Una mano al cielo

Querido Dios:
No sé si me vas a interpretar lo que quiero decir. Ni sé si te va a llegar. Es posible que esté hablando solo y que vos ni siquiera existas. Pero te hablo igual, por las dudas, porque en una de ésas sí existís. Porque convengamos que es muy fácil pensar que no. Si hiciste algo, también te aseguraste de hacer todo lo posible para que no se notara tu presencia. Claramente, si estás, querés que sea de incógnito.
No sé si sos algo, pero está claro que no sos el dios de los textos sagrados. Ése que tira leyes arbitrarias y exige obediencia ciega. Si fueras ese dios, no merecerías mi respeto. Es más respetable que no existas. Pero no significa que no existas, que no haya una inteligencia superior que creó todo, y eso seas vos. Lo que es seguro es que, en ese caso, no tenés forma humana.
Si estás, me pregunto de dónde saliste, quién te creó. No hay muchas explicaciones posibles. Que te hayas creado vos mismo es una, pero no es muy satisfactoria. Genera más preguntas que respuestas.
De todos modos, la razón de estas líneas es expresarte que, si ambos existimos, no tenemos por qué ser enemigos. Ambos somos razonables. Estoy de acuerdo en que no intervengas en los asuntos humanos. Está bien que nos dejes resolverlos solos. Si no sería problemático, estaríamos siempre esperando que vengas a solucionar todo. Si vos manejaras las cosas no seríamos libres.
Me parece muy bien tu aparente determinación de que tenemos que operar como si no existieras. Si la tomaste, es una muestra de inteligencia. Con la moral que nosotros tenemos, que desarrollamos solos, no con una hipotética moral externa que nos dictaste. ¿Cómo podríamos confiar en una cosa así? Por más buenas intenciones que tengas, si no llegáramos a entenderla podríamos hacer cualquier cosa. Por ahí vos hiciste que tuviéramos moral, y de ese modo nos la diste, pero igual sale de adentro de nosotros. Ciertamente no de las escrituras contradictorias que dicen reflejar tu sabiduría.
Está claro que es nuestra responsabilidad manejar nuestras vidas. Tal vez si vos quisieras podrías asumir el control de ellas, pero estoy muy contento con que no sea así. Hay muchos que quisieran lo contrario. Pero quiero decirte, si podés percibirlo, que me gusta que mi vida dependa de mí. Así tengo que ocuparme de más cosas, pero lo que logro es mérito mío, y eso es invaluable.
Hacer como si no existieras es la mejor manera que tengo de ser una buena persona. En todo caso cuando me muera me enteraré (o no) de la verdad sin que sea necesario que me la revele nadie.

Patas calientes

El mar resplandecía. Me tiré boca abajo al sol y me quedé dormido. Antes me había puesto protector para poder dormir tranquilo y despertar de otro color.
Al terminar la siesta, descubrí dónde me había olvidado de colocarme protector. Las plantas de los pies me ardían como nunca. Yo creía que la piel gruesa de ese sector era suficiente barrera, nunca vi a nadie ponerse crema ahí. Sin embargo, me equivoqué.
Quise irme de la playa para buscar alguna crema correctora en la farmacia. Pero al pararme, el contacto de mis pies quemados con la arena caliente fue tan impactante que, casi sin darme cuenta, empecé a saltar por toda la playa para evitar tocar el suelo.
Sin quererlo, el movimiento de los pies me hizo correr por la playa. Corrí y corrí, sin poder elegir la dirección, porque cada paso era un reflejo. La gente se movía para evitar que la pisara. Algunos intentaron tacklearme y fueron burlados por la velocidad de mis movimientos instintivos. Quería tirarme al suelo para parar, pero sabía que si me arrojaba de cuerpo entero sobre la arena caliente iba a ser peor.
Entonces seguí la involuntaria carrera paralela al mar. Vi pasar los balnearios, las ciudades. No sabía dónde iba a terminar. Pensé que si llegaba a la Patagonia, tal vez ahí hiciera suficiente frío como para que el reflejo se desactivara. Pero era lejos.
A la tardecita llegó la solución. Se me había ocurrido, pero como venía corriendo por la playa sin poder elegir hacia dónde, no había podido llevarla a cabo. Sin embargo, los procesos naturales me ayudaron. La marea creció, y el mar cubrió la playa. Cuando las olas taparon mis pies, el frío del agua me produjo el alivio más grande.
Me quedé ahí un rato, descansando, mientras de mis pies sumergidos surgía una columna de vapor.

