Cuando los alcancé

Al empezar la escuela, estaba entre los más chicos. Todos los de los grados superiores eran más grandes que yo, y por eso tenían más experiencia. Yo tenía que aprender muchas cosas acerca de cómo había que manejarse. Pero los más grandes siempre habían tenido más tiempo, y por lo tanto habían aprendido más cosas que yo.
Se manejaban, entonces, con códigos que no entendía. Cuando pasaba un año, posiblemente era capaz de entenderlos, pero para entonces ellos tenían códigos nuevos, que habían adquirido mientras yo me ocupaba de aprender los anteriores.
Ellos aprovechaban esos códigos para burlarse de nosotros por el simple hecho de no compartirlos. Entonces me caían mal. Los más grandes no eran buena gente, y me sentía con suerte de haber nacido en el mes que nací, y no dos meses antes, lo que me hubiera mandado a formar parte de esos grupos despreciables.
Un día, sin embargo, llegué a séptimo grado, y me encontré entre los más grandes. Era una situación rara. No estaba acostumbrado a semejante cosa. Siempre había habido algún punto de referencia en el que yo no era el más grande, y de pronto lo había cruzado. Fue un año muy confuso. No me sentía como alguien grande. Aunque estaba contento de que ahora los más grandes fuéramos nosotros. Estaba, sin embargo, la idea de que tal vez no había aprendido todo lo que debía aprender. Los que estaban en séptimo grado en el año anterior tenían mucha más experiencia que yo, y seguramente todavía podrían ejercer esa influencia.
O sea, me sentía fuera de mi lugar. No nací siendo el más grande, y de pronto lo era. Pero era el mismo de antes, y seguía sintiéndome ése, y no podía respetarme como alguien grande, sabiendo que hacía no tanto tiempo era alguien chico, que miraba a los grandes desde abajo.
La situación se rectificó al año siguiente, cuando empecé el secundario y de nuevo fui uno de los más chicos. Se dio una situación similar. Los de años superiores me caían mal, porque no hablábamos el mismo idioma. Y cuando llegué al último, me sorprendía, porque me encontraba con los mismos que habían estado en primero usurpando quinto año.
Después terminé la escuela. Y de pronto caí en un sistema donde saber quién era más grande era irrelevante. Ahora el camino es individual, y me encontré con que varios de los que me caían mal por ser más grandes son perfectamente razonables.
Pero todavía, cuando me doy cuenta de que alguien es uno o dos años más grande que yo, me agarra una pequeña desconfianza.

El dinero las paga

Al final, todo el mundo culpa injustamente al dinero de los males que ocurren. Le atribuyen ser la raíz de todos los problemas, y piensan que si no existiera las cosas serían más llevaderas. Se volvería a un presunto estado natural. Porque está claro que los animales no tienen dinero, y nadie puede decir que sean infelices.
Claro que los animales tienen economía. Y una economía salvaje, que no perdona ningún error. Si vos sos un animal, y no corrés lo suficientemente rápido, te comen. Ésos son problemas, y no están causados por el dinero. Porque los animales no tienen dinero.
El asunto es que la gente intercambia cosas. No va a dejar de hacerlo, ni es necesario que eso ocurra. El dinero es una herramienta para facilitar ese intercambio. Si no existiera, tendría que recurrirse al trueque. Para que alguien nos entregue lo que necesitamos, sería preciso que nosotros tuviéramos lo que esa persona necesita. Y tal vez no.
En su lugar, tenemos lo que alguien, algún otro, necesita. Entonces se lo vendemos por una cantidad de dinero. Y con ese dinero vamos y compramos lo que necesitamos nosotros. Es muy simple. Y en teoría, mientras más le demos a la sociedad, más dinero vamos a recibir para poder hacernos de lo que necesitamos y también de lo que queremos.
Claro que hay algunas inequidades ahí. No todos los que dan algo útil reciben el dinero que suponemos que sería adecuado para lo que dan. Muchos que dan poco o incluso perjudican reciben mucho dinero. Nadie lo va a negar. Ahora, eso no es culpa del dinero.
En todo caso, es culpa de la avaricia. La gente que quiere obtener cada vez más a cambio de cada vez menos. Esa gente existe, y nadie desde este texto va a ponerse a defenderla. No está mal querer dinero, y no está mal querer más dinero. Lo que es perjudicial es la desmesura.
Pero la desmesura existiría igual, con o sin dinero. No hay por qué pensar lo contrario. Esa gente se las arreglaría para ofrecer lo suyo por recompensas más valiosas que lo que deberían ser. No es cuestión de ponerme a detallar estrategias, ni dar ejemplos. Sólo quiero que se den cuenta de que el dinero no es el origen de todos los males. Es, en todo caso, una manera de cuantificarlos.

