Regalo pesado

A pesar de que ella no parecía necesitarlo, ni lo reclamaba, yo quería mostrarle mi afecto. Quería hacer un gesto que pudiera ilustrar de alguna manera el tamaño de mi amor por ella, que fuera inequívocamente interpretado como una demostración de todo lo que significa para mí.
Decidí que era apropiado un buen regalo. Pero, ¿qué regalar? Había cosas muy caras que podía comprar, pero ninguna era suficiente. Todo lo que se podía comprar con dinero me parecía barato, comparado con mi amor por ella. Se merecía algo más. Algo único, irrepetible y duradero.
No se me ocurría nada. Nada llegaba a la altura del gesto que quería hacerle. Me entristecí. Al hacerlo, suspiré y miré al cielo. Y cuando miré hacia arriba hallé la respuesta. El regalo que buscaba era la Luna.
Mandé una cuadrilla a buscarla. La expedición tomó varios meses, pero no me importaba esperar para conseguir semejante gesto. Cuando estuvo lista, como era bastante difícil de maniobrar decidí comprar un terreno en el medio del desierto patagónico para instalar la Luna.
Cuando me dieron el OK, y los diarios ya especulaban sobre qué podía haber pasado con el astro ausente, llevé a mi amada con los ojos vendados hacia el terreno. Cuando llegamos, le destapé los ojos y le mostré la Luna. Estaba brillante, gracias a los reflectores que había instalado.
Ella se quedó sin palabras. No podía entender lo que ocurría. Me preguntó si era la Luna. Le dije que sí, y le agregué “es tuya”.
Me agradeció, aunque noté cierta frialdad inmerecida en el gesto. No parecía muy entusiasmada. Me preguntó qué podía hacer con la Luna. “Lo que quieras, mi amor”, le contesté, “es tuya”. Me volvió a agradecer, pero a los cinco minutos empezó a preguntar cuándo nos volvíamos.
Desde ese momento nuestra relación se enfrió bastante. Se generó una distancia. No sé si el regalo fue demasiado para ella, o se intimidó por el tamaño de mi amor, o no estaba preparada para tener un satélite natural. La cuestión es que a las pocas semanas me abandonó, y me devolvió el regalo.
Ahora no sé qué hacer con la Luna. La tengo ahí tirada. Cada vez que la veo me acuerdo de ella y me lleno de tristeza.

Tres puentes

De un lado había tres puentes. Había que elegir uno de ellos para pasar, pero los tres decían tener el mismo destino. ¿Cuál era mejor? Lo más obvio era el del medio, por una cuestión de prudencia elemental. Pero pensé que, tal vez, todos pensaban eso, entonces iba a haber menos gente en los otros.
¿Cuál elegir? Decidí tirar una moneda. Cara izquierda, ceca derecha. Tiré la moneda hacia arriba y, para mi sorpresa, al suelo cayeron dos monedas. Una en cara y la otra en ceca.
“Carajo”, pensé, “voy a tener que tomar una decisión”. Así que elegí el puente de la derecha, el que tenía más cerca. Después me dí cuenta de que lo mejor era seguir duplicando las monedas. Si lo hacía veinte o treinta veces, el crecimiento exponencial me hubiera hecho millonario. Pero no me avivé.
Empecé entonces a cruzar el puente de la derecha. A la izquierda se veían los otros dos. Noté que a medida que me acercaba a la otra orilla, los otros puentes se veían más cercanos. En efecto, antes de llegar los tres se unían. Eran, en realidad, el mismo puente. Y no sólo eso: cuando se unían, ahí terminaban. El puente triple llegaba sólo hasta la mitad del río. No era, al final, un verdadero puente.
Decidí volver por otro de los tres, ya que estaba. Pero, ¿por cuál? Agarré una de las monedas y la tiré hacia arriba, pero nunca volvió. No quise arriesgar la que me quedaba. Decidí ir por el puente de la izquierda, que ahora quedaría a mi derecha.
Avancé hacia la orilla original. Avancé mucho. Y en un momento me dí cuenta de que ya tendría que haber llegado hacía un buen rato. Pero el puente no daba señales de terminar. Resolví seguir hacia adelante, tarde o temprano iba a llegar a algún lado.
En un momento, después de varias horas, divisé algo a lo lejos. No supe inmediatamente qué, pero era algo que alteraba la monotonía. Cuando me acerqué supe de qué se trataba: otro encuentro entre los tres puentes.
Cuando llegué a ese punto, decidí concentrarme, tomarme mi tiempo y dejar que el ambiente me diera la respuesta. Nada de monedas esta vez. Era probable que uno de los tres puentes que podía elegir condujera a una salida. El asunto era elegir bien.

