Rhodesias frescas

Las ambulancias de Rhodesia salían constantemente de la fábrica de Terrabusi, para llevar las Rhodesias de la manera más rápida posible a los puntos de venta. De esta manera, se garantizaba que siempre estuvieran frescas para el máximo placer de todos.
Cuando venía la ambulancia, reconocible por los colores llamativos del envase,
la gente se corría. Todos conocían la importancia de no interrumpir el flujo de las Rhodesias hacia los quioscos. Algunos, cuando eran sobrepasados, saludaban a las obleas bañadas tocando bocina, en señal de celebración.
El esfuerzo de toda la ciudad hacía que en cada punto hubiera siempre Rhodesias frescas. Lograrlo era una operación complicada. A veces, atascos involuntarios en el tránsito privaban de Rhodesias a los lugares más alejados de la fábrica. Esto provocaba un gran malestar, y aumentaba el valor de las propiedades más cercanas al Establecimiento Modelo Terrabusi.
Con el tiempo, sin embargo, algo se rompió. La sociedad perdió el respeto que antes tenía. Las ambulancias empezaron a quedarse atrás, haciendo sonar las sirenas en vano. Había desacuerdos en los autos. “Correte, viejo, llevan Rhodesias”, exclamaban las mujeres a sus maridos. A veces ellos hacían caso. Pero ya no todos, y esta resistencia provocaba demoras, que a su vez reducían la frescura.
La razón del cambio en las costumbres podía obedecer a que, en los años anteriores, habían aparecido ambulancias de muchas otras golosinas. La ambulancia que llevaba los Shot se había hecho omnipresente, al igual que la del Marroc, el Biznike y el alfajor Suchard.
Paralelamente, se supo que las ambulancias de Rhodesia en ocasiones también llevaba otros productos, como Tita. Los conductores de las ambulancias violaban la política de la empresa, y colocaban otras golosinas en los espacios libres que se dejaban para que las Rhodesias no se golpearan contra nada en el trayecto. Esta operación significaba, además de un deterioro en la calidad de las Rhodesias, una ruptura de la confianza que la sociedad tenía en los transportistas de Terrabusi.
Los conductores de autos se sintieron traicionados, porque estaban dejando pasar a productos que no eran los que querían. Y empezaron a sospechar de todos. Tal vez la ambulancia del Marroc llevaba también Jackelín. Era imposible saberlo.
Hubo que pensar, entonces, en otras opciones para distribuir la Rhodesia. Al principio se resolvió con ambulancias más grandes. Pero la frecuencia menor que implicaba este cambio resultó perjudicial para las Rhodesias individuales. Ya no eran tan frescas como antes de la crisis.
El público las compraba igual. Se estaban acostumbrando a una Rhodesia inferior. Pero la gente de Terrabusi sabía que era cuestión de tiempo para que fuera lo mismo comer Rhodesia que otros productos. Era necesario tomar medidas rápido, antes de perder el valor de lo especial.
Se planteó crear una red de caños que distribuyera la Rhodesia por toda la ciudad sin intervenir en el tránsito. Había que agujerear todas las veredas, pero una vez hecho, este sistema permitiría comunicación fluida entre la fábrica y sus puntos de venta, prescindiendo del canal humano de distribución. Sin embargo, no se pudo hacer por cuestiones prácticas. El sol que daba sobre las veredas iba a derretir el chocolate que era fundamental para el sabor de la Rhodesia. Y, además, las Rhodesias no eran un producto líquido, que fluyera con facilidad. Se iban a quedar atascadas en los ductos.
Los directivos de Terrabusi, con gran pena, se dieron cuenta de que la única salida implicaba una modificación en el envase. Al incorporar un plástico sellado, la frescura de la Rhodesia se iba a poder conservar por más tiempo. Esto permitiría llevarla en las mismas ambulancias de siempre, y hasta prescindir de ellas y usar los camiones en los que se distribuía el resto de los productos. En este aspecto, la Rhodesia sería una golosina más.
Existía resistencia a la idea, porque no se sabía cómo iba a reaccionar el público ante semejante cambio, pero el tránsito pronto se hizo insostenible, y la renovación del envase se convirtió en la única opción viable.
Se trató de respetar lo más posible el diseño del envase anterior, aunque hubo que prescindir del efecto cajón que era uno de los aspectos que hacían única a la Rhodesia. Pero el cambio resultó positivo. Aunque hubo un poco de resistencia por parte de los consumidores, tarde o temprano todos razonaron que no iban a dejar de comer Rhodesia por un cambio externo a su esencia. Además, el nuevo envase permitía comprar varias y guardarlas en la alacena. De esta manera, en casos de emergencia se podría recurrir a esta reserva, sin el peligro de encontrarse con que la ambulancia todavía no llegó.
El cambio fue, entonces, un éxito. Las ambulancias fueron donadas a hospitales para trasladar a gente enferma. Las casas cercanas a la fábrica de Terrabusi perdieron un poco de valor, y eso permitió a la empresa comprar muchas de ellas para ampliar la producción y suplir la demanda extra que se había producido por los que almacenaban Rhodesias. El tránsito, en tanto, sufrió menos interrupciones, y los embotellamientos que había fueron mitigados porque cada conductor podía aprovecharlos para abrir la guantera y sacar la Rhodesia que siempre llevaban consigo.