Debate público

Está lleno de gente que dice lo que piensa. Es fácil. Sólo hay que pensar algo, y después decirlo. A su vez, los otros, cuando ven que alguien dice lo que piensa, lo comparan con lo que piensan ellos, y deciden que no es exactamente así. Entonces se acercan al primero y lo corrigen. Se produce así un debate en el que dos personas tratan de convencer al otro de que piensen lo que piensa cada uno. Son raras las ocasiones en las que uno de los dos logra su cometido. Lo que suele pasar es que ambos consiguen reforzar su pensamiento, en desmedro del del otro.
Ante la imposibilidad de un debate en el que alguien esté dispuesto a perder, he decidido que no es una buena estrategia andar por ahí diciendo lo que pienso. No es que no me anime. Me animo, no tengo ningún problema. Puedo debatir, si tengo ganas. Pero no tengo ganas. Es aburrido.
Prefiero andar por ahí diciendo lo que no pienso. Escandalizando a la gente, cuando escuchan pensamientos radicalmente diferentes a los de ellos. Entonces vienen, y tratan de rectificar lo que piensan que pienso, sin pensar que no pienso eso sino que lo digo sin pensar. Por eso rechazo el debate. Por eso y porque, de todos modos, no sería un debate en serio aun si pensara lo que ellos piensan que pienso y sólo digo.
Pero me entero de lo que la gente piensa. Escucho sus argumentos, su forma de razonar. Y eso me permite evaluarlos, y llegar a la conclusión de que, tal como sospechaba, las cosas que realmente pienso son correctas. No era necesario un debate.

Con la gente

Me gusta mezclarme con la gente común. Cada tanto, necesito un poco de respiro, ver qué otra cosa se puede hacer. Entonces me sumerjo entre la gente. Empiezo a interactuar, me entero en qué andan.
Eso me permite no sólo despejarme, sino que me da ideas. A veces la gente común llega a tener costumbres que vale la pena copiar. Meterme entre ellos hace que pueda tomar nota de lo que están haciendo y, por qué no, hacerlo también yo. Sé que después, cuando pase de moda, voy a ser el único en mantenerlo.
Es interesante examinar a la gente. Hacen extrañas actividades. Piensan de maneras muy diferentes y exóticas. Sostienen principios inimaginables. El mundo es una fuente de creatividad inagotable, con la que sólo hace falta conectarse para obtener un beneficio.
La gente no se da cuenta de que estoy entre ellos. En general, están abocados a sus respectivas actividades. Igual que yo. Por eso no me examinan, a pesar de que yo los estudio todo el tiempo. Me gusta ver cómo responden a ciertos estímulos. Me pongo a dialogar, y me entero de cuáles son sus prioridades, y cómo difieren de las mías.
A veces me entusiasmo. La gente común tiene sus virtudes. Puede pasar que me quede un buen rato ahí metido, y hasta que me confunda. Pero siempre me acuerdo de quién soy yo, y quiénes son ellos. Entonces mantengo cierta distancia, cuando no física, mental. Porque tampoco es cuestión de contaminarme.
Me ha pasado, sin embargo, que al volverme de ver a la gente común tuve ganas de traerme a alguien. Alguna persona a la que le veo el potencial de estar a mi altura alguna vez. Alguien que, con la educación y el cuidado adecuado, pueda llegar a mantener una conversación interesante conmigo.
Pero no quieren venir. Se asustan ante la propuesta. No se animan a dejar de ser lo que son para unirse al club de los extraordinarios.
Qué boludos.

