Paren de aplaudirme

Está bien. Los entiendo. Ustedes me ven moverme sin una pierna, y les parece meritorio. Capaz que tiene mérito y todo. Pero para mí es algo de todos los días. No lo hago para inspirarlos, lo hago para andar por la vida.
No tienen que ponerme de ejemplo, como si fuera la única persona en el mundo que logra esto. Déjenme de joder. Estoy seguro de que ustedes, llegado el caso, también podrían caminar. Es cuestión de práctica. Al principio puteaba, creía que nunca iba a lograr dar un paso. Pero después me acostumbré. Y ahora no me cuesta, o no me doy cuenta que me cuesta. No es un acto heroico caminar con una pierna. Es mi forma de caminar.
Ya es instintivo. Es como andar en bicicleta. La diferencia es que no dejo de hacerlo para después acordarme. Lo hago todos los días, sin pensar, incluso sin darme cuenta. No hace falta que me señalen, que me muestren a sus hijos.
No quiero ser un ejemplo. La idea no es ser un modelo de resistencia a la adversidad, sino manejarme, hacer mi vida. Déjenme hacerla en paz. No me cedan los asientos, no me manden al principio de la cola. No me lo merezco sólo por no tener una pierna, ni por vivir igual. ¿Qué quieren, que me quede en una cama?
En todo caso los que se quedan en una cama son los malos ejemplos, los que no hay que seguir. Pero nosotros, los que salimos, somos muchos, y hacemos lo mismo que ustedes. La gente que se pone anteojos no recibe privilegios por sobrellevar su discapacidad visual. ¿Por qué no hacen lo mismo con los que usamos muletas?
Déjenme destacarme por mi mérito.

Intento de esquiar

Una vez intentaron enseñarme a esquiar. Fui voluntariamente. Tomé la aerosilla, me puse todo el equipo correspondiente. Empecé a caminar sobre la nieve con los esquíes puestos, tratando de balancear el peso extra que llevaba. En general no soy de balancear bien el peso que llevo habitualmente. Caminaba despacio, de a una pierna por vez. No arrancaba el movimiento de la siguiente pierna hasta que la anterior estuviera en posición. Con los esquíes, parecía un pingüino. Y eso que los pingüinos no tienen nada parecido. Sospecho que si se le pusiera esquíes a un pingüino parecería un hiperpingüino.
Había un instructor que estaba intentando mostrarnos cómo se esquiaba. Era italiano, y seguramente sabía esquiar. Lo que no sabía era español. Pero lo intentaba. Entonces hablaba un idioma que nunca existió, y en ese idioma trataba de decirnos cómo teníamos que hacer para lanzarnos por la pendiente de la montaña y disfrutarlo.
No sé si alguno de los otros entendió. Pero lo que yo entendí me quedó claro: esquiar no es para mí. Estoy fuera de mi elemento, no sé manejarme con esos aparatos atados a mis pies. No llegué a verme esquiando, ni siquiera en un futuro lejano. Me sentí perfectamente inútil. Tuve la misma sensación que tengo cada vez que intento silbar.
Tal vez la capacidad para esquiar sea algo innato en las distintas personas. Algunos pueden, otros no. Hay gente que lo hace con toda naturalidad. Transitan la nieve como si siempre lo hubieran hecho, y es su primer intento. Para ellos se hicieron las pistas más avanzadas. Para la gente como yo se inventaron las escaleras.
Me pregunto si los que pueden esquiar son los mismos que pueden silbar. También es una habilidad innata, que le sale naturalmente, sin pensar, a los que la practican. Tal vez sea una manera práctica de identificarlos: quien no sepa silbar, que ni intente esquiar. O tocar la guitarra. O comer acelga, treparse a una soga, entender por qué alguien iría a un casino, distinguir dulce y salado, arreglar motores rotos, dominar su cabellera ni encontrar las venas de los brazos para sacarse sangre.

