Choqué con la bici

Venía con la bicicleta a una velocidad que tal vez era excesiva, pero de cualquier modo era una bicicleta, no un 747. Se ve que el camino tenía alguna imperfección, porque en un momento me encontré con que me estaba cayendo.
Hice rápidos esfuerzos por evitar la caída, pero era tarde. El descenso era inevitable. La bicicleta y estábamos tomando caminos diferentes hacia el mismo destino.
Quise ver qué era lo que había provocado ese desenlace, pero decidí que lo mejor era tratar de protegerme antes del golpe. Vi los pocos centímetros que tenía por delante hasta el suelo. Estaba claro que lo mejor era tratar de caer de la manera menos perjudicial que pudiera. Buscar un ángulo menos agresivo, tratar de ir hacia una parte blanda del terreno, tratar de proteger las partes más sensibles de mi cuerpo con las más resistentes. Pero no tenía tiempo para esas maniobras. La caída era demasiado vertiginosa como para poder cambiar algún detalle del trayecto. Sólo podía observarla en cámara lenta, ver cómo el asfalto se hacía cada vez más grande.
Entonces me resigné a caer. Extrapolé qué podía pasarme y cuáles serían los pasos a seguir una vez consumado el impacto. Me preocupé por mi cuerpo (no llevaba demasiada protección) y también por lo que le pudiera pasar a la bicicleta. Pensé que era un poco ilógico preocuparme por la bicicleta justo en ese momento, pero hasta pocos momentos antes la había sentido como una extensión de mi cuerpo.
“¿Qué me puede pasar?” pensé. “No me va a doler tanto. El ángulo que llevo me va a hacer golpear un poco, pero estoy seguro de que es mayor el susto”. El problema era que el susto no era algo que se me fuera a pasar así nomás. No tenía control sobre mi trayectoria, menos iba a tener control sobre mis emociones.
Elegí entonces la única opción disponible: registrar cada movimiento en mi memoria. Sabía que estaba viviendo un momento difícil de repetir voluntariamente. Era probable, también, que la gente me preguntara qué me había pasado. Y no quería tener que reconstruir los hechos, cuando todavía estaba a tiempo de rescatarlos.
Es por eso que ahora estoy en condiciones de contarlo.

Doma de potros

Ese domingo era la tradicional fiesta de doma de potros. Los gauchos se levantaron temprano y examinaron a los potros que estaban por ser domados. Estaban pastando sin que parecieran estar al tanto de que eran sus últimas horas como salvajes. Los domadores sonrieron satisfechos, sin saber lo que les esperaba.
Es que el cuadro que veían había sido fríamente calculado por los potros. Durante la noche, sabiendo lo que se venía, se habían puesto de acuerdo. Iban a cooperar para no dejarse domar. De este modo, iban a poner a los gauchos en ridículo, pero, lo que es más importante, iban a mantener su libertad.
Así que cuando llegó la hora, el primer potro se encontró con el primer domador. El Homo sapiens se subió a la espalda y fue inmediatamente derribado.
No se alarmó, era parte del procedimiento. Lo que no era parte era el súbito acercamiento de otro potro, que se lo llevó por delante y lo empujó hacia el primero. Pero no hacia la espalda, sino hacia el vientre. De pronto, cuando estuvo suficientemente cerca, el segundo potro galopó hacia la lejanía y el primero se trepó a la espalda del domador.
El gaucho intentó liberarse, pero el potro resistió sus embates y se mantuvo sobre él durante varias horas. El domador trataba de usar todos los recursos que tenía disponibles para sacarse ese caballo de encima, pero el potro estaba muy enfocado en la tarea. Claramente sabía lo que hacia.
Así, después de estar todo el día con el potro encima, el domador se resignó. Aceptó su suerte y dejó de resistir. El potro supo así que su objetivo estaba cumplido: el domador había sido domado. Y aunque el resto de la doma se suspendió, a partir de ese día los caballos tuvieron un hombre a su disposición, para usar cuando quisieran como medio de transporte.

