Escape de gas

El choque de dos camiones policiales hizo que se rompieran los tanques de ambos. El gas lacrimógeno que transportaban escapó de su destino designado. Inmediatamente, todas las personas que estaban alrededor rompieron en lágrimas.
Los conductores de ambos camiones lloraban. La gente que se juntó alrededor del accidente lloraba también. La onda lacrimógena se expandió en todas las direcciones, como una nube cada vez más grande. Cuando llegaba a los ojos, ellos respondían con secreciones. Eran lágrimas protectoras.
En pocos minutos, gente que no se había enterado del accidente también había entrado en lágrimas. Otros les preguntaban “¿por qué llorás?” y no tenían respuesta, más allá de retrucar “¿y vos por qué llorás?”
La gente lloraba sin estar triste. Toda la ciudad se veía acongojada, como si una gran tragedia los hubiera tocado en lo más hondo. Pero no era una gran tragedia, ni estaba en lo más hondo. Era una nube superficial que cubría la ciudad y tarde o temprano se dispersaría.
Sin embargo, muchos encontraron formas de empatizar el llanto de los otros. Creían ver, entre sus propias lágrimas, los motivos que generaban las de los demás. La gente se comunicaba a través de los ojos. Hacían esfuerzos para entenderse. Cada uno se daba cuenta de lo que le estaba pasando a los demás, gracias al falso síntoma de las lágrimas inducidas químicamente.
Entonces, las lágrimas del gas fueron reemplazadas gradualmente, a medida que el gas se disipaba, por lágrimas de verdad, producto de la comprensión de los problemas de los otros. La gente, y no sólo sus ojos, se sensibilizó.
La congoja reemplazó al gas como causa de las lágrimas. La población se entristeció. Todos estaban seguros de que sus problemas no eran nada al lado de los de los demás. Y ése era el asunto: nadie podía solucionar problemas ajenos. Sólo podían ofrecer sugerencias, que eran rechazadas porque los receptores estaban más preocupados por lo que le pasaba a su interlocutor que a sí mismo.
La situación se mantuvo durante varios días. Las lágrimas no paraban de caer sobre el suelo de la ciudad, como si lloviera. La productividad de la población cayó como consecuencia del tiempo que todos dedicaban a ser compasivos con los otros. Las autoridades debieron tomar cartas en el asunto. Ordenaron a la Policía ventear grandes cantidades de gas hilarante.
Pero la cantidad de gas liberado fue demasiada. La gente sonrió, luego rió, y más tarde entró en carcajadas. Poco después, todos lloraban de risa.

Trabas al río

Después de asegurarme de que era una buena idea, decidí ir al río a deshacerme de las trabas que limitan mi escritura. Una de ellas es la inseguridad, la necesidad de saber que algo está bien antes de escribirlo. Otra es el escribir de más. La tercera es la compensación, escribir de menos para que no me agarre el vicio de escribir de más. La cuarta es el exceso de “pero”, “sin embargo” y conjunciones similares. Iba a tirarlas todas al río, así se iban bien lejos.
Cuando llegué, la orilla estaba llena de autores. Todos tiraban sus trabas. El río tenía un gran caudal, que igual podía poco con la cantidad de trabas que iban cayendo. Ellas se movían lentamente, y muchas veces algunas caían encima de otras. Ocurría que determinadas trabas, ante la llegada de las nuevas, desbordaban y volvían a la orilla. Algunas tenían la suerte de volver al autor que las había tirado.
Fui con las mías y busqué un lugar libre en la orilla. Me costó llegar, porque había muchos autores esperando. Pero de a poco me fui haciendo lugar. Finalmente llegué y vi en todo su esplendor el río con las trabas flotantes.
Al verlo, algo me llamó la atención. Algunas características que ciertos autores llamaban trabas, para mí eran ventajas. Estaban ahí, en el río, pudriéndose, disponibles para cualquiera que las quisiera agarrar. Y nadie lo hacía. Tuve entonces la tentación de sumergirme para rescatar algunas, como hacen los artistas plásticos con la basura de la calle.
Estaban los juegos de palabras, las rimas métricas, los diálogos entre muchos personajes, las formas largas. Había gente que se había deshecho de todo eso, con total desparpajo. Era demasiado tentador. Decidí tirarme para poder aprovechar ese potencial.
Los autores que estaban en las orillas me miraron mal. “Eh, qué te tirás, esas trabas no son tuyas”. No les hice caso, pero veía el resentimiento que me tenían los demás. Me di cuenta de que me iban a tratar como alguien poco original, que no desarrolla sus propias técnicas, ni siquiera sus propias trabas. Un cartonero de la literatura. Un juntapuchos.
Pero no me importó. Nadé un rato y recopilé una serie de trabas ajenas para mi colección. Reemplacé las mías. Después salí del río, ante la mirada reprobatoria de mis colegas. Aunque vi que algunos me imitaban. Se acercaban discretamente a la orilla a rescatar lo que pasara cerca.
Puse las trabas en el baúl del auto y me fui. Ahora escribo distinto, con más libertad. Como ésas no son mis trabas, no me generan dudas o problemas. Sólo amplían mi repertorio de herramientas. Funcionan como disfraces. Puedo ponérmelas y sacármelas cuando quiero. Me quedó, de todos modos, la reputación de plagiador. Pero eso va a ser sólo hasta que vean lo que escribo ahora. Ahí se van a dar cuenta de lo que hice. Y si no me quieren leer, peor para ellos. Será otra traba que tarde o temprano terminarán tirando al río.