Juegos de cabeza

“Si tomás eso, se te va a derretir el cerebro”, me decían los mayores. Y durante mucho tiempo les hice caso. Pero llega un momento en el que uno tiene que decidir por sí mismo, y para asegurarse de que el que toma la decisión es uno y no los demás, la única opción es hacer lo que los otros aconsejan evitar. Así que me puse a buscar esas pastillas. Fue fácil encontrarlas. En la escuela todo el mundo las tomaba. Era cuestión de preguntarle a alguien de confianza dónde se podían comprar.
Cuando las conseguí, me decepcionó un poco su aspecto. Eran tres cápsulas blancas y sólidas. Parecían Tylenol. La indicación era tomarlas todas juntas. Era importante usar agua para tragarlas, no alcohol. Aparentemente eso hacía mal.
Luego de contemplarlas durante unos momentos, las coloqué en la parte de atrás de la lengua y las bajé con un buen trago de Coca-Cola. Me dediqué entonces a esperar que hicieran algún efecto.
Pero no me hacían nada. Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento, o que me habían vendido pastillas de mala calidad. Tal vez eran Tylenol, nomás. Decidí presentar mi queja al vendedor. Me costó levantarme, porque estaba sentado en un sillón muy mullido, que parecía que me estaba tragando. Hubiera sido fácil salir con la ayuda de la mano de alguna persona que estuviera cerca. Pero no había nadie cerca, me había asegurado de que nadie me viera.
Descubrí que la clave para salir de ese sillón era hacer fuerza con la cabeza. Si me concentraba en el torso como impulso para levantar el cuerpo, no pasaba nada. Llegué a la conclusión de que todo estaba en la cabeza. Ella era la que decidía, si tenía la suficiente voluntad iba a poder salir. Entonces me concentré con gran esmero, y la cabeza me guió hacia fuera de ese sillón.
Cuando salí, estaba como colgando de la cabeza. No se notaba porque los pies llegaban hasta el suelo, pero el centro de gravedad se había trasladado. Claramente, la cabeza estaba a cargo. Podía verme desde arriba, indefenso ante mí mismo, a merced de lo que la cabeza quisiera hacer conmigo. Inmediatamente empaticé. Me identifiqué con la cabeza, y supe que ella era yo, y que yo era ella. Ambos éramos uno, o una. Nunca me sentí tan unido con mí mismo, tan consciente de la importancia de mi propio cuerpo sobre mí ni sobre mis acciones.
Pero la cabeza no era toda igual. También ella sentía una unidad. No es lo mismo la mandíbula que las orejas, sin embargo en ese momento sí eran lo mismo. Lo importante era lo de adentro, y toda la cabeza, igual que el cuerpo, estaba hecha fundamentalmente de lo mismo. Incluso el cerebro se sintió consustancial con el resto del cuerpo.
Tanta confraternidad generó una gran unidad en mí. Y eso es peligroso. Al identificarse el cerebro con el resto del cuerpo, intentó trasladarse como para hacer una visita oficial al distrito sobre el que tenía soberanía. Y se empezó a desintegrar. Me di cuenta de que el cerebro se estaba derritiendo. No lo podía permitir. Rápidamente me lo saqué y pedí ayuda. Necesitaba algo donde apoyarlo. Como ya estaba en la calle, con la desesperación entré a un montón de lugares donde no me podían ayudar. El único donde me hicieron caso fue en un lavadero. Me ofrecieron ponerlo en el secarropas, ahí seguro que no se iba a derretir. Pero no me gustó la idea. Era mucho calor. Prefería algo frío. Por eso entré a la heladería de al lado y pedí un cucurucho sin ningún sabor.
Apoyé el cerebro en él, pero se seguía derritiendo. Tenía que lamer las gotas de seso que iban cayendo sobre el barquillo para no perder masa encefálica. Un empleado de la heladería me vio y quiso ayudarme. Me ofreció bañar el cerebro en chocolate, para mantenerlo contenido. Me lo devolvió en seguida, pero fue peor. Además de derretirse el cerebro, se derretía el chocolate. Era, eso sí, más agradable de lamer.
Igual decidí sacar esa capa de chocolate, porque quería tener al cerebro bien vigilado. No fuera cosa que me lo tragara, y pasara a formar parte del aparato digestivo. Ya había aprendido los inconvenientes de pensar con el estómago.