El abecedario

Para poder ordenar las palabras, se necesita primero establecer un orden general para las letras. Por eso se ha establecido una secuencia que se denomina “abecedario” o “alfabeto”.
El orden comienza con la letra más importante del idioma castellano y de las lenguas romances: la A. Su forma triangular es un pilar sobre el que se apoyan las otras letras. En español, la A se pronuncia como suena: a. En otros idiomas, en cambio, se pronuncia de diferentes maneras aunque se escribe igual.
Sigue la B. Existen dos de ellas, con un sonido similar. Para diferenciarlas mejor se denominan “be larga” y “ve corta”, aunque parezca redundante por escrito. El alfabeto las separa para que que una quede cerca del inicio y la otra cerca del final.
La C también tiene otras letras con el mismo sonido, que son esparcidas por el abecedario. Es importante que no estén juntas, para evitar más confusión de la que ya hay. La C tiene forma de cuarto creciente, es fácil recordarlo porque “creciente” empieza con C y “cuarto” también. Anteriormente estaba seguida por la letra CH, que tenía un sonido distinto y ocupaba dos caracteres. Por lo tanto, se la ubicaba a continuación del primero de ellos. Hoy las letras que ocupan dos caracteres no son tales, y por lo tanto el abecedario se ha modificado. Esto es atinado, porque evita que tenga que llamarse abecechedario.
Como resultado, la nueva ubicación de la D genera un atractivo efecto de espejo con la C, aunque sus sonidos no tengan nada en común. Está seguida por la E, última vocal de más de un trazo, y la F, que es como una E sin uno de esos trazos. Se encuentran aquí dos coincidencias de forma seguidas, y no serán las únicas.
Por otro lado, la G y la H están juntas por contraste. Una de las letras con sonido más distintivo y dibujo más complejo precede a la letra muda, cuya forma representa una estructura que deja pasar el aire casi intacto, sin modificar el sonido.
Después de la H aparece la vocal más fina. La I tiene un sonido agudo, acorde a su forma. En su versión minúscula se le coloca un punto, al igual que a la letra siguiente, la J. No es casualidad que ambas letras con punto estén juntas, sino que la J es un derivado de la I, a tal punto que en el italiano todavía se la llama i lunga.
La K es la undécima letra del abecedario, y se le dio ese lugar porque está bastante alejada de las que tienen sonido similar, la C y la Q. La sigue la L, que en un momento tenía a otra letra doble, la LL, como acompañante. Los tres caracteres pertenecientes a ambas letras formaban el dibujo LLL, o sea tres ángulos rectos consecutivos, que contrastaban con los tres ángulos agudos consecutivos de la letra siguiente, la M. Hoy, debido a la supresión de la LL, ese equilibrio angular está desbalanceado. Más aún si se toma en cuenta que la letra que sigue a la M es la N, que posee dos ángulos agudos más. De todos modos, agrupar a ambas letras es natural, porque además de sus formas parecidas tienen sonidos bastante similares. En el idioma castellano, la N viene acompañada por la Ñ, fonema exclusivo del español que permite, por ejemplo, escribir la palabra “español”. Como deriva del uso de dos enes, se la ha colocado a continuación de la letra que la engendró, al igual que ocurre en casos similares.
A continuación llega el momento de acomodar una de las dos vocales que faltan. Se ha decidido que la O es la letra que sigue. La O no es seguida por la Q, como debería ocurrir, sino que se encuentra en este sector una intrincada yuxtaposición. La O y la P son seguidas por dos letras que son iguales a ellas pero incorporan una línea oblicua en el extremo inferior derecho, con orientación hacia ese extremo. Nacen así la Q y la R. Gracias a esta anomalía, la Q está a la misma distancia de la K que la K de la C, lo que se genera una simetría de letras similares que da al alfabeto español una elegancia de la que otros, gracias a no tener Ñ, carecen.
Un interesante contraste se da en el siguiente par. La S es una letra que serpentea como representación del modo en el que algunas personas pronuncian su sonido. Ese serpenteo es continuado en el trazo superior de la T, que luego lo interrumpe con un ángulo recto en el medio de la letra. La T, a su vez, forma un efecto trampolín con la U, generando así un vacío que implica, tal vez, que después de ella no habrá más vocales.
Otro efecto notable es el que se da a partir de la U, que es seguida por la V. Originalmente eran la misma letra, y con el tiempo se ha dividido en dos. Pero la V también tiene su letra doble, como la LL, que sin embargo ha evolucionado hasta convertirse en un solo carácter: la W (llamada “doble ve” o “doble u” debido a su doble origen). En el español es una letra que se mantiene más que nada para generar compatibilidad con otros idiomas en los que es notoria, y para que la gente que se llama Wálter pueda escribir su nombre.
Si se agrupa los trazos que forman la W de manera que tengan simetría horizontal y también vertical, se obtendrá una X, formándose así es la siguiente letra. Tiene en común con la W el hecho de que recibe poco uso, como se puede ver al consultar cualquier diccionario, y ni siquiera se la emplea como parte de su propio nombre. Pero su doble simetría la hace única entre las letras de más de un trazo, algo que merece ser destacado. Es por esta simetría que el popular juego Ta-te-ti utiliza la X y la O en lugar de, como podría deducirse del nombre, la T.
La penúltima letra del alfabeto se denomina “i griega”, completando el grupo de las tres letras seguidas que no se usan para escribir sus nombres. La Y puede ser utilizada como vocal, pero oficialmente es considerada una consonante.
El alfabeto concluye con la Z, en lugar de una letra menos utilizada, porque se creyó oportuno terminar con un fonema de cierto uso, para que las últimas letras no se terminaran de caer del abecedario por falta de atención. La Z, sin embargo, no es relegada al olvido. Ser la última letra le da mística, una atención especial que de otro modo no tendría.