Al aire libre

Era un día espléndido, y lo quería disfrutar aunque tuviera que dedicar todo el día al Excel. Se me ocurrió llevarme la notebook al jardín y trabajar desde ahí. Me fijé que estuviera cargada y salí.
Me instalé en el pasto. Coloqué una manta, y sobre ella la laptop. Me acosté en el verde y me puse a teclear números mientras disfrutaba del aire puro y los deliciosos sonidos de la naturaleza. Las cigarras cantaban, las mariposas revoloteaban, los colibríes se alimentaban entre las flores junto a las abejas. Me alegré de haber elegido pasar el día afuera, y me sentí en armonía con mi entorno.
En ese momento, una mariposa se acercó y se apoyó tímidamente en la computadora. Sin asustarse por mi presencia, comenzó a caminar por la pantalla, el teclado y la tapa. Lo hacía lentamente, como estudiándola.
Intenté poner el dedo cerca de la mariposa para que se posara sobre él, pero no me hizo caso. No parecía interesada en mí. La mariposa estaba contenta con la notebook. Y me di cuenta de que, desde que la mariposa se había posado, el rendimiento de la máquina había aumentado. Ahora tardaba menos en hacer cada operación, como que se la notaba más liviana. Parecía que la naturaleza también le hacía bien.
La mariposa se quedó un rato sobre la computadora. Después se fue. En ese instante, la velocidad que había ganado se perdió. No entendía qué relación podía tener la mariposa con el funcionamiento de una notebook, pero algo pasaba. Empezó a tardar mucho para obedecer cualquier comando, como si se resistiera.
En un momento vi que la mariposa volvió a pasar cerca. Entonces me levanté para ver si la podía atraer. Pensé que tal vez, si se acercaba, la notebook iba a volver a rendir. No lo logré, se me escapó. Pero eso no fue lo extraño. Cuando me paré ocurrió lo que no me esperaba. La notebook se elevó y comenzó a agitarse sobre su eje, como una mariposa. Tomó la misma dirección que la mariposa de verdad, y ambas se fueron juntas hacia el horizonte.

No me hacen nada

Se ve que soy demasiado intrascendente. No constituyo un peligro del que valga la pena ocuparse. Me hacen sentir pequeño, insignificante. No se me presta atención y me dejan en libertad.
Para el sistema, aparentemente, no existo. No se gasta en oprimirme. Me deja ser, porque no se ve amenazado por mí. ¿Por qué? ¿Qué hice? ¿Qué no hice? Parece que no tengo ideas peligrosas, ni interfiero con nada que les importe a los que tienen el poder, ni siquiera los ofendí de alguna manera.
El establishment parece que tiene mejores cosas que hacer que ocuparse de impedir mi desarrollo. La indiferencia es el peor de los desprecios. Por lo menos, si estuvieran en mi contra, podría sentir que lo que hago es relevante para alguien.
Pero no hay una campaña en mi contra, ni me siguen por la calle, ni me pinchan el teléfono, ni hay una red de espionaje dedicada a estudiar mis movimientos. No. Simplemente me dejan ser, sin interferir en mis días. Me permiten tener una vida exitosa y plena, me dejan ser feliz y no les importa. Eso me hace sentir mal.
Pero, ahora que lo pienso, tal vez no es como creo. Es posible que conozcan mi característica perspicacia y tomen precauciones extremas para que no me dé cuenta de que me tienen vigilado. Sí, tiene sentido. No es que yo no sea una amenaza para el sistema, es que me manejan con sutileza, sin que me dé cuenta. Y mi vida exitosa es su manera de distraerme. No tienen vergüenza.
No sé cómo no lo pensé antes. Ahora todo tiene sentido, no podía ser que el sistema no me oprimiera. Por suerte, ahora que deduje lo que pasa estoy más tranquilo.
Por fin me siento incluido.