Nosotros y Ellos

Hay dos clases de personas: Nosotros y Ellos. Unos son mejores, otros peores. Ellos son los peores, porque no son como Nosotros. Nosotros somos los mejores. Ellos son diferentes, y por lo tanto inferiores. Nunca lograrán estar a nuestra altura. Nosotros, por nuestra parte, no estaremos a su altura, porque estamos muy ocupados estando en la nuestra.
¿A qué grupo pertenecemos nosotros? Siempre a Nosotros. Ellos, en cambio, van cambiando. Algunos de Ellos eran parte de Nosotros y hoy están entre Ellos. Son traidores. Pero en realidad no tanto, porque aunque estuvieran con Nosotros siempre fueron de Ellos.
Siempre es mejor sincerar esas pertenencias, porque si no se producirían situaciones confusas. Tendríamos que dividir a ambos grupos en dos. Los verdaderos Nosotros, los falsos Nosotros que en realidad son Ellos, los falsos Ellos que no saben que son Nosotros, y los verdaderos Ellos. Es un problema, porque nosotros no podríamos confiar ni siquiera en Nosotros. De repente, estamos hablando con alguien que creemos que es de Nosotros y resulta ser de Ellos. Es poco práctico.
Conviene, entonces, identificarlos bien. Los estereotipos ayudan. Ellos son todos deformes, pelados, y tienen marcadas disfunciones sexuales. En cambio, Nosotros somos más normales, como la gente. Pero ojo: estos estereotipos son sólo eso: algunos de Nosotros son pelados, y algunos de Ellos parecen normales, como nosotros. Pero es sólo porque no somos todos iguales, y aún entre Nosotros y Ellos existen diferencias. Pero hay una diferencia marcada que nunca podrá cubrirse: ellos son Ellos, y nosotros somos Nosotros. De ahí no salimos.
Algunos de Nosotros cometen el error de estar en contra de Ellos. Pero eso no es necesario. Ellos tienen más necesidad de estar en contra de Nosotros, porque Ellos son inferiores, y si lograran extinguirnos dejarían de serlo para pasar a ser lo único que hay. Pero les quedará el recuerdo de Nosotros. Porque Ellos, en realidad, nos admiran secretamente. Quisieran ser como Nosotros, pero saben que no les da. Por eso, entonces, para rebelarse, expresan una especie de orgullo de ser Ellos, que no podemos entender. Porque todos sabemos que el verdadero orgullo viene de ser Nosotros, no de ser Ellos. No tiene nada de respetable ser Ellos. Por eso somos Nosotros.
A Nosotros, Ellos no nos molestan demasiado. Nos sirven para unirnos más, para valorarnos entre nuestra comunidad. Cuando alguno de Nosotros está disconforme, o estamos disconforme con él, podemos mirar hacia abajo, y decir “por lo menos no somos como Ellos”. Así, respiramos aliviados y podemos continuar nuestra vida, feliz de ser Nosotros.

Mis impulsos genocidas

Hay veces que me dan ganas de matarlos a todos. Pero debo controlarme. No quedaría bien. ¿Qué pensarían los sobrevivientes? Seguramente me resentirían durante años. Y no es práctico hacerse tantos enemigos.
Aparte, muchas veces me dan ganas de matarlos a todos, pero después se me pasa. Si lo llevara a cabo seguro me arrepentiría y tendría que vivir con la carga de lo que hice.
Es bastante difícil matarlos a todos. Mucho quilombo. La verdad, no tengo ganas de dedicar tiempo a todos los planes que requeriría una acción de semejante envergadura. Aparte es difícil lograr que no se filtre nada, porque necesitaría una cantidad de cómplices que pueden abrir la boca. Ellos deberían ser los primeros en ser matados, pero hacerlo de esa manera complicaría las cosas.
Es así. Tengo que controlar mis impulsos genocidas. No diría que nada bueno puede venir de ellos, pero está claro que tiene ventajas y desventajas. Por el momento lo voy a evitar.

Responsabilidad teórica

Albert Einstein se escudaba en las acciones de los demás. “Yo no hice la bomba, si hubiera sabido que mis investigaciones iban a terminar en esto, no las hubiera realizado”. Pero era tarde. Gracias a su aporte, el mundo tenía bombas nucleares.
Einstein, incluso, había insistido en que se construyeran, porque al existir el conocimiento de la posibilidad, el otro lado seguramente estaba trabajando en lo mismo. Y era preferible que la tuvieran los propios.
De cualquier manera, Einstein lamentaba que hubiera que hacerla. Sabía que era algo devastador como nunca antes. Por eso quiso deslindar su responsabilidad. Él no construía la bomba. Sólo había formulado la posibilidad, y ni siquiera con ese objetivo. Eran los otros los que aplicaban sus teorías para la guerra. Si fuera por él no existirían.
Pero la sociedad no le hizo caso. Lo responsabilizó sin dudar. Nadie podía creer que el célebre físico no hubiera visto las consecuencias de sus investigaciones. Para la gran mayoría, Einstein no estaba en condiciones de hacerse el boludo.