Llamar a la musa

“Hoy las musas han pasao de mí”.
Joan Manuel Serrat

Estoy sentado en esta mesa, esperando que venga la musa. Es necesario que aparezca, así me pongo a escribir algo. No puedo sin su ayuda. Pero la musa no viene. No sé por qué, no sé si estoy haciendo las cosas mal. No sé si soy yo o es ella.
Cada tanto la veo pasar, repartiendo inspiración a otra gente. Pero a mí, nada. Ni siquiera me mira. Trato de poner cara de conspicuo, de que estoy esperando, de que estoy con hambre de creación. Me siento derecho sobre el respaldo, de manera de ocupar más espacio y ser más visible. Pero nada. Entonces, en una de las veces que pasa cerca, levanto la mano y le grito.
—¡Musa!
Me oye, y me hace un gesto de que ya va a venir. Me quedo tranquilo. Pero después de un rato me vuelvo a inquietar, porque no se acercó nunca. Lo que pasa es que hay mucha demanda. Tiene que repartir el tiempo. No puede hacer milagros. Igual me parece que se está pasando un poco. Decido llamar su atención de nuevo. Nunca se acerca lo suficiente. La veo de lejos. Quiero hacerle un gesto para que me vea, para que acuda a mi llamado. Pero está de espaldas. En ningún momento me mira. Parece que lo hiciera a propósito.
No quiero hacer un escándalo. Hay mucha gente escribiendo a mi alrededor, no quiero cortarles la inspiración. No me gustaría que me hicieran eso a mí. Mantengo la paciencia y el silencio, sólo porque la conozco, las ideas que trae la musa siempre valen la pena. Me hacen escribir bien.
Igual, me gustaría que me viera, que me trajera alguna pequeña ideíta para ir masticando, aunque sea. No sé qué tengo que hacer. ¿Me acerco hacia ella? Capaz que la musa sólo le da ideas a los que hacen el esfuerzo de acercarse en lugar de esperar sentados.
Entonces voy. Y justo en el momento en el que me levanto, se corta la luz. Se produce un murmullo general. La musa desaparece de la vista. Igual decido buscarla, pero rápidamente me doy cuenta de que es inútil. Tiene otros problemas más urgentes. Voy a tener que esperar a que se prenda la lamparita.