Tener tanto tiempo el cerebro desprotegido me ponía nervioso. Tenía que devolverlo a su lugar antes de cometer algún error del que me arrepintiera el resto de mi vida. Lo llevé por la ruta más directa: lo aspiré con la nariz. El cerebro entró de a poco, como un fideo continuo, y se fue acomodando en el cráneo. Al principio no encontró la posición adecuada. Fue necesario mover un poco la cabeza para acomodarlo bien. Por suerte había música adecuada.
Me quedó el cucurucho solo, que aproveché para comer. Fue un error. Rápidamente bajó, y se me fue a las rodillas. Quedaron puntiagudas, mucho más peligrosas que antes. Me moví entonces con cuidado, porque no quería pegarle un rodillazo accidental a nadie. Pero el mundo, de repente, empezó a girar vertiginosamente. Yo me mantenía en el centro, tranquilo, como en el ojo del huracán. La gente, sin embargo, no parecía especialmente inquieta. Sí acelerada, pero por la velocidad del entorno, no por alguna respuesta propia a esa velocidad. En ese momento cometí el error de salir de ese centro. Al moverme, perdí el equilibrio y empecé a girar alrededor de mí mismo. Mi posición horizontal me hacía desconectarme. La cabeza, que estaba más lejos del centro, se separaba del resto del cuerpo. Ya no estaba a cargo. Para poder salir de esa posición necesitaba pensar rápidamente con los pies. Sin embargo, no se ponían de acuerdo. Cada pie quería algo distinto, y que el otro lo obedeciera. Eso con la cabeza nunca había pasado. Sabiamente la cabeza es una. Aunque corría peligro de reducir esa cantidad si los pies no lograban tomar una medida conjunta.
El resto del cuerpo presionaba a los pies a través de las piernas. Tuve que esforzarme para mantener la unidad en el torso, porque la fuerza de los pies podía hacer que se dividiera también. Y en ese caso habría estado en problemas.
Los pies estaban más concentrados en sus problemas que en los del cuerpo. Entonces la cabeza decidió tomar cartas en el asunto. A duras penas se arrastró como pudo hacia los pies y procedió a darles una lección. Ahí los pies se unieron, pero en contra de la cabeza. Ambos decidieron que nadie iba a venir a decirles lo que tenían que hacer. Entonces empezaron a dar patadas a la cabeza, con un gran control cefálico. Los pies hacían jueguito, se pasaban la cabeza uno al otro. A veces la compartían con el resto de las piernas, y la cabeza cerraba los ojos para evitar que la punta de una rodilla arruinara la vista para siempre.
Los pies se entusiasmaron, y el cuerpo olvidó sus problemas. Los brazos, el abdomen, los hombros, todo el cuerpo se acopló al juego. La cabeza iba de un lado para el otro. El cuerpo estaba contento de manejar a la cabeza, por una vez. El juego siguió hasta que la cabeza cayó entre los hombros, y accidentalmente volvió a su lugar.
En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza volvió a estar a cargo. Decidió una amnistía para el resto del cuerpo, porque sabía que de otro modo se iba a venir un conflicto que podía terminar con su cabeza, o sea con su totalidad. Pero se ocupó de dejar claro quién estaba a cargo, y por un tiempo decidió hacer marchar a los pies con un compás definido, un dos un dos.
La marcha desembocó en una pared de ladrillos. La cabeza no la vio porque todavía mantenía los ojos cerrados como forma de precaución. Y funcionó, porque se hubiera dado los ojos contra los ladrillos de haberlos tenido abiertos, aunque en ese caso podría haber hecho algo para prevenir la colisión. Así que al mismo tiempo funcionó y no funcionó. La paradoja produjo en la cabeza un profundo dolor, que hizo que me acostara un rato en un sillón hasta que pasara. Me hubiera tomado un Tylenol, pero no tenía a mano.
Me desperté un rato después en el mismo sillón. Desde ahí divisé al que me había vendido las pastillas. Le exigí que me devolviera la plata, decepcionado porque no me habían hecho ningún efecto.

