos de oscuridad no había mucho movimiento. Pero duraban relativamente poco. Cuando terminaban, siempre venía un señor con un balde que se sorprendía al verme, pero después me empezó a saludar. Yo hacía un movimiento con la cabeza para devolver el saludo. A veces me arrepentía, porque tenía el pelo demasiado largo y tenía que mover la cabeza de forma que no se obstaculizara mi campo visual.
Las manos ya estaban menos mojadas. El pelo que cubría mi cara era cada vez más blanco, pero igual no me dejaba ver. No es el color del pelo lo que obstruye la luz, sino su cuerpo. Para entonces no sólo me reconocía el del balde. También algunas de esas personas con no camisa me saludaban. Pero en un momento dejaron de venir. Fueron reemplazadas por otras, que al principio ignoraban mi presencia. Algunos se asustaban, como los niños, que al verme corrían a agarrarle el pantalón a los padres, y en consecuencia se mojaban las manos.
Los niños dejaban de asustarse a medida que crecían y se daban cuenta de que yo era inofensivo. Después empezaban a entrar solos, ya sin sus padres. A algunos de esos padres los dejé de ver, y antes de lo pensado empezaron a caer los hijos crecidos con hijos propios. “Yo también me asustaba con ese señor”, les contaban cuando aparecía el susto.
Para entonces ya me guiaba por los sonidos, porque había perdido la esperanza de hacer algún movimiento con la cabeza que me sacara todo ese pelo blanco de la cara. Podía darme cuenta de cuándo había luz y cuándo no, y a veces distinguía algunas formas. Aprendí a identificar las voces, aunque muchos no acostumbraban a dialogar en el baño. Por eso aprendí a identificar también las pisadas.
Pero pronto empezaron a ser muy difíciles de distinguir. Las pocas que había estaban tapadas por tremendos golpes que venían de todos lados, sobre todo de arriba. Unas pisadas decididas, sin embargo, se acercaban hacia mí. Sentí una presencia cercana, como hacía mucho que no sentía, seguramente por el olor que despedía todo mi cuerpo excepto las manos.
La voz se identificó como la del encargado. Me comunicaba que el establecimiento estaba siendo demolido. “Un momento”, le dije, “ya estoy por terminar”. Pero no me quiso escuchar. Ante mis protestas, desenchufó el aparato y lo desmontó. Dejé de sentir la corriente de aire en las manos. Puedo decir que fue como un alivio. Salí del baño con cuidado, mientras me sacaba el pelo de la cara con las manos casi secas.

Cuando los alcancé

Al empezar la escuela, estaba entre los más chicos. Todos los de los grados superiores eran más grandes que yo, y por eso tenían más experiencia. Yo tenía que aprender muchas cosas acerca de cómo había que manejarse. Pero los más grandes siempre habían tenido más tiempo, y por lo tanto habían aprendido más cosas que yo.
Se manejaban, entonces, con códigos que no entendía. Cuando pasaba un año, posiblemente era capaz de entenderlos, pero para entonces ellos tenían códigos nuevos, que habían adquirido mientras yo me ocupaba de aprender los anteriores.
Ellos aprovechaban esos códigos para burlarse de nosotros por el simple hecho de no compartirlos. Entonces me caían mal. Los más grandes no eran buena gente, y me sentía con suerte de haber nacido en el mes que nací, y no dos meses antes, lo que me hubiera mandado a formar parte de esos grupos despreciables.
Un día, sin embargo, llegué a séptimo grado, y me encontré entre los más grandes. Era una situación rara. No estaba acostumbrado a semejante cosa. Siempre había habido algún punto de referencia en el que yo no era el más grande, y de pronto lo había cruzado. Fue un año muy confuso. No me sentía como alguien grande. Aunque estaba contento de que ahora los más grandes fuéramos nosotros. Estaba, sin embargo, la idea de que tal vez no había aprendido todo lo que debía aprender. Los que estaban en séptimo grado en el año anterior tenían mucha más experiencia que yo, y seguramente todavía podrían ejercer esa influencia.
O sea, me sentía fuera de mi lugar. No nací siendo el más grande, y de pronto lo era. Pero era el mismo de antes, y seguía sintiéndome ése, y no podía respetarme como alguien grande, sabiendo que hacía no tanto tiempo era alguien chico, que miraba a los grandes desde abajo.
La situación se rectificó al año siguiente, cuando empecé el secundario y de nuevo fui uno de los más chicos. Se dio una situación similar. Los de años superiores me caían mal, porque no hablábamos el mismo idioma. Y cuando llegué al último, me sorprendía, porque me encontraba con los mismos que habían estado en primero usurpando quinto año.
Después terminé la escuela. Y de pronto caí en un sistema donde saber quién era más grande era irrelevante. Ahora el camino es individual, y me encontré con que varios de los que me caían mal por ser más grandes son perfectamente razonables.
Pero todavía, cuando me doy cuenta de que alguien es uno o dos años más grande que yo, me agarra una pequeña desconfianza.