Vida de Tubby

Yo era un Tubby que andaba solo en una ciudad soleada. Me mantenía a la sombra, porque el sol puede derretirme. Y además, porque sabía que las Tubby también andan siempre a la sombra. Y no me da vergüenza decir que estaba buscando una Tubby que me quisiera acompañar, para no sentirnos solos.
Pero no se veían muchas Tubby por ahí. La ciudad parecía vacía. Deambulaba melancólico por las calles de colores, mirando siempre el suelo.
Estaba a la sombra y quería salir al sol, pero sabía que no podía. Si me arriesgaba me iba a pasar como a Ícaro. El caramelo que une mis maníes se iba a derretir, y me iba a convertir en una mancha marrón, lista para ser pisada por todos los que pasaran por ahí, sin siquiera darse cuenta. Estaba condenado a una vida oscura, mientras veía el brillo cercano e inaccesible.
No me gustaba la vida de Tubby. A veces me tentaba de tirarme al sol, así mis componentes volvían a la tierra y, en una de ésas, después se recomponían en algo más agradable. Todo cambió el día que encontré a una Tubby, y quiso que la acompañara.
Ella era adorable, con un baño de chocolate que la cubría toda, y la volvía más vulnerable al sol que yo. Pero no se desanimaba por eso. Ella amaba la vida, y quería mostrármela. Empezamos a recorrer la ciudad. Aprendí a verla como ella. La sombra era un lugar de oportunidades. La mitad del mundo siempre estaba a la sombra. Era cuestión de salir de noche, para descubrir todo lo que de día estaba demasiado expuesto.
Cuando me animé a aventurarme a la noche, me encontré con que la ciudad estaba llena de Tubbys, que durante el día se mantenían protegidos de la luz. Descubrí también que había muchos Tubbys que ella podría haber elegido. Los veía iguales a mí. Pero ella no. Yo era especial. Para ella yo no era un Tubby cualquiera. Entonces me enseñó a verme como me veía ella. Ya no me sentí un Tubby más, un número al azar entre la multitud de Tubbys.
Me sentí afortunado de haber encontrado a mi Tubby. Queríamos estar juntos, sin compartirnos con nadie más que nosotros. Ella ya estaba un poco cansada de todos los Tubbys iguales que poblaban la noche. Por eso se había aventurado hacia el día, y por eso nos encontramos. El mundo era muy grande. Queríamos explorarlo. Buscábamos un lugar para nosotros solos. Para estar siempre juntos.
Si queríamos ver el mundo necesitábamos un medio de transporte. ¿Cómo conseguirlo? Se nos ocurrió un plan. Nos trepamos a una máquina expendedora. Nos mantuvimos juntos, y esperamos. Se acercaban personas y las íbamos evaluando, a ver cuál era la adecuada. Elegimos a un señor con sobretodo. Cuando activó la máquina, trepamos la tela y nos subimos a su bolsillo, sin que se diera cuenta.
Ese hombre nos llevó afuera. El bolsillo nos protegía. Descubrimos que podíamos andar en el sol, porque el bolsillo nos daba la sombra que necesitábamos. Cuando nos aburríamos, saltábamos al bolsilo de otra persona, que nos llevaba a otros lugares. Y desde entonces vamos unidos a los bolsillos de una ciudad soleada.