Pie de lado

Venía manejando por la ruta. Al entrar al camino puse quinta y no fue necesario cambiar la marcha durante doscientos kilómetros. Iba regulando la velocidad con el pie derecho, mientras el izquierdo se quedaba inactivo a la izquierda.
A medida que avanzaba en la ruta, fui notando una cierta inquietud en el pie izquierdo. Se me iba hacia el embrague. Yo lograba detenerlo antes de que llegara a pisarlo, pero se me hacía cada vez más difícil. Me dí cuenta de que el pie izquierdo estaba aburrido y tenía ganas de hacer algo. No sé bien cómo me dí cuenta, supongo que tengo alguna conexión intuitiva con mi propio cuerpo.
A mitad de camino, paré en una estación de servicio para estirar las piernas. De paso, le daría un uso al pie izquierdo. Pero no le era suficiente. Cuando quise caminar, me encontré con que estaba dormido. Pero no era la misma sensación habitual del pie dormido, era algo distinto. Lo miré y vi que sólo lo fingía, mientras me lanzaba una expresión triste a través del zapato.
Lo comprendí. Estaba celoso del pie derecho, que además de ser el más hábil era el que estaba teniendo toda la acción. Y cuando me bajaba para darle uso al izquierdo, el derecho hacía lo mismo. El pie izquierdo opinaba que era poco equitativo y me exigía que hiciera algo. Noté una gran firmeza en su postura. Supe que iba a tener problemas para seguir si no lo compensaba.
Entonces me senté en el auto con los pies hacia afuera. Me saqué los zapatos, las medias y los pies, y me puse cada uno en la pierna opuesta. De esta manera podría acelerar con el pie izquierdo y dejar descansar la otra mitad de la ruta al derecho.
El pie izquierdo no puso resistencia. Estaba contento, y el derecho también porque podía descansar. Hice así los doscientos kilómetros que faltaban. Fue tan placentero que me olvidé de las disputas de los pies. A tal punto me olvidé que al llegar me bajé del auto, pisé mal y me caí sobre la vereda.
Caminé medio chueco hasta que llegué y volví cada pie a su lugar. El pie izquierdo, agradecido por el esfuerzo, a partir de ese día no sólo ganó en habilidad, sino que se esmeró mucho más que antes en cada paso. Por el coraje para luchar por lo suyo, se convirtió en mi pie favorito.

¿Quién mató al mayordomo?