No hay lugar para los tibios

Cuando abro la canilla caliente, sale agua caliente. No importa si abro la fría también, sale bien caliente porque eso es lo que pedí. Hasta que se cruza un umbral. Si abro más la fría que la caliente, la situación cambia. De estar bien caliente pasa en pocos segundos a estar bien fría, tal como expresé mi deseo en el comando.
Mi ducha es bipartidista. Yo vengo a ser el pueblo. Yo elijo fría o caliente. Y la ducha se acomoda a mi decisión. Es muy democrática en ese sentido. Pero a veces no quiero agua completamente fría, o completamente caliente. Quiero mezclar ambas, y obtener así un chorro con las virtudes de las dos temperaturas. La ducha no lo acepta.
No se admite la negociación. No hay puntos medios. Es una alternativa, o es la otra. Los conjuntos no se tocan. Es cierto que tienen puntos en común, ambas son agua, salen por la misma flor, recorren la misma cañería. En eso se parecen. Pero no pueden convivir. No quieren estar cerca.
No se puede ser ambiguo. Es necesario elegir entre una temperatura o la otra. No se puede tener agua fría y al mismo tiempo agua caliente. Es contradictorio. Quien lo intenta pasa por blando, por débil, por tibio. Y en esta ducha no hay lugar para los tibios.

Pochoclo recursivo

Josecito compró un paquete de pochoclo Josecito, y se sorprendió al ver su imagen en la bolsa. La imagen representaba el momento en el que Josecito, después de comprar un paquete de pochoclo Josecito, se sorprendía al descubrirse en la bolsa y lo mostraba a la cámara. Ahí se podía ver la imagen de la bolsa del pochoclo que el Josecito que estaba en la bolsa había mostrado. Era la imagen de Josecito, sorprendido al encontrar su imagen en la bolsa de pochoclo. Dicha bolsa mostraba también a Josecito, y aunque la calidad de impresión no permitía distinguirlo bien, parecía sorprendido. Mostraba algo que podía llegar a ser una bolsa de pochoclo, pero a esa altura podía ser cualquier otra cosa.
Josecito, entonces, se despreocupó del asunto y se dedicó a comer pochoclo.

Editorial independiente

Me abrí una editorial independiente. Es más trabajo, pero gracias a ella puedo editar los libros que tengo ganas, sin necesidad de que nadie me los apruebe. Si me parecen dignos, mi editorial los edita.
Arrancamos con una cantidad limitada de títulos, porque una editorial independiente no tiene los recursos de una supermultinacional. El primer año sacamos dos o tres libros, que tuvieron buena aceptación en nuestro pequeño mercado. Nos dio energía para seguir adelante.
Lentamente, fuimos sumando más títulos. Los autores empezaron a interesarse. La editorial fue creciendo. Se hizo cada vez más grande y exitosa. Tuve que contratar gente para ayudarme a tomar las decisiones. Leer manuscritos, aceptar o rechazar propuestas, decidir cronogramas. Como nos iba bien, no fue problema. Era bueno tener una editorial independiente exitosa.
Pero a medida que iba creciendo, empezaron los problemas. Gente en la que había confiado parte de la operación reveló un criterio distinto del mío. Empezaron a salir títulos que yo nunca hubiera aprobado. Algunos fueron un fracaso, otros un éxito. De repente, la editorial empezó a publicar toda clase de autores que no entraban en el concepto de lo que antes nos hubiera interesado. Nos estábamos diversificando demasiado. No me gustaba perder el foco.
Intenté resistir, pero el resto del equipo no quiso saber nada con mis quejas de fundador. La editorial estaba más fuerte que nunca, decían. El equipo que había armado tenía los recursos para saber cuál era el mejor curso sin necesidad de mi criterio. Ya no me necesitaban.
Comprendí que la editorial había tomado vuelo propio. Decidí no coartar su libertad, dejarla ir y ser ella misma. Me desvinculé, porque mi misión estaba cumplida. Era hora de dejarla ser una editorial independiente.