Compañeros de pileta

La compañía humana es mejor que la soledad, pero está lejos de ser ideal. Esta idea es notoria en el confinado espacio de las piscinas. No hay nada peor que compartir pileta con personas incompatibles. La gente se pone pesada, empiezan a salpicar a los demás, se ponen a competir innecesariamente, se tiran de bomba, acaparan las colchonetas o se pelean por ellas. Hay gente que no quiere ir a la parte honda, gente que quiere jugar a la pelota donde los demás nadan, gente que se olvida la toalla, gente que pretende meterse vestida, gente que tira a la pileta a los que no quieren meterse. La gente puede ser muy hinchapelotas.
Nadie quiere ir a una pileta pública. Incluso en los countries, donde ya ser miembro es un privilegio, la gente construye su propia pileta donde sólo admiten selectos invitados. No quieren someterse al ruido de la chusma. Y encima siempre está el peligro de que los demás tengan hongos y los contagien.
Es mejor, entonces, evitar la presencia de personas. Me parece que lo que necesito es otra clase de compañía. A mi pileta le hacen falta delfines. Tengo que conseguirme un par de delfines sueltos. Tendría que pedirles a los de Mundo Marino que me reserven un par, o tal vez rescatarlos moribundos de la orilla del mar. Pero tengo que llevarlos de muy cachorros. Así se acostumbran a mi pileta, que no es tan grande como un océano.
Será su hábitat permanente. Voy a tener siempre compañía cuando quiera ir a la pileta. Los delfines son muy sociales, entonces me van a dar la bienvenida. Van a querer jugar conmigo. Les voy a enseñar pruebas, para que las practiquen. Los días de calor, voy a tirarme a la pileta y jugar a ser un delfín más. Eso va a estar bueno. Voy a mostrarme como uno de ellos, y ellos me van a aceptar, porque me van a haber conocido de toda la vida. Cuando estén crecidos me llevarán en sus espaldas como caballos. Voy a querer estar todo el día en la pileta con los delfines. Y cuando no esté, me van a extrañar. Me van a llamar, no van a callarse hasta que aparezca y nos demos un abrazo.
Pero no voy a estar siempre en la pileta. Tarde o temprano voy a salir, porque tengo otras cosas que hacer en mi vida. Mientras esté nadando, me consideraré un delfín, y ellos también. Cuando salga, me considerarán un delfín que sale del agua. Y pronto empezarán a razonar. Los delfines son inteligentes. Se darán cuenta de que si yo, delfín como ellos, puedo salir del agua, ellos también pueden. ¿Qué se los impide? Y practicarán la forma de salir.
Lograrán trepar los escalones de la pileta, parados, hasta lograr estar afuera del todo. Empezarán a corretear por el jardín. A oler las flores, cazar abejas, revolcarse sobre el pasto. Y un día me van a golpear la puerta de la casa. O, si la dejo abierta, van a pasar tranquilos. Esquivarán fácilmente el mosquitero y se secarán la cola en el felpudo para no mojar el piso. Vendrán a ser delfines terrestres conmigo.
Yo les voy a dar la bienvenida. Los voy a dejar en casa, mirando televisión, mientras voy a trabajar. Hasta que un día los voy a ayudar a conseguir trabajo. Así los delfines tienen una vida productiva. Serán aceptados en el mercado laboral, porque ofrecen cualidades que nadie más tiene en el mercado. Los delfines son inteligentes. No les costará llegar lejos. Se harán una posición en la sociedad, y llegarán a comprarse casas propias.
Cuando eso ocurra, estoy seguro de que algún día me van a invitar a la pileta.

Folklore

Folklore es la palabra inglesa con la que denominamos a la música autóctona. La música más nuestra, la que viene desde lo más profundo de nuestra tierra y de nuestro pueblo, y es la expresión de nuestras costumbres más arraigadas. Sin embargo, el folklore (que está compuesto por innumerables géneros) no es muy popular. Otras músicas tienen un lugar más privilegiado. Algunas de ellas también provienen del país, pero no son folklore.
Son pocos los que escuchan folklore, y menos los que son aficionados. Pero está claro que forma parte de nuestra cultura. Todos lo pueden reconocer. Y muchos están al tanto de que es la música más nuestra. Saben que deberían escucharlo, aunque no lo hagan.
La mayor tradición del folklore en Argentina es saber que el folklore es nuestra música, y formar parte del consenso de que todos deberían escucharla. O bailarla. Hacerla formar parte de la vida de cada uno, porque así forjaremos nuestra identidad nacional.