Bandera roja

Ella esperaba en la esquina que el semáforo se pusiera rojo. El caudal de tránsito de la avenida le aseguraba público. Cuando llegaba su turno, se colocaba en el centro de la senda peatonal, mirando hacia el tránsito, y empezaba a hacer bailar sus dos banderas rojas.
Su gran habilidad permitía un despliegue vivo de formas efímeras. Una sucesión de ilusiones ópticas. Las banderas se cruzaban, cambiaban de mano, flameaban, formaban estelas de color. El viento, al soplar, modificaba el recorrido de la tela de forma tal que no había dos espectáculos iguales.
Ella daba por terminado el show poco antes de que el semáforo cortara. Ya sabía el tiempo. Luego pedía una colaboración a los espectadores. Algunos le daban, otros no. A ella no le importaba. Lo que quería era desplegar su habilidad, su arte. Sacarlo a la calle.
Un día, entre todos los camiones que circulaban por la avenida, se detuvo en el semáforo uno que transportaba ganado. El conductor estaba ansioso. Tocaba bocina no para que ella se corriera, sino para expresar su desagrado ante la necesidad de detenerse en el semáforo. Cuando escuchaban la bocina, las vacas acompañaban con mugidos.
Pero una de las vacas, que en realidad era un toro, esa vez no dijo nada. Se quedó mirando las ondas que producía la artista callejera con las banderas rojas. Estaba estupefacto. Cuando terminó, no pudo aplaudir ni darle una moneda, pero se la quedó mirando, esperando más. El camión arrancó poco después. El toro seguía mirándola. Veía cómo se alejaba.
Hasta que tomó la decisión de no dejarse ir. Sacó del paso a las otras vacas, e irrumpió sobre la puerta del camión. Con su gran fuerza, agujereó la carrocería, atravesó el hueco y corrió hacia las banderas rojas.
La artista tuvo algo de miedo al verlo correr, pero no huyó. El instinto la llevó a atraerlo con su herramienta de trabajo. Se produjo un juego entre los dos. El toro quería agarrar las banderas, como si fueran sortijas de una calesita. Ella lo tentaba, y cuando el toro pasaba de largo, lo volvía a tentar.
Ella quiso dar por terminado el juego cuando el semáforo estuvo por cortar, pero el toro no lo aceptó. El toro se trasladó con ella a la vereda. Desde la calle, los automovilistas, impresionados, bajaron los vidrios para aplaudirla desde lejos, hasta que el semáforo volvió al verde y se fueron.
Quedaron ella y el toro en la vereda, en un tiempo muerto hasta el siguiente turno. Ella dejó de flamear. Pero el toro seguía entusiasmado. Arrastraba sus patas sobre las baldosas para que ella volviera a agitar el rojo. Mientras, inhalaba y exhalaba mediante sus enormes fosas nasales.
Ella, entonces, aflojó. Tomó la bandera y empezó a agitarla. Y se quedaron así durante horas. Ella manejaba la tela, el toro con los cuernos iba hacia ella. Luego retrocedía, y volvían a empezar.