Buena persona

En realidad, no intento ser bueno. No tengo ningún interés en ayudar a los demás, ni en los demás, ni en nada que no me beneficie directamente. Sin embargo, no parece. Nadie se ha dado cuenta hasta ahora de que no es así. Y ni siquiera me interesa parecer algo que no soy.
El asunto es otro. Soy un ser egoísta, miserable y tendenciero. Soy una mala persona, no lo voy a negar. Pero no soy bueno en ser una mala persona. Mi maldad es completamente ineficaz, entonces parece que soy bueno.
Por eso los demás me admiran, y por eso no tengo respeto por los que me admiran. No se dan cuenta de que lo que parece mi bondad es sólo una maldad que no llega a florecer. Que abajo de lo que logro están mis intenciones, y que esas intenciones son despreciables. Porque no sólo soy malo, también soy un inútil.
Debo decir que esa inutilidad me ha funcionado. La gente me admira, me quiere, confía en mí. Me sirve para el futuro. Algún día voy a lograr mi propósito. Voy a hacerme bueno en ser malo. Y nadie lo va a ver venir.

Sonámbulo de día

Tengo la costumbre de estar despierto a la noche y dormir de día. Pero no me afecta, porque soy sonámbulo. Eso me permite realizar todas las actividades cotidianas mientras duermo. No hay método más eficiente.
Todos los días voy a trabajar dormido. Pero nadie se da cuenta. Y como nadie se da cuenta, me siguen la corriente. No intentan despertarme, que es lo peor que se le puede hacer a un sonámbulo. Asumen que ya estoy despierto, y yo actúo como si lo estuviera.
No es que no hay diferencia. Lo que pasa es que ellos no me conocen despierto. Sólo han visto ese semblante tranquilo, que confunden con una personalidad analítica. Creen que estoy pensando cuando en realidad estoy durmiendo.
Desde que me pasa eso no uso pijama. Me voy a dormir listo para trabajar, y me ocupo de mantener el pelo bien corto, así no voy despeinado. Me viene dando resultado desde hace cinco años. Me permite aprovechar las veinticuatro horas del día. Y al trabajar dormido, le gano al sistema.

Congreso de Tucumán

Cuando el tren se acerca a la estación Congreso de Tucumán, todos los pasajeros saben que se van a bajar. No hay otra opción, es la terminal. Algunos realizan el procedimiento habitual de bajarse en la siguiente estación. Consiste en hacer el último tramo del viaje parados cerca de la puerta, para bajar rápidamente cuando se abra. El subte es un medio de transporte rápido, razonan que no tiene sentido producir demoras extra al pararse una vez que el tren está detenido.
Algunos tienen estudiada la estación, fruto de bajarse seguido, y saben en qué puerta conviene pararse para quedar cerca de la escalera más conveniente. Esto acelerará un poco más el viaje, y permitirá (si la escalera es mecánica) evitar quedar atrapado detrás de los que la bloquean.
Pero para poder realizar esta maniobra, es necesario saber de qué lado del tren habrá que bajar. Los carteles suelen indicar cuáles estaciones son de andén central. En ellas se baja en la puerta opuesta. Congreso de Tucumán es de andén central, pero también es la terminal. Esto significa que ambos andenes se utilizan para descender. Por lo tanto, puede tocar cualquiera de los dos.
Los pasajeros duchos no esperan al momento de llegar al andén para hacerlo. El tránsito diario, sumado a la observación de lo poco que hay para ver por las ventanas del subte, permite inferir el lado antes de llegar. Es cuestión de mirar en qué vía avanza el tren.
Los trenes habitualmente van por la vía izquierda. Antes de llegar a la estación hay un cambio. Lo que no se sabe es si el tren tomará o no ese cambio. Lo más fácil y probable es que lo tome, porque así quedará ya perfilado para ir por la izquierda en el regreso. Pero ese andén puede estar ocupado. Entonces puede continuar por la misma vía.
Algunos pasajeros se aventuran a una de las puertas. Suelen elegir la derecha, que es la que permite ver el cambio. Cuando se produce, todos los informados se dirigen prontamente hacia la puerta correcta. Algunos no están al tanto de todos los cambios, pero siguen a los que primero se mueven (es otra indicación válida). A veces, unos pocos obstinados se quedan en la otra puerta, apostando a que los demás estén equivocados. Pero como los otros saben lo que hacen, esos obstinados comprobarán su error al llegar al andén.
Cuando el tren se detiene y abre las puertas, los que estaban esperando ansiosos ese momento bajan a toda velocidad. Quedan en los coches los otros, los que nunca se molestaron en levantarse de su asiento, porque no necesitan gratificación instantánea. A su ritmo se levantarán y se retirarán del tren. Encontrarán una escalera y subirán a la calle, a caminar hasta su destino. Cuando lleguen a la superficie, los primeros en salir estarán ya fuera de la vista.