Cruza de primates

Somos primates. Descendemos de animales que vivía en los árboles. Saltaban de rama en rama, en busca de comida, de seguridad, o de compañía. Se hicieron buenos en esa tarea. Su supervivencia dependía de que lo lograran. Aquellos que no sabían calcular la fuerza necesaria para saltar de una rama a otra, caían y no dejaban descendencia. Venimos de los que lo lograron.
Nuestros antepasados calculaban la distancia, la velocidad necesaria para los saltos, y el momento justo para hacerlo. Saltar en el instante apropiado podía significar la diferencia entre sobrevivir y ser comido por algún predador. Nuestros genes fueron esculpidos por estos saltos.
Con el tiempo, bajamos de los árboles. Gradualmente ocupamos el mundo. Formamos una civilización en la que hay muchos millones de nosotros. Ya no es tan fácil que nos coma una pantera. Los peligros que enfrentamos son distintos. Hoy la manera más fácil de morir en una ciudad es calcular mal al cruzar la calle, y ser atropellados por alguno de los vehículos que construimos para hacer más rápidos nuestros trayectos.
Sin embargo, no tenemos especial cuidado. Miramos, calculamos y nos lanzamos a cruzar las calles, sin importar que puedan venir moles de varias toneladas que nos puedan causar una muerte dolorosa.
Lo hacemos porque seguimos siendo primates. Confiamos en nuestros instintos arbóreos. Lo que antes nos hacía ir de rama en rama, hoy nos permite cruzar la calle cuando viene un auto a toda velocidad. Calculamos las trayectorias, las proyectamos en el espacio y tiempo y decidimos el camino y la velocidad adecuados. En cada uno de esos cruces ponemos en peligro nuestra vida, como nuestros antepasados lo hacían al saltar de rama en rama. Y cuando llegamos al otro lado, intactos, nos invade una satisfacción muy profunda. Un orgullo del éxito repetido de nuestro linaje.

Los que apocopan

Nunca apocopo, ni apocoparé. Apocopar es poco feliz. Aquellos que apocopan no paran de apocopar. Usan apócopes para todo. Viven incompletos. Tienen miedo a lo terminado. Entonces se quedan. Apocopan todo.
Son pocos los que no apocopan. Pocos apócopes quedan sin usar. La gente los mira. “¿Por qué no apocopan?” se preguntan. Pero se lo preguntan poco. No lo saben. Se lo preguntan sólo internamente. La pregunta no sale a la superficie. Queda apocopada en su cuerpo, tal la costumbre que tienen de apocopar.
Culturas enteras son apocopadas antes de lograr su máxima expresión. De tanto apocopar, se apocopan a sí mismas. Quedan entonces apocopadas, apocalípticas. Sólo se sugieren, pero quedan truncas, en apócope, sin que terminen de concretar su potencial.