Los invitados de Roy Ascot se pasmaron al recibir la noticia. Bruce, el fiel mayordomo del señor Ascot, fue encontrado muerto en la cocina poco después del comienzo de la fiesta. La policía fue avisada en el acto y concurrió minutos después. El primer recaudo que tomaron fue impedir la salida de los invitados. Por el momento eran todos sospechosos.
La duquesa de Weybridge se indignó, dentro del dolor que sentía, de que se sospechara de ella. Roy Ascot quiso aclararle que no era algo personal, pero no pudo, porque justo en ese momento se le mezcló el dolor que sentía con la indignación producida por la indignación de la duquesa. Entonces acudió la joven Jennifer Menlove a reemplazarlo. Ella le explicó a la duquesa que la policía no sospechaba especialmente de ella, ni de nadie.
Mientras tanto, todos los invitados trataban de contener las lágrimas. No estaba mal visto llorar en una circunstancia así, pero estaban acostumbrados a esconder sus emociones. Eso los había llevado a la privilegiada posición social que habitualmente disfrutaban. Sin embargo, se notaba en las caras el esfuerzo. De tanto intentar no llorar, los rostros estaban rojos.
Todos menos el de John Swood. El visitante de Manchester no parecía demasiado contrariado por lo que ocurría. Al contrario, se le notaba interés por encontrar a alguien con quien proseguir las conversaciones que venía manteniendo antes de que la noticia irrumpiera en la fiesta.
Esa actitud despertó las sospechas de Lord Esher, que rápidamente le comentó a su amigo Chester Woolton que lo había visto discutiendo con el mayordomo un rato antes. Chester se enojó y resolvió acercarse a estudiar su conducta.
Entonces, Chester Woolton entabló con John Swood una conversación sobre un tema banal. Mientras Swood hablaba, Woolton lo miraba con detenimiento, estudiando la expresión. Swood se sintió observado, pero siguió hablando, le pareció que era bueno que le prestaran atención. Woolton, mientras tanto, lo miraba profundamente a los ojos, buscando la verdad que debía encontrarse en algún punto de ellos. Pero encontrarla le resultó difícil porque para disimular la observación estaba asintiendo a intervalos regulares mientras Swood le conversaba. Pronto empezó a dolerle la cabeza.
En un momento, la duquesa de Weybridge entró en llanto. Se desesperó y se encerró, nerviosa, en el baño. Mientras Jennifer Menlove golpeaba la puerta, la sospecha invadió a algunos de los invitados. “Es curioso”, murmuró el profesor Arthur Kenwood, “esa no es la conducta de una persona inocente”. No había alcanzado a formar la acusación en su cabeza cuando Patrick Henley, que estaba al lado, le dio la razón de manera absoluta.
“Tiene razón, la duquesa es la asesina”, exclamó Henley mientras corría hacia la puerta del baño. Jennifer Menlove lanzó un alarido cuando lo vio acercarse. Varios invitados salieron corriendo detrás de él. Intentaban evitar que le hiciera daño a la duquesa, salvo uno que le daba la razón y tenía ganas de acompañarlo mientras la azotaba. Se trataba de Lord Esher. Pero ambos fueron contenidos por los otros invitados, que insistían en mantener la compostura y dejar que los policías hicieran su trabajo.
John Swood aprovechó el momento para proponer jugar a algo mientras esperaban. Un ruido muy fuerte recorrió el salón cuando los otros invitados se agarraron la cabeza al mismo tiempo. Se produjo una protesta general, en la que no se pudo oír a ningún invitado por encima de otro. Todos tenían argumentos distintos, aparentemente, pero ninguno aceptaba la idea de hacer algún juego de fiesta. Sí, habían ido para eso, pero las circunstancias habían cambiado y era menester mantener el decoro adecuado.
John Swood no llegó a entender lo que le decían, aunque sí entendió el concepto, y se fue a sentar a un rincón. Se llevó sólo una botella de vino para que le hiciera compañía. Pocos minutos después, al verlo beber en forma irritante, el anfitrión Roy Ascot se acercó, le entregó una copa y volvió a alejarse.
Los otros invitados estaban de pie. Se miraban nerviosamente. La duquesa de Weybridge continuaba en el baño. Jennifer Menlove y algunos de los invitados más fuertes estaban en las cercanías de la puerta, por las dudas de que apareciera alguien más dispuesto a ejercer violencia.
Pero nadie lo hacía. Todos se limitaban a lanzarse miradas acusadoras. Hasta que Patrick Henley se cansó y decidió sentarse. Esto confirmó las sospechas de algunos de los invitados. Era evidente que se sentaba porque no podía sostener la culpa. Sin embargo, nadie lo fue a increpar. Preferían acusarlo cuando fuera su turno de hablar con la policía. En algún momento iban a terminar de analizar la cocina, donde se había encontrado el cuerpo, e iban a pasar a las entrevistas con cada invitado, en las que podrían dilucidar quién decía la verdad y quién mentía.
Pero el cuerpo policial no pensaba hacer eso. A decir verdad, no lo necesitaban. La escena del crimen era lo suficientemente clara, y al rato salieron a anunciar el esclarecimiento de la muerte de Bruce. Los invitados suspiraron aliviados cuando se enteraron de que todas las pistas apuntaban al suicidio.