Mate de Coca

El fracaso de la Nativa obligó a Coca-Cola de Argentina a replantear su estrategia. Los sabores planeados, “mate cocido” y “té con leche”, fueron suprimidos antes de salir a la venta. La línea que estaba en el mercado fue eliminada discretamente, y desde la empresa no se volvió a hablar del producto.
Sin embargo, dentro de la compañía había quedado la sensación de que mezclar las bebidas gaseosas con el mate podía ser un éxito. Algunos ejecutivos no se dieron por vencidos, se decidieron a buscar la manera de encontrar la fórmula perfecta. Después de todo, en Coca-Cola siempre hubo una gran tradición de primero encontrar la fórmula y después saber venderla.
Pensaron que, si convertir el mate en gaseosa no resultaba, era posible probar la inversa: convertir la gaseosa en mate. ¿Cómo se podía lograr? Era necesario cambiar la concepción. Crear una nueva modalidad para tomar Coca-Cola.
La manera de hacerlo era simple. La Coca-Cola es una bebida de extractos vegetales. Era cuestión de vender, en lugar de la bebida, esos extractos adentro de un paquete.
Lo difícil fue lograr envasar el gas. En este punto nadie quería negociar: la Coca-Cola sin gas no es tal. Se resolvió procesando los vegetales: a cada pequeño fragmento de hierbas se le inyectaba una burbuja de dióxido de carbono. De paso, esto permitía saber si la mezcla estaba fresca: un medidor podía determinar si el dióxido había sido convertido en oxígeno, y en ese caso habría que cambiar el paquete.
Iba a ser preciso abandonar la costumbre de tomar la Coca-Cola bien helada. Ahora la onda era tomarla bien caliente. Aparecieron oportunidades de negocios. Pavas y termos rojos, marca Coca-Cola, pensados para mantener el agua a la temperatura justa. Bombillas con estética 1880. Mates de vidrio coleccionables. Sabores opcionales para espolvorear, para que cada persona tomara el mate de Coca a su gusto. Una versión amarga, sin azúcar ni edulcorantes, para quienes gustaban del mate sin aderezos.
La nueva línea de mate de Coca fue lanzada con toda la pompa. El público al principio se mostró algo escéptico, pero con el correr de los días el boca a boca favoreció la compra del nuevo producto para probar. Y los que probaban encontraban algo doblemente familiar. Estaban disfrutando de una costumbre cultural de tiempos inmemoriales, que tenía un sabor al mismo tiempo novedoso y conocido.
El mate de Coca fue un éxito de ventas, que pronto se esparció por los países limítrofes. En Uruguay fue recibido con algarabía. En Paraguay tomaban lo que se llamaba Coca-Cola-tereré. En Perú hubo doble lanzamiento: mate de Coca-Cola, y mate amarillo de Inca-Kola.
El éxito de ventas en Sudamérica fue la antesala para que el mate de Coca fuera lanzado en el resto del mundo. La Coca-Cola Company preparó una campaña con el objetivo de difundir esta tradición remota. Se basó en el concepto de comunidad, en compartir una Coca en ronda de amigos, tomando todos de la misma bombilla. Hubo especial énfasis en disuadir a los distintos pueblos de la idea de que compartir la bebida era perjudicial para la salud. A la temperatura justa, ningún germen podía sobrevivir.
La compañía consiguió imponer el mate de Coca en muchas partes del mundo. Fue tal el éxito, que muchas personas quisieron conocer la bebida que había dado origen a esta forma novedosa de beber. Cuando se dio la demanda, la compañía no tuvo ningún problema en acceder a ella. Y en todo el mundo estuvo a la venta, además del mate de Coca, la yerba mate. Un producto de la Coca-Cola Company.