Estado del tiempo

No se puede creer el tiempo que hace. Parece que estuviera loco. Ayer nomás hacía una temperatura totalmente distinta. ¿Quién hubiera pensado que hoy iba a estar así?
Así no se puede saber cómo vestirse. No se puede confiar en los pronósticos. Dicen una cosa, y después pasa otra. O pasa lo que dicen, pero como no podemos confiar no sabemos si tenían razón o sólo acertaron. Mientras tanto, no tenemos la ropa adecuada, y sufrimos las inclemencias.
Si por lo menos fuera la época opuesta del año, sabríamos a qué atenernos. Pero ahora está todo muy impredecible. Un día hace frío, al otro hace calor. En un momento llueve, y a los cinco minutos sale el sol. No es serio.
Me encantaría que hiciera el tiempo contrario del que hace. Porque es mucho mejor. No es que no se sufre, claro, pero es mucho más llevadero. Preferiría algo más moderado, pero si vamos a elegir entre extremos, yo siempre elijo el otro. Así como está, no hay quien aguante. Es un calvario.
Lo bueno es que, viendo lo que pasó en los últimos días, lo más probable es que este tiempo no dure mucho. Por suerte, pronto mejorará.

Censura y el viento

El gobierno emitió un decreto que prohibía la reproducción y radiodifusión del tema “Tiritando”, del cantante Donald. Entre las razones esgrimidas para hacerlo figuraban la necesidad de proteger a la sociedad de la sobreexposición habitual a este tema que ocurría cada verano, y también dejar espacio para la expresión de otros compositores. Era una medida, según decía el gobierno, que promovía la amplitud y diversidad.
Grandes sectores de la sociedad se indignaron ante la noticia. Los noticieros, aprovechando que el decreto daba un margen de diez días antes de poner en efecto la prohibición, aprovecharon para ilustrar el hecho con el tema. Entonces se oyó por todos los canales la estrofa inicial:
Las olas y el viento, sucundún sucundún
el frío del mar (shala lala lala)
el frío de tu alma (shala lala lala)
me hace tiritar.
En los medios que tenían como objetivo difundir ideas y pensamientos afines al gobierno, se decidió adelantar la prohibición y no emitir el tema. Los diferentes periodistas y opinadores se las vieron en figurillas para justificar la medida. Se limitaron a repetir los argumentos del decreto y ridiculizar las opiniones contrarias. Pero trataron de evitar el asunto lo más posible.
La sociedad, sin embargo, sintió solidaridad con el autor del tema y con sí misma. Como una medida espontánea de rebelión popular, mucha gente que nunca escuchaba el tema compró el disco y empezó a pasarlo en público una y otra vez, desafiando la autoridad gubernamental. Ante la actitud social, muchos medios independientes decidieron arriesgarse a sanciones y difundir la canción. Sonaba todo el día por radio y televisión. Los diarios imprimían la letra.
Algunos medios trataron de encontrar al autor de la canción, Donald, para preguntarle qué sentía ante lo que estaba pasando. Pero Donald estaba en un geriátrico, sordo, y dedicaba sus días a mirar las manchas de humedad en el techo. Nunca se enteró de lo que estaba pasando con su canción, ni de que se había convertido en un símbolo de las luchas de las sociedades por sus derechos.
Cada audición de “Tiritando” era una tirada de orejas al gobierno, un recordatorio de que la sociedad era soberana y no aceptaba prohibiciones arbitrarias. Una incitación a cuestionar no sólo ésa, sino otras medidas que el gobierno había tomado con anterioridad y pensaba tomar. De repente, la sociedad decidió que el gobierno no era confiable.
En las altas esferas gubernamentales decidieron que la situación requería un cambio de rumbo. Entonces lo tomaron sin dilación. Decidieron no sólo anular el decreto, sino mostrar su compromiso con la libertad de expresión. Para eso, y para mostrar que no había rencores, una ambulancia del Poder Ejecutivo fue a buscar a Donald a su geriátrico, y lo llevó directamente al salón de actos de la Casa de Gobierno, donde recibió una condecoración presidencial por su incansable lucha contra la censura.