Manifiesto

Lo que quiero decir es esto. No esto otro, sino esto. Por eso digo esto y no otra cosa. Quiero ser claro. Cuando quiera decir otra cosa, diré otra cosa. Pero ahora lo único que me interesa es decir esto, por eso no necesito dar vueltas para decir esto de una vez por todas.
Ojo, no se confundan. A veces digo “esto”, pero en esas ocasiones no quiero decir esto, sino “esto”. Hay gente que no sabe diferenciar. Les da igual esto y otra cosa, o esto otro y aquello. O peor, les da igual lo de más allá y lo de más acá. Sin embargo, seguramente se ofenderían si en lugar de llamarlos por su nombre les dijera Fulano o Mengano.
Pero no me interesa todo ese asunto. Lo único que quiero es decir una sola cosa, algo concreto, sin controversias, fácil de decir. Y quiero otra cosa: que me entiendan. El problema es que yo me puedo expresar bien, pero no depende de mí que todos me entiendan. Muchos van a entender lo que quieren hacerme decir, y después van a operar como si yo hubiera dicho eso que ellos querían que yo dijera, en lugar de esto, que es lo único que quiero decir.
Entonces tengo que aclarar muy bien qué es lo que digo y qué es lo que no digo, y también qué es lo que quiero decir y lo que no quiero decir. Esta última disyuntiva se arregla simplemente: digo lo que quiero decir. Así es más fácil. Siempre va a haber gente que se confunda y trate de descifrar cuando no hay nada para descifrar. Pero es menos que la gente que lee algo y piensa que quiere decir exactamente eso. Es lógico, forma parte del sentido común. Todo sería más fácil si todos lo hiciéramos, pero no pasa, y mucha gente dice algo para que los que no interpretan piensen que quiere decir sólo algo, pero en realidad está diciendo mucho más.
No es mi caso. Yo lo único que quiero decir es esto.
Esto y nada más.

Nosotros unidos

Tenemos que unirnos para marchar juntos hacia el futuro. Entre todos podemos más, porque tenemos la fuerza de la unión. Todos somos más que uno solo. Y lo que uno solo no puede, para todos es fácil.
Es necesario que nos demos cuenta de que somos todos iguales. En algunas formas muy profundas, ya estamos unidos. Hagámoslo consciente. Somos lo mismo, estamos hechos de lo mismo, nos une el pasado, y también (aunque no lo sepamos) nos une el futuro. Sólo nos separa el presente perecedero.
Qué lindo sería vernos marchar hacia el porvenir, todos juntos, pensando de la misma manera, en armonía y fortaleciéndonos cada día más para luchar contra ellos.
Si no nos unimos, ellos nos van a destruir. Nos van a forzar a unirnos a ellos. Entonces, para que eso no pase, tenemos que unirnos nosotros. Sólo nosotros, los que no somos ellos, somos los que debemos formar este grupo. Ellos que hagan lo que quieran. Pueden unirse o no, no nos importa. Pero lo que es seguro es que quieren que formemos parte de ellos, y debemos impedirlo.
Entonces marchemos todos juntos. Unámonos nosotros para que no nos obliguen a unirnos a ellos. Podemos hacerlo. Igual tenemos que tener cuidado.  No tenemos que permitir que ellos se unan a nosotros. No aceptaremos intrusos. Después de todo, ellos no quieren unirse a nosotros, quieren que nosotros nos unamos a ellos. No es lo que queremos. Queremos unirnos nosotros solos. Los de afuera son de palo.
Por eso tenemos que unirnos nosotros, los de acá, los que no somos de palo. No sabemos bien de qué somos, pero lo que es seguro es que somos lo mismo.