Salón de ventas

Me acerco a la puerta de Frávega. Desde adentro, una jauría de vendedores me mira con expectativa. Se relamen. Todos vestidos igual, esperan que entre. Quieren ser los primeros en llegar a mí para ofrecerme sus servicios.
No les importa que no quiera que me atiendan, o que tenga pensado rechazarlos uno a uno cuando se acerquen. Ellos están ahí para captar mi presencia y acercarse hacia mí. Tienen la esperanza de que, en una de ésas, me ablande y acceda a hacer una operación comercial con algún afortunado.
Son espermatozoides de electrodomésticos. El triunfo individual es importante, pero no tanto como el triunfo de alguno de ellos. Todos comparten el mismo objetivo. Cualquiera de ellos será el que genere una nueva venta para Frávega.
No avanzan todos en patota. No se atropellan unos a otros. No les conviene. La venta será individual y circunstancial. Puede no darse. En cambio, los vendedores están ahí todo el tiempo. Tienen que convivir. Por más beneficio que pueda traer una venta, no vale el precio de pelearse o armar un escándalo.
Cuando estoy adentro, los diferentes vendedores se van acercando. No pierden la esperanza de venderme algo, incluso cuando rechazo a sus compañeros. Piensan que nadie ha dado todavía con la estrategia adecuada, y que cada uno de ellos tiene la oportunidad de ser el elegido.
A medida que varios van quedando eliminados, el ambiente de competencia cambia por uno de cooperación. Los que están afuera no tienen rencor. Alientan a sus compañeros mientras se acercan, y los consuelan cuando son rechazados. Se produce un momento de solidaridad en la derrota, que les da fuerzas para prepararse para el próximo desafío, la nueva instancia de competencia despiadada que se producirá cuando entre la próxima persona.

Explicar este mundo

El mundo es grande y complejo. Ocurren fenómenos que no estamos en condiciones de comprender del todo. Pero igual lo intentamos. O yo lo intento. En algún lado tengo la idea de que voy a poder entender, en algún momento, cómo funciona el mundo. Sé que es imposible, pero eso no es motivo para abandonar la búsqueda. La cantidad de variables, aunque enorme, es necesariamente finita. Aunque sé que no voy a poder solo, por lo menos puedo hacer aportes para que, tarde o temprano, la humanidad se acerque a explicarlo todo.
Hay cosas fáciles de comprender, cosas difíciles. A veces lo que parece está peleado con lo que es. Se requiere análisis, detenimiento, pensar cosas distintas. Y voy encontrando respuestas, que a su vez me iluminan para generar nuevas preguntas, preguntas que nunca se me habían ocurrido. Siento, entonces, un avance que me anima a seguir.
A veces, sin embargo, me choco contra misterios que sé que nunca voy a poder resolver. ¿Cómo se puede explicar un mundo en el que existe el alfajor de fruta? Acumulo experiencia, lecturas, estudios, conclusiones, y mientras hago todo eso, distintas fábricas elaboran alfajores rellenos con mermelada indefinida. Pero no es eso lo que requeriría explicación. Eso es fácil de explicar: la gente experimenta. Lo que no se puede explicar es que los alfajores de fruta tengan mercado. Existe gente que va voluntariamente a los quioscos y pide un alfajor, no de dulce de leche, no de mousse, sino de fruta. Se animan a hacerlo. No les importa si los van a mirar mal. Y no sólo piden, sino que consiguen. En el quiosco hay alfajores de fruta esperándolos.
Después van y se los comen. Puede ser que no todos los coman. Es posible que alguna gente crea que sus hijos o nietos tendrán mejor salud si comen un alfajor de fruta. Después de todo, tiene fruta, y la fruta hace bien. Eso lo puedo entender. Y puedo entender también que esa gente interprete la resistencia de los destinatarios como un obstáculo superable con educación, similar al de las verduras.
Sin embargo, he visto personas que además de comprar un alfajor de fruta, lo comían. Y no sólo eso: hacían como que lo disfrutaban. Y no era el último alfajor disponible. Era exactamente lo que querían. No entiendo cómo puede ocurrir eso, y creo que nunca lo voy a entender.
Vivimos en un mundo donde hay alfajores de fruta. También hay volcanes y terremotos, pero ésos son hechos de la naturaleza que no se producen por voluntad de nadie, al contrario que los alfajores de fruta. Tal vez un día entendamos todo lo que tiene que ver con terremotos. Puedo tener esperanza en eso. Pero los alfajores de fruta me matan la esperanza.