Humor tributo

Los humoristas tributo gozan de gran popularidad. Se trata de seguidores entusiastas de exitosos humoristas extranjeros, que el público local no puede ver en vivo. Ellos consiguen el material, y se lo aprenden.
Los humoristas tributo hacen los mismos chistes que los originales, y el público los aplaude con el mismo entusiasmo.
Algunos de estos artistas, sin embargo, no se conforman con hacer covers. Quieren ganarse un espacio propio con material original. Después de todo, eso es lo que hicieron los artistas a los que emulan. Entonces intercalan en las rutinas algunos chistes propios, para probarlos entre material seguro.
Pero están tan metidos en el humorista extranjero, que los chistes propios no llegan a distinguirse de los covers. Apenas si son reiteraciones locales de chistes adyacentes. El material original apenas llega a ser cover de los covers.
El público, no obstante, los festeja igual, porque eso es lo que fueron a ver. El objetivo de los presentes es estar en un espectáculo de humor conocido. Poder reírse de chistes que se saben de memoria. Muchos miembros del público, mientras el artista está en escena, recita los chistes. También los festeja al reconocerlos, y cuando terminan.
Al final del espectáculo, todos quedan conformes. El público logró presenciar exactamente lo que quería, sus chistes favoritos. Y el artista, a través de su  performance, logró rendir tributo a su mayor influencia.
El fenómeno no se agota en ellos. Los artistas originales, muchas veces, con el tiempo logran tanto éxito que el público les pide sólo sus grandes éxitos. Al principio se resisten, pero pronto descubren que es más fácil trabajar así, porque no tienen que escribir chistes nuevos, ni pasar por el estrés de probarlos. Se convierten de esa manera en tributos de sí mismos. Son automáticamente los líderes de una gran mamuschka de tributos en los que el artista original queda envuelto para siempre.

La caída de la bandera

La bandera está fláccida. El mástil apenas se sostiene. No puede soportar el peso del pabellón nacional. Está sujeto de un soporte que parece un paragüero.
Es una bandera de ceremonias. Se la usa sólo en los actos patrios. El resto del tiempo, queda apoyada en un rincón. Si se la trata de extender, para apreciar los colores, el mástil no resiste. La bandera cae al suelo.
Hay que evitar que se caiga, porque puede ensuciarse. Y esa mugre no se irá jamás. Está prohibido lavar la bandera. Es una falta de respeto a la patria.
Por eso la bandera no se suele tocar. Está olvidada excepto cuando se la necesita para una ceremonia. Si no hay alguien que la sostenga, vuelve a su posición original de reposo. Sólo cuando una persona lo lleva, el estandarte se permite flamear.
Esto me hace pensar. Es posible que la conducta de la bandera simbolice algo, como la bandera misma. Simbolice algo referido al país, tal vez. No sé. Me imagino que alguien más perspicaz que yo estará en condiciones de leer entre franjas, y llegar a las conclusiones pertinentes. Lo dejo en sus manos.