Una tarde de amor y Sábato

Luego de colocarse con mucho cuidado varias flores en lo que le quedaba de pelo, Sábato tomó la guitarra. La afinó y se puso a tocar y cantar “All you need is love” para todo el que estuviera dispuesto a escucharlo.
Lentamente la plaza se empezó a poblar. Personas de distintas edades vestidas de distintos colores aparecieron alrededor de Sábato. Muchos cantaron con él. Algunos tenían sus propias guitarras, y las usaban para tocar no sólo lo que tocaba el afamado escritor, sino también otras canciones. El murmullo de la plaza fue reemplazado por una alegre polifonía.
El ruido atraía a más gente, y también a agentes del orden que se acercaban para asegurarse de que todo estuviera bajo control. Sábato dejó por un momento su guitarra y se aproximó a uno de ellos. Se sacó dos flores del pelo. Mantuvo una entre sus dientes dientes, y con cierta dificultad en la pronunciación le pidió al policía que sacara su revólver para poder colocar la flor en el cañón. Una pizca de vida en el camino de la muerte. El policía consideró que era peligroso desenfundar en el medio de una plaza poblada. Sábato lo comprendió. Le dijo hermano y lo abrazó. La plaza fue testigo del momento de entendimiento y trascendencia entre ambos.
Se iba sumando más gente. Varios fumaban diferentes sustancias, y lanzaban al aire humo de colores. El viento hacía flamear la ropa suelta. Los colores de la ropa se mezclaban con los del humo. Ambos se movían al unísono. Formaban un oleaje que alimentaba el espíritu de libertad, de fluir con el viento. Sábato volvió a la guitarra y empezó a cantar “Blowin’ in the wind”.
La muchedumbre quería liberarse de las ataduras. Salir de las presiones absurdas de la sociedad y confundirse en un renovado espíritu comunitario. Para lograrlo, hacían círculos alrededor de alguna planta. También se sacaban la ropa, para mostrarse y comprobar que todos, en el fondo, eran lo mismo. Que no se dejaban llevar por las etiquetas externas.
Había mucho entusiasmo por la conexión que se producía entre los presentes. Se podía palpar el amor. Sábato, al sentir lo que ocurría, se sacó los pantalones floreados y los arrojó hacia arriba. Los demás vieron cómo el viento se los llevaba. El suave vuelo de los pantalones generaba una estela que dividía el humo. Con el flamear de las bocamangas parecía una gaviota, y la plaza parecía la orilla del mar.
La gente se sintió arena, y comprendieron que si había playa era porque ellos estaban todos juntos. Todos se miraron uno al otro. Sábato sonreía al sentirse parte de un todo mucho más grande que cualquiera. La gente se iba acercando. Primero lo hicieron con el espíritu, y esa cercanía se dejó ver poco después en los cuerpos. Sábato y la multitud se unieron entonces en una gran orgía que duró hasta el amanecer.

Llegan los migrantes

Llega la primavera, y con ella los migrantes. Después de haberse ido al otro hemisferio al comienzo del otoño, los mosquitos vuelven a hacerse presentes, con la puntualidad de todos los años.
Los mosquitos emprenden dos veces por año un viaje titánico en proporción a su tamaño. Pero no lo hacen solos. Son millones los mosquitos que viajan juntos, acompañándose mutuamente. Forman una espesa nube oscura que se mueve de norte a sur y de sur a norte, según la época del año, buscando el calor.
Atraviesan desiertos, tundras, mares, ríos, costas, selvas tropicales, todo en un esfuerzo por escaparse del frío, por mantenerse en un clima agradable. Es un misterio cómo saben qué dirección tomar, pero lo hacen con gran precisión, porque siempre vuelven a los mismos lugares en la misma fecha.
El viaje es todavía más notable cuando se tiene en cuenta que la vida media de un mosquito se mide en días, con lo cual el grupo debe hacer numerosas pausas en aguas estancadas para poder renovar las generaciones. Una vez que los nuevos mosquitos están en condiciones de volar, todos parten hacia la misma dirección que tomaron sus padres. Sus descendientes lejanos llegarán a destino junto con la primavera.
Salvo por esos momentos de reproducción, los mosquitos se mantienen en el aire. No necesitan bajar a alimentarse. ¿Cómo consiguen nutrición? Simple: cuando cada uno tiene hambre, revolotea hasta la golondrina más cercana y la pica.
De este modo los mosquitos, como especie, consiguen recorrer el mundo. Pronto estarán por aquí y se instalarán durante la temporada de verano. Cuando se produzca la llegada, conviene usar repelente, pero también vale la pena tomarse un instante para reflexionar acerca de la gran travesía que debieron realizar los mosquitos para llegar a estar entre nosotros.

La comida va a la boca

El plato de arroz estaba colmado. La cuchara se acercó. Con el lado cóncavo hacia arriba, penetró entre los granos. Avanzó hacia la profundidad, soportando el peso creciente del bocado futuro. El movimiento se detuvo por un instante.
Con seguridad, arrancó el retroceso. La cuchara rehizo su trayecto, llevando consigo una cantidad de arroz. El mango de la cuchara aún tenía un leve contacto con el plato. Siempre se mantuvo bastante paralelo a la mesa. Ahora la distancia iba a cambiar.
La cuchara se alejó del plato. Subió el equivalente de muchas cucharas a una velocidad que pronto se detuvo abruptamente. Luego se inició el movimiento de ingreso. La altura se mantenía estable, la distancia con el plato se incrementaba.
A punto de llegar al destino final, la cuchara se inclinó. El lado que tenía el arroz quedó más abajo que el mango. Y como no había nadie que sostuviera la cuchara ni estuviera para recibir el bocado, el arroz fue a parar al suelo.