El dinero las paga

Al final, todo el mundo culpa injustamente al dinero de los males que ocurren. Le atribuyen ser la raíz de todos los problemas, y piensan que si no existiera las cosas serían más llevaderas. Se volvería a un presunto estado natural. Porque está claro que los animales no tienen dinero, y nadie puede decir que sean infelices.
Claro que los animales tienen economía. Y una economía salvaje, que no perdona ningún error. Si vos sos un animal, y no corrés lo suficientemente rápido, te comen. Ésos son problemas, y no están causados por el dinero. Porque los animales no tienen dinero.
El asunto es que la gente intercambia cosas. No va a dejar de hacerlo, ni es necesario que eso ocurra. El dinero es una herramienta para facilitar ese intercambio. Si no existiera, tendría que recurrirse al trueque. Para que alguien nos entregue lo que necesitamos, sería preciso que nosotros tuviéramos lo que esa persona necesita. Y tal vez no.
En su lugar, tenemos lo que alguien, algún otro, necesita. Entonces se lo vendemos por una cantidad de dinero. Y con ese dinero vamos y compramos lo que necesitamos nosotros. Es muy simple. Y en teoría, mientras más le demos a la sociedad, más dinero vamos a recibir para poder hacernos de lo que necesitamos y también de lo que queremos.
Claro que hay algunas inequidades ahí. No todos los que dan algo útil reciben el dinero que suponemos que sería adecuado para lo que dan. Muchos que dan poco o incluso perjudican reciben mucho dinero. Nadie lo va a negar. Ahora, eso no es culpa del dinero.
En todo caso, es culpa de la avaricia. La gente que quiere obtener cada vez más a cambio de cada vez menos. Esa gente existe, y nadie desde este texto va a ponerse a defenderla. No está mal querer dinero, y no está mal querer más dinero. Lo que es perjudicial es la desmesura.
Pero la desmesura existiría igual, con o sin dinero. No hay por qué pensar lo contrario. Esa gente se las arreglaría para ofrecer lo suyo por recompensas más valiosas que lo que deberían ser. No es cuestión de ponerme a detallar estrategias, ni dar ejemplos. Sólo quiero que se den cuenta de que el dinero no es el origen de todos los males. Es, en todo caso, una manera de cuantificarlos.

Puertas corredizas

Cuando construí mi casa, quería que las puertas internas fueran corredizas. Me parecía que ganaba espacio, porque cuando estuvieran abiertas no ocuparían más lugar que cerradas. Muchas puertas convencionales restan espacio en las habitaciones a las que dan paso.
Sin embargo, el precio de la construcción era significativamente más alto si quería esas puertas. Me explicaron que es más complicado porque tienen que ir en el medio de una pared, y eso implica construir la casa de una manera diferente, con más precisión. Decidí pagar ese precio, porque me pareció que venía bien construir la casa con mayor cuidado. Razoné que era la casa donde iba a vivir, y no estaba bien andar pichuleando en ese momento, cuando después iba a lamentar durante décadas no haber hecho la inversión.
Una vez que el diseño estuvo listo, comenzó la construcción de la casa. Me sorprendió que las puertas llegaran tan rápido. Hubiera pensado que eran lo último en colocarse. Sin embargo, me explicaron que las casas se construyen alrededor de las puertas corredizas. Primero se coloca la puerta con sus guías, después se hace la pared que va alrededor. Por eso las puertas corredizas no son tan populares. Mucha gente, en vez de construir su casa, compra una que ya está hecha, y aunque prefiriera una puerta corrediza, ya no la puede elegir.
Por eso me sentí afortunado de poder tener esas puertas unidimensionales en mi vivienda. Ya se me había pasado el susto inicial, que tenía cuando era chico, de que si alguien abre demasiado una de esas puertas, quedará hundida en la pared y nunca más podrá cerrarse. Las puertas corredizas no tienen picaporte. Pero me explicaron que existía una palanca retráctil que permitía tirar para poder volver a usar la puerta. Agradecí a quien fuera que se le había ocurrido esa idea salvadora.
Una vez colocadas las puertas, lo que tomó varias semanas porque la casa tiene varios pisos, y eso requería excelente coordinación, la construcción avanzó rápidamente. Vi cómo la casa iba tomando forma, después iba tomando color, y después se iba pareciendo a lo que me habían mostrado los arquitectos. En algunos meses llegó el momento de mudarme.
Las puertas corredizas funcionaron bárbaro. Me encantaba el hecho de tenerlas, y me gustaba mucho el suave ruido que hacían al rodar hacia o desde el interior de las paredes. Cerrarlas con violencia era posible, pero muy poco efectivo para puntuar discusiones. Las puertas corredizas hacían un aporte a la convivencia familiar, que ni siquiera estaba en los cálculos previos.
Durante años las disfrutamos. Hasta que, un día, la puerta de mi habitación se rompió. Quedó a medio abrir, y no avanzaba ni retrocedía. Intenté forcejear todo lo que pude, pero estaba atascada. No encontré forma de moverla. De alguna manera se había salido de sus guías naturales y se había enganchado en otra parte, de donde no podía salir.
Llamé, entonces, a los constructores. Ellos iban a saber qué hacer. Pero me dijeron que era inútil. Para poder sacar la puerta de ahí, iban a tener que demoler la pared. Y eso implicaba demoler también todos los pisos de más arriba, porque me explicaron que son las paredes las que sostienen a los techos.
El problema era que no estaba en condiciones de demoler casi toda la casa y volver a construirla. No era un lujo que me pudiera dar. Me ofrecieron, entonces, una alternativa un poco menos prolija pero mucho más barata, que me pareció lo más aceptable. Con gran dolor, permití que cortaran la puerta atascada en el lugar donde se unía a la pared, y que rellenaran los huecos con cemento. Una vez seco, colocaron unas bisagras, y de ellas colgaron una puerta convencional, la única de toda la casa (porque la de entrada la pedí giratoria).
Ahora extraño un poco a la puerta corrediza, aunque sé que está ahí, sigue siendo parte de mi casa y de la pared. Pero, por lo menos, tengo puerta. La puedo cerrar y la puedo abrir. Y eso es impagable.