Made in Mexico

La Coca-Cola no se mantiene inalterable. A través de los años ha sufrido algunos cambios. Se ven especialmente en el envase, que año a año va incorporando novedades, aunque el logo básico es siempre el mismo.
La bebida en sí, en tanto, ha eliminado de su fórmula la cocaína, que venía contenida en su materia prima, las hojas de coca. Hoy las hojas son tratadas para eliminar ese estimulante.
Luego de la debacle de la New Coke en 1985, la Coca-Cola Company no se arriesga a hacer cambios drásticos en su producto estrella. Sin embargo, en la misma época se produjo una modificación más sutil, que ha persistido hasta ahora.
Debido a que el precio del azúcar en Estados Unidos ha ido en aumento, la Coca-Cola dejó de endulzarse con ella. Fue reemplazada por el jarabe de maíz de alta fructuosa, que es mucho más barato. Su sabor es prácticamente el mismo, y por este motivo el público no generó protestas masivas. La diferencia era demasiado sutil.
Pero existen personas con paladar más exigente. Ellos se dieron cuenta de que la Coca-Cola no era lo mismo que antes. Durante un tiempo no les quedó más remedio que seguir tomando la versión nueva. Todas las gaseosas competidoras también hicieron el mismo cambio, por las mismas razones. El público no tuvo más remedio que aceptarlo, hasta que algunos se dieron cuenta de que no en todos los países el jarabe de maíz es más barato que el azúcar.
Empezaron entonces a viajar a México con el solo propósito de comprar Coca-Cola. Ahí todavía se puede conseguir la verdadera, la que en Estados Unidos no se fabrica más. Se armó un movimiento de importación de gaseosa mexicana. Aquellos que viajaban aprovechaban para llevar botellas retornables vacías y las cambiaban por el producto que en su país ya no se podía conseguir.
También se empezó a sentir la demanda de los inmigrantes mexicanos en el sur del país, que se encontraron con una Coca-Cola distinta de la que estaban acostumbrados a tomar, y añoraban la bebida con la que se habían criado. Los inmigrantes y los nativos coincidían en que la Coca-Cola americana no era la misma con la que habían crecido.
Desde entonces, varios distribuidores se dedican a importar Coca-Cola de México a Estados Unidos, y en numerosos puntos de venta se puede conseguir “Coca-Cola mexicana” como una alternativa a las numerosas líneas de fabricación nacional.
La Coca-Cola Company no ha respondido oficialmente a esta demanda. Se limita a no objetar la venta de Coca-Cola mexicana. No tiene planes de reintroducir el azúcar a la bebida más popular del país. Pero es probable que esto más temprano que tarde cambie. Pepsi se ha adelantado y lanzó la Pepsi Throwback, una Pepsi idéntica a la de los ’80, endulzada con azúcar, que de paso recicla el logo y diseño de los envases de esa época. De esta manera, quienes se criaron en aquellos años, pueden volver a repetir la experiencia de tomar exactamente la misma Pepsi que entonces.

Un oscuro fratricidio

Santiago no soportaba a su hermano. Pensaba que no le dejaba espacio, que no lo dejaba ser. Tenía que compartir todo con él, y estaba cansado. La falta de independencia le impedía crecer.
La corta edad de Santiago impedía que se fuera a otra parte. Por el momento el único lugar que había conocido era el que ambos compartían, el vientre materno. Habían coexistido ahí desde el principio de sus días. Santiago no aguantaba más. El hermano no parecía estar muy enterado del hartazgo de Santiago, aunque no se podía ver muy bien su expresión por la ausencia de luz en el lugar.
Con el correr de las semanas, Santiago empezó a urdir un plan de matar a su hermano. Él ignoraba que en algunos meses estaba previsto que ambos salieran y tuvieran mucho espacio a su disposición. Tal vez, de haberlo sabido, habría podido aguantar. Pero lo que faltaba era más del doble del tiempo de vida que tenía hasta ese momento, entonces de cualquier modo era relativamente mucho tiempo.
Una noche, mientras la madre dormía, Santiago puso en marcha el plan. Mordió a su hermano en la yugular y lo dejó morir desangrado. Pero pronto se dio cuenta de que, muerto o no, el hermano seguía estando ahí, quitándole espacio. Tenía que hacer algo con sus restos.
Entonces hizo en forma algo prematura lo que hacen todos los bebés: llevárselo a la boca. Poco a poco se lo fue comiendo. Santiago no tenía dientes, pero su hermano no se había endurecido mucho. Además, el líquido amniótico facilitaba la masticación.
Santiago tuvo, entonces, todo el útero a su disposición. Sus padres nunca se enteraron. Los informes que hablaban de mellizos fueron desmentidos por las ecografías posteriores. Al finalizar, el embarazo, Santiago nació y fue recibido sin la más leve sospecha. Nunca nadie había sabido de la existencia de su hermano, por eso nunca recibió un nombre. Nadie supo nunca que Santiago era un asesino, ni siquiera él mismo, que con el tiempo olvidó lo ocurrido. Pudo vivir su vida sin miedo a las consecuencias del hecho que había protagonizado, y sin saber que había logrado el crimen perfecto.