Ojos que se van

Corrí hacia el balcón. Levanté velocidad hasta que llegué a la baranda. Justo antes de chocarme contra ella me detuve. Sin embargo, no lo logré por completo. La inercia me empujó hacia adelante y casi me caigo.
Me aferré a la baranda y logré mantenerme. Pero la velocidad que traía se trasladó a mis ojos, que sin que pudiera evitarlo se me salieron y siguieron el impulso que llevaba. Avanzaron hacia adelante unos centímetros y luego cayeron al vacío.
De este modo, vi cómo se acercaba el suelo a una velocidad cada vez mayor. Me desesperé hasta que me dí cuenta de que no me estaba cayendo, eran sólo mis ojos. Quise cerrarlos pero los párpados sólo cubrían huecos.
Ambos ojos cayeron al mismo tiempo al suelo. Rebotaron dos o tres veces. Entonces me dirigí hacia ahí para recuperarlos. Tenía miedo de que alguien se los robara, pero en cualquier caso iba a saber para qué lado se los llevaban.
Sin embargo, nadie se los robó. Cuando llegué estaban ahí. Los tomé con las manos y me los coloqué con cuidado. No conseguí ubicarlos bien de entrada. En el primer intento pude ver mi cerebro, y así supe que había puesto el ojo al revés. Después me aseguré de mirar hacia adelante cuando me los colocaba, y no tuve problemas.
Después de recuperar los ojos, me dí cuenta de que podía haberme quedado con uno suelto, para poder tener otra perspectiva. Tal vez hubiera sido práctico en algunas circunstancias. Pero ya lo había ubicado en el cráneo y me pareció que era riesgoso volverlo a sacar.
Ahora, cada vez que freno bruscamente al correr cierro los párpados.

Pica la lengua

“En boca cerrada no entran moscas”, decía mi tía Matilde cuando tenía ganas de que me callara. No obstante, es un consejo válido. En efecto, cuando la boca está cerrada no puede entrar ninguna mosca.
Pero no siempre tengo en cuenta aquella frase. A veces me la olvido, sobre todo porque en general no es mi máxima prioridad evitar que entren moscas a mi boca. No suele haber mucho peligro de que ocurra. Pero ese día lamenté no haber estado atento.
No entró una mosca, pero sí un mosquito. Lo cual fue peor, porque revoloteó tranquilamente en la cavidad bucal. Una mosca es más grande, me hubiera dado cuenta más fácil y habría podido toserla o algo. Pero el mosquito, con bastante disimulo, pasó un rato largo dentro de mi boca y se alimentó de ella.
Me picó todo lo que pudo, hasta que la lengua me empezó a picar. En ese momento abrí la boca, y vi salir al mosquito con aires de satisfacción. Así como en boca cerrada no entran moscas, es también cierto que de boca cerrada no sale ningún insecto que pueda estar adentro. Así que ahora no sé si tenerla abierta o cerrada. Tal vez me convenga conseguir algún Tic Tac sabor repelente.
Ahora debía resolver el tema de la lengua. No podía rascármela con las uñas, quedaba bastante feo, inelegante. Pero tampoco podía esperar que la picazón pasara sola. Así que fui a la verdulería, compré frutillas y me calmé la lengua con su textura rugosa.

Visita al dentista

Fui por primera vez a un dentista nuevo. El objetivo era control. Nada especialmente difícil. Prevenir problemas, tomar medidas contra cualquier cosa que pudiera estar pasando en mi boca. Piece of cake.
El doctor me hizo sentar. Me puse cómodo y abrí la boca. Inmediatamente el profesional se sorprendió. “Hace mucho que no veía una boca tan bien cuidada”, me dijo.
Me pregunté si me estaba cargando. Pero el doctor siguió. “Está impecable. Se nota que te cuidás mucho”. Aparentemente mi higiene bucal era excelente. El odontólogo me siguió revisando, para chequear la esperada ausencia de caries. Poco después dio por terminado el examen. “Te felicito”.
Nunca más volví.

Sonámbulo de día

Tengo la costumbre de estar despierto a la noche y dormir de día. Pero no me afecta, porque soy sonámbulo. Eso me permite realizar todas las actividades cotidianas mientras duermo. No hay método más eficiente.
Todos los días voy a trabajar dormido. Pero nadie se da cuenta. Y como nadie se da cuenta, me siguen la corriente. No intentan despertarme, que es lo peor que se le puede hacer a un sonámbulo. Asumen que ya estoy despierto, y yo actúo como si lo estuviera.
No es que no hay diferencia. Lo que pasa es que ellos no me conocen despierto. Sólo han visto ese semblante tranquilo, que confunden con una personalidad analítica. Creen que estoy pensando cuando en realidad estoy durmiendo.
Desde que me pasa eso no uso pijama. Me voy a dormir listo para trabajar, y me ocupo de mantener el pelo bien corto, así no voy despeinado. Me viene dando resultado desde hace cinco años. Me permite aprovechar las veinticuatro horas del día. Y al trabajar dormido, le gano al sistema.