Patas calientes

El mar resplandecía. Me tiré boca abajo al sol y me quedé dormido. Antes me había puesto protector para poder dormir tranquilo y despertar de otro color.
Al terminar la siesta, descubrí dónde me había olvidado de colocarme protector. Las plantas de los pies me ardían como nunca. Yo creía que la piel gruesa de ese sector era suficiente barrera, nunca vi a nadie ponerse crema ahí. Sin embargo, me equivoqué.
Quise irme de la playa para buscar alguna crema correctora en la farmacia. Pero al pararme, el contacto de mis pies quemados con la arena caliente fue tan impactante que, casi sin darme cuenta, empecé a saltar por toda la playa para evitar tocar el suelo.
Sin quererlo, el movimiento de los pies me hizo correr por la playa. Corrí y corrí, sin poder elegir la dirección, porque cada paso era un reflejo. La gente se movía para evitar que la pisara. Algunos intentaron tacklearme y fueron burlados por la velocidad de mis movimientos instintivos. Quería tirarme al suelo para parar, pero sabía que si me arrojaba de cuerpo entero sobre la arena caliente iba a ser peor.
Entonces seguí la involuntaria carrera paralela al mar. Vi pasar los balnearios, las ciudades. No sabía dónde iba a terminar. Pensé que si llegaba a la Patagonia, tal vez ahí hiciera suficiente frío como para que el reflejo se desactivara. Pero era lejos.
A la tardecita llegó la solución. Se me había ocurrido, pero como venía corriendo por la playa sin poder elegir hacia dónde, no había podido llevarla a cabo. Sin embargo, los procesos naturales me ayudaron. La marea creció, y el mar cubrió la playa. Cuando las olas taparon mis pies, el frío del agua me produjo el alivio más grande.
Me quedé ahí un rato, descansando, mientras de mis pies sumergidos surgía una columna de vapor.

Llegan los migrantes

Llega la primavera, y con ella los migrantes. Después de haberse ido al otro hemisferio al comienzo del otoño, los mosquitos vuelven a hacerse presentes, con la puntualidad de todos los años.
Los mosquitos emprenden dos veces por año un viaje titánico en proporción a su tamaño. Pero no lo hacen solos. Son millones los mosquitos que viajan juntos, acompañándose mutuamente. Forman una espesa nube oscura que se mueve de norte a sur y de sur a norte, según la época del año, buscando el calor.
Atraviesan desiertos, tundras, mares, ríos, costas, selvas tropicales, todo en un esfuerzo por escaparse del frío, por mantenerse en un clima agradable. Es un misterio cómo saben qué dirección tomar, pero lo hacen con gran precisión, porque siempre vuelven a los mismos lugares en la misma fecha.
El viaje es todavía más notable cuando se tiene en cuenta que la vida media de un mosquito se mide en días, con lo cual el grupo debe hacer numerosas pausas en aguas estancadas para poder renovar las generaciones. Una vez que los nuevos mosquitos están en condiciones de volar, todos parten hacia la misma dirección que tomaron sus padres. Sus descendientes lejanos llegarán a destino junto con la primavera.
Salvo por esos momentos de reproducción, los mosquitos se mantienen en el aire. No necesitan bajar a alimentarse. ¿Cómo consiguen nutrición? Simple: cuando cada uno tiene hambre, revolotea hasta la golondrina más cercana y la pica.
De este modo los mosquitos, como especie, consiguen recorrer el mundo. Pronto estarán por aquí y se instalarán durante la temporada de verano. Cuando se produzca la llegada, conviene usar repelente, pero también vale la pena tomarse un instante para reflexionar acerca de la gran travesía que debieron realizar los mosquitos para llegar a estar entre nosotros.