Contorsionistas de supermercado

Los contorsionistas hacen sus prácticas más exigentes en el supermercado. Les gusta exponerse al riesgo, que el público los vea hacer sus ejercicios, crear nuevas pruebas en escenarios sin red.
Por eso van en los horarios más concurridos. Toman un carrito y, antes de entrar, ejercen presión sobre las ruedas delanteras hasta que quedan trabadas. De esta manera, el carrito no obedecerá sus movimientos. Entran así al salón de ventas.
Una vez adentro, tienen un itinerario. Pero como el carro está trabado, no los deja ir. Ahí empiezan sus ejercicios de contorsión. Como el carro está fijo, ellos tienen que compensar el movimiento con su cuerpo. De esta manera, tanto ellos como los carritos terminarán tomando la dirección elegida. Su cuerpo, mientras tanto, tomará las formas más extrañas.
Deben hacer esto sin chocarse con otros carritos ni otras personas. Ahí está el mayor nivel de dificultad, porque muchos clientes de supermercado son impredecibles. Deben moverse a la mayor velocidad posible, pero dejando un margen para cambiar la dirección de su cuerpo sin previo aviso, y sin cambiar la dirección del conjunto cuerpo+carrito.
Hacen esto por las diferentes góndolas. Después dejan los carros en el lugar correspondiente. Es por eso que hay tantos carritos con las ruedas trabadas. Son los que usaron los contorsionistas para graduarse mientras, de paso, hacían las compras.

Casa empanada

Tenía ganas de hacer pan. En realidad, tenía ganas de comer pan recién hecho. Por eso programé la máquina Moulinex para que amasara y horneara el pan mientras yo dormía. Esta máquina es muy práctica. No sólo me permite comer pan caliente, sino que me estimula a levantarme temprano para comerlo antes que se enfríe.
Lo único que hay que hacer es poner los ingredientes y setear la hora a la que quiero que el pan esté listo. Entonces puse harina, levadura, un poco de manteca, agua, leche y algunas semillas de lino. Después apreté el botón y me fui a dormir.
Me despertó el olor del pan. Parecía que estaba muy cerca. Y la máquina es muy útil, pero no es capaz de traerme el desayuno a la cama. Sin embargo, sentí el olor muy cercano. Y cuando abrí los ojos me encontré con un enorme pedazo de pan que ocupaba todo el pasillo entre la cocina y la puerta de mi dormitorio, y crecía constantemente.
En ese momento me di cuenta de que había puesto harina leudante junto con la levadura. Entonces el pan estaba levando de más. Claramente la máquina no había sido capaz de contenerlo, y ahora estaba ocupando cada vez más espacio en mi casa.
Entonces tuve que usar la única arma que tenía disponible. Me abalancé sobre el pan y lo empecé a comer como si yo fuera un Pacman. Tracé un túnel hasta la cocina, y a fuerza de mordiscones hice suficiente espacio para abrir la heladera. Tomé un vaso de leche y me dispuse a seguir liberando mi hogar.

Pesca automática

Ahora, con la caña automática, se terminó el aburrimiento de pescar. Ya no será necesario el tedio de esperar que los peces piquen mientras usted no tiene nada que hacer salvo mirar el constante movimiento del agua.
Ahora, con la caña automática, sólo tendrá que colocarla en un lugar adecuado. La caña hace el resto. Tira la línea y espera a que los peces piquen. Espera todo el tiempo que sea necesario. Cuando se produce el pique, un sensor lo detecta y retira la línea mientras le envía un mensaje de texto avisando el logro.
Cuando el pescado llega a la orilla, la caña lo pesa y lo mide automáticamente, para que usted tenga datos exactos de qué es lo que pescó. También le saca una foto para sus archivos. Al terminar, lo acumula en la canasta que viene incluida. O, si lo que le interesa es la pesca deportiva, lo vuelve a tirar al agua.

Reloj de los tiempos

Tenemos un celular
que nos dice la hora
salvo cuando estamos hablando
ahí no sabemos cuándo es
hay que recurrir a otra cosa
relojes públicos
deducciones
cuando cortamos
sabemos
volvemos a tener el reloj
en la pantalla del teléfono
ya no llevamos en la muñeca
es poco práctico
¿cuántos relojes queremos tener?
con uno basta
casi siempre
el reloj pulsera ya no es práctico
quedó viejo
obsoleto
reloj anacrónico
hay formas más modernas
de saber la hora
ahora.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.