Cruza de primates

Somos primates. Descendemos de animales que vivía en los árboles. Saltaban de rama en rama, en busca de comida, de seguridad, o de compañía. Se hicieron buenos en esa tarea. Su supervivencia dependía de que lo lograran. Aquellos que no sabían calcular la fuerza necesaria para saltar de una rama a otra, caían y no dejaban descendencia. Venimos de los que lo lograron.
Nuestros antepasados calculaban la distancia, la velocidad necesaria para los saltos, y el momento justo para hacerlo. Saltar en el instante apropiado podía significar la diferencia entre sobrevivir y ser comido por algún predador. Nuestros genes fueron esculpidos por estos saltos.
Con el tiempo, bajamos de los árboles. Gradualmente ocupamos el mundo. Formamos una civilización en la que hay muchos millones de nosotros. Ya no es tan fácil que nos coma una pantera. Los peligros que enfrentamos son distintos. Hoy la manera más fácil de morir en una ciudad es calcular mal al cruzar la calle, y ser atropellados por alguno de los vehículos que construimos para hacer más rápidos nuestros trayectos.
Sin embargo, no tenemos especial cuidado. Miramos, calculamos y nos lanzamos a cruzar las calles, sin importar que puedan venir moles de varias toneladas que nos puedan causar una muerte dolorosa.
Lo hacemos porque seguimos siendo primates. Confiamos en nuestros instintos arbóreos. Lo que antes nos hacía ir de rama en rama, hoy nos permite cruzar la calle cuando viene un auto a toda velocidad. Calculamos las trayectorias, las proyectamos en el espacio y tiempo y decidimos el camino y la velocidad adecuados. En cada uno de esos cruces ponemos en peligro nuestra vida, como nuestros antepasados lo hacían al saltar de rama en rama. Y cuando llegamos al otro lado, intactos, nos invade una satisfacción muy profunda. Un orgullo del éxito repetido de nuestro linaje.

Créditos

La vida puede ser larga. Y muchas veces, cuando la vida es larga, el último tramo es improductivo. Es una etapa oscura en la que la vida en sí ya está acabada, no obstante continúa. Los que tienen suerte pueden disfrutar los recuerdos, compartirlos con la gente que tienen alrededor. Repasar su vida desde el final, en orden o en desorden.
Es la etapa de los créditos. La historia en sí ya terminó, se llegó al final, no va a variar a grandes rasgos. Pero la existencia se estira, a veces en forma excesiva. Hay una banda sonora, generalmente externa. Pero el movimiento es simple, estático, unidireccional.
La dirección es hacia arriba. Tal vez es por eso que la gente habla de que los que se mueren van al cielo. Porque los créditos así parecen sugerirlo. La gente trata de estirar todo lo que puede la vida, aunque sea inútil. Nombran a todos los que los acompañaron, todos los que los conocieron, por mínima que fuera su participación. Es una manera de seguir estando.
Los que no siguen estando son los otros. Mucha gente se va durante los créditos. Son pocos los que se quedan hasta el final. Son los más fieles, los que deciden ocupar el tiempo en quedarse.
Y a veces son recompensados. Ocasionalmente, cuando parece que hasta los créditos ya terminaron, hay una escena posterior. Un renacer de la vida que dura poco, pero permite disfrutar una última vez de la persona. Un canto del cisne, un epílogo.
Después de eso, la vida se suele extinguir. Sólo queda que aparezcan los estudios. Después se cierra el telón. La película se acaba. Más tarde, para los que quedan, empieza otra.

Aplauso fantasma

Me dolían las manos de tanto aplaudir. Pero continué aplaudiendo, porque lo que venía desde el escenario lo ameritaba. El entusiasmo me llevaba no sólo a aplaudir al final de las canciones, sino a batir las palmas durante el desarrollo de cada una.
Llegó un momento en el que, más que dolerme, dejé de sentir las palmas. Igual seguí aplaudiendo con el mismo entusiasmo, sin percatarme de que, de tanto aplaudir, había desintegrado las manos.
Mis brazos ahora terminaban en muñecas que se acercaban una a la otra sin llegar a tocarse. Sin embargo, yo seguía aplaudiendo. Aun cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, mi aplauso siguió vigente. Ya no hacía ruido, es cierto, pero yo aplaudía igual.