La comida va a la boca

El plato de arroz estaba colmado. La cuchara se acercó. Con el lado cóncavo hacia arriba, penetró entre los granos. Avanzó hacia la profundidad, soportando el peso creciente del bocado futuro. El movimiento se detuvo por un instante.
Con seguridad, arrancó el retroceso. La cuchara rehizo su trayecto, llevando consigo una cantidad de arroz. El mango de la cuchara aún tenía un leve contacto con el plato. Siempre se mantuvo bastante paralelo a la mesa. Ahora la distancia iba a cambiar.
La cuchara se alejó del plato. Subió el equivalente de muchas cucharas a una velocidad que pronto se detuvo abruptamente. Luego se inició el movimiento de ingreso. La altura se mantenía estable, la distancia con el plato se incrementaba.
A punto de llegar al destino final, la cuchara se inclinó. El lado que tenía el arroz quedó más abajo que el mango. Y como no había nadie que sostuviera la cuchara ni estuviera para recibir el bocado, el arroz fue a parar al suelo.

Artrópodos en pantalla

El cuarto está oscuro, la pantalla iluminada. La hoja en blanco brilla, y atrae a los artrópodos. Vuelan hacia el monitor y se posan sobre el blanco. Si hago scroll se corren. Siempre buscan el blanco.
A medida que voy escribiendo hay menos lugar para ellos. Sólo quedan rendijas en los espacios entre párrafos. Las letras huecas son demasiado chicas para los artrópodos, ninguno entra dentro de la O.
¿Qué ven los artrópodos en el blanco de la hoja? ¿Ven sólo una luz que los atrae? ¿O ven el potencial, el futuro? Tal vez presagien grandeza, como las libélulas presagian la lluvia. Ninguno, de todos modos, se atreve a pisar el texto. Escapan a él. No les gusta el presente, prefieren la incertidumbre del futuro. Pero del futuro inminente. No están en la próxima hoja, están en esta. Y a medida que el texto crece, se van escapando de él, como las almejas se escapan de la superficie cuando son acarreadas por las olas.
A veces, a través de las alas, puede distinguirse el texto. No es que lo estén leyendo, pero quién sabe si no sienten. Tal vez sepan que el texto habla de ellos. Tal vez se sienten atraídos por eso.
Resisto la tentación de aplastarlos. Me sería muy fácil. Acabar con ellos me hace poderoso. Pero me conformo con ejercer el poder de confinarlos a las entrelíneas. Los que quedan entre dos renglones quedan atrapados, no pueden salir sin volar. Y mientras más rápido escriba más lograré capturar.
Cuando termine, voy a justificar el texto así tienen menos posibilidades de escapar. Tienen que caminar con cuidado, bien derecho, hasta el margen. Ahí se encontrarán con el equivalente a un océano de espacio en blanco sobre el que podrán posarse.
Un artrópodo sigue los movimientos del mouse. Tal vez se haya enamorado de él. El puntero lo flechó. Mientras es una flecha el artrópodo lo sigue, y cuando llega a la hoja y se convierte en una especie de I, se confunde. Lo sigue siguiendo, pero le cuesta más. Es como si no fuera el mismo puntero. El mouse atraviesa toda la hoja y va al otro margen, pero no es lo mismo. Sobre la izquierda, la flecha ya no apunta a la hoja. Sigue apuntando a la izquierda. El puntero pierde su atracción, y el artrópodo sale volando.
Pronto se van a tener que ir. Voy a terminar el texto, voy a cerrar el procesador y volverá el fondo oscuro de siempre. La luz más cercana va a estar afuera. Adiós, artrópodos. Fue un gusto tenerlos acá. Nos vemos en el próximo texto.