La nueva gota

Una gota se aproximaba a toda velocidad hacia un vaso lleno. El agua que llenaba el vaso había llegado de la misma manera, en forma de gotas, que se habían integrado y ya no se diferenciaban. La gota no era distinta a las demás, excepto en que todavía era distinta. Podía aislarse de las otras. Todas las gotas estaban hechas de lo mismo, y seguirían estando, pero el aire separaba a la que todavía era gota.
Esa separación, no obstante, era cada vez menor. La gota se acercaba al vaso. A la velocidad que iba, en caída libre, apuntaba directamente hacia los confines del vaso. Pero ahí ya había otras gotas establecidas desde tiempo atrás, de prolongada integración con las posteriores. La irrupción de la gota externa iba a producir un enorme cambio en la distribución del vaso.
La gota, lanzada como un proyectil, iba a desplazar a una cantidad de ex gotas que hasta ese momento contaban con un lugar asegurado en el espacio tridimensional. No había forma de impedirlo. La gota bajaba muy rápido, estaba por llegar al vaso. Una alternativa era mover el vaso, pero eso hubiera implicado otro tipo de desplazamiento de las gotas existentes, y dado el nivel de llenado, seguramente también un derrame.
Nada impidió entonces que la gota llegara. Perforó un agujero en el agua. Generó dentro del vaso corrientes nuevas. El contenido del vaso debía adaptarse a la realidad de tener una gota más. El agua, adaptable al fin, se reacomodó. Pero no toda el agua que estaba en el vaso estuvo en condiciones de quedarse. Ya no cabía una gota más.
El reordenamiento del agua hizo que algunos sectores desbordaran. Atravesaron los límites de vidrio transparente. Volvieron a convertirse en gotas de distintos tamaños antes de aterrizar. La gota que había producido este efecto se encontraba segura en los confines del vaso, ya sin ser gota.
Su llegada generó la salida de gotas más grandes que ella. Entonces, gracias a ella, hubo más lugar. Pasó a ser posible admitir gotas nuevas.

Objeto sin nombre

Cuando corrió el rumor de que todavía existía un objeto sin nombre, todos los académicos del mundo corrieron a proponer uno. La estampida fue tan grande que algunos académicos mayores se cayeron y fueron pisados por los que venían atrás.
Rápidamente se formaron diferentes escuelas y los académicos, a medida que llegaban, se iban encolumnando en la posición que más les agradaba. Se destacaban los etimológicos, los creativos y los recicladores.
El objeto en cuestión era el pequeño anillo de plástico con tres patas que suele ser colocado en el medio de las pizzas antes de cerrar la caja que las contiene y sirve para evitar que la tapa de la caja entre en contacto con el queso. Extrañamente, habían pasado varias generaciones sin que ese objeto fuera debidamente nombrado. La explicación más aceptada para este curioso hecho era que cada académico asumió que tenía un nombre que no conocía, aunque son varios los que afirman que esos mismos académicos hubieran investigado el asunto pero tenían hambre.
En la asamblea de la Real Academia comenzó una ardua discusión en la que varias veces hubo que separar a académicos iracundos que querían resolver sus disputas a los golpes. Uno de ellos recibió un puñetazo en la nariz que lo hizo sangrar y como consecuencia se manchó la túnica negra.
El grupo de los recicladores, que solía estar en contra de los neologismos por considerar que ya había demasiadas palabras en circulación, propuso dar al objeto el nombre “tenedor”, como una nueva acepción de la palabra. Basaban su propuesta en las tres patas que pinchan comestibles.
Los creativos, que habitualmente se fastidiaban ante las propuestas de los recicladores, se fastidiaron. Entre gruñidos propusieron varios nombres que les resultaban atractivos, como “plique”, “catenillo”, “teloqui”, “plastín” o “secladio”. Existían divisiones en el grupo en cuanto a las preferencias, pero todos pensaban a votar a la que pareciera con más chances de ganar.
Los etimológicos, por su parte, favorecían el nombre “pizzacato” aunque, como era habitual, nadie los tomaba en serio. Se resignaron a ser una suerte de árbitros en la contienda entre los grupos mayoritarios. Algunos intentaron colarse entre los creativos y proponer su palabra a través de ellos.
Las discusiones duraron varias semanas sin que los académicos se pusieran de acuerdo. Los editores del DRAE estaban ansiosos por poder agregar la palabra a la nueva edición del diccionario, que tuvieron que atrasar.
Al arrancar el tercer mes sin adelanto (sólo se había eliminado “secladio”, por considerarse poco apropiado para el elemento a nombrar), dos miembros de la Asamblea Permanente de la RAE bajaron hasta las catacumbas del edificio de la Academia. Descendieron varios metros por una antigua escalera caracol de piedra hasta que llegaron a la morada del Académico Mayor, que se encontraba en sueño inducido artificialmente, con la idea de ser despertado sólo cuando fuera necesario.
Luego de algunas horas de esfuerzo lograron despertarlo y le explicaron la situación. El Académico Mayor pidió ver el objeto y también pidió algo de comer, así que le llevaron una pizza para que se inspirara mientras comía.
El Académico Mayor, luego de comer tres porciones de muzzarella, contempló el adminículo durante unos segundos, mientras acariciaba su larga barba blanca. Los miembros que lo habían ido a buscar lo admiraban en silencio.
De repente, el Académico Mayor levantó el objeto, vio sus tres patas y realizó un gesto de satisfacción. Pidió a los miembros que se le acercaran y dijo “esto es un trípode”.
Los miembros no osaron discutir con el Académico Mayor y se retiraron para permitirle seguir durmiendo. Le dejaron el resto de la pizza por si le daba hambre, y se dirigieron al salón de sesiones a terminar de una vez con la discusión.
Cuando anunciaron la decisión final del nombre y de quién venía, hubo en el recinto un suspiro de alivio y también una mueca de decepción general. Sólo los recicladores estaban contentos porque, por lo menos, se había usado una palabra que ya existía. Los demás se guardaron su frustración. Algunos intentaron objetar, pero no existía consenso para discutir al Académico Mayor.
Es por eso que aquel objeto hoy se llama “trípode”, y también es por eso que son pocos los que conocen ese nombre.

Camino de expectativa

 
La mejor manera de viajar a Brasil es en avión. Las vacaciones son para divertirse, no para pasar varios días manejando en rutas desconocidas. Además, viajar en avión permite una interacción social, algunas horas de oportunidad para conocer gente y entablar relaciones de todo tipo.
El muchacho en cuestión había elegido viajar en avión a Brasil. Aunque pensaba comprar toda clase de productos aprovechando el dólar barato, llevaba consigo varios elementos que esperaba necesitar, como los anteojos de sol. También pensaba hacer uso extensivo de los recursos marítimos brasileños. Para ayudarse en esa tarea llevaba patas de rana y snorkel.
Una vez en el avión, se sorprendió gratamente al encontrarse sentado junto a una blonda señorita con quien compartiría el viaje. Entabló con ella una conversación con intenciones de continuarla más allá del viaje. Durante el transcurso de la charla, su confianza iba en aumento.
Tomó nota de que nadie se acercaba a preguntarle qué hacía con ella. Esto le hizo suponer que la posibilidad de formar pareja eran realistas, y no constituirían una razón de vergüenza para la mujer anónima en cuestión.
De inmediato se imaginó un futuro. No años de felicidad, sino que se formó una expectativa de corto plazo, de compartir con ella las cortas vacaciones y, por qué no, compartir momentos íntimos en medio del calor de Brasil. Se la imaginó entonces sobre la arena de la playa, como una gaviota, y esta imagen se le hizo natural.
También tuvo ganas de contar a sus amigos la experiencia al regreso. Para lograrlo, tenía que conseguir esa experiencia. Iba a quedar como un ganador ante su grupo, y esto le traería consecuencias muy positivas para su vida social  y para la confianza en sí mismo.
Sin embargo, la señorita rubia no compartía la misma idea. Se dejó entretener en el avión, porque no había nada que hacer durante el viaje, pero al llegar a Brasil no quiso saber nada con el festejante. Se ignoran las razones de esta actitud, aunque la hipótesis más firme es que la conversación reveló la ansiedad del muchacho, y su mayor interés por el cuerpo de la rubia que por ella. Hay quienes indican, sin embargo, que ella tenía interés en él, pero fue neutralizado por la revelación de las patas de rana y el snorkel, que lo dejaron mal parado.
Como sea, el muchacho tuvo que abandonar el proyecto, y el viaje se le oscureció un poco. Cuando volvió, eligió no mentir a sus amigos, y aceptó dignamente la derrota, esperanzado en que en otra oportunidad